Brasil 2014. Cuba posible.

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La Escuela del Resentimiento parece preocuparse, porque la Copa del Mundo lobotomiza. La Escuela del Resentimiento lagrimea y se enorgullece de recordar lo mal que andan las cosas, mientras el resto sucumbe a la fiebre del fútbol. La Escuela del Resentimiento cree mantener en alto la bandera del buen juicio ante la estupidez generalizada de millones de aficionados. La Escuela del Resentimiento, cuando quiere hacer algún chiste, dice, por ejemplo, que en la semifinal Alemania-Brasil se enfrentaban Wagner y Villa-Lobos, alguna barbaridad intelectualoide de ese tipo.

En realidad, si no fuese por el Mundial, la Escuela del Resentimiento no estuviese ahora mismo hablando de la miseria extrema en las favelas brasileñas. Lo que les interesa es su prestigio, el prurito de la denuncia y el cacareo, no la situación real de los pobres. El mundo es, todo el tiempo, una porquería, y la Escuela del Resentimiento pretende sacrificar lo único que permite hacerlo un poco más llevadero. Hay tantos eventos pretendidamente serios para clausurar –congresos de filología, simposios medioambientales, ferias de turismo, talleres de esperanto, consultas con el psicoanalista, asambleas de la ONU, cursos para el cuidado de las mascotas-, que ensañarse con el deporte es un síntoma de bajeza.

La FIFA es lo que quieran: un imperio, una mafia, pero hay otra innúmera cantidad de imperios y mafias mucho más dañinas e influyentes a las que la Escuela del Resentimiento no les presta la menor atención. Que el 2014 haya encontrado un país revuelto, como lo es actualmente Brasil, y que hayamos presenciado recurrentes y organizadas protestas en contra de la realización de la Copa del Mundo, no quiere decir que Sudáfrica, o cualquiera de las sedes anteriores, fuesen el non plus ultra de la prosperidad social.

Hay un excelente artículo en Jot DownAntimundial en el país del fútbol– que analiza con exactitud las causas por las cuales esta Copa del Mundo trajo tantas controversias desde un inicio. Esto es: la construcción con fondos públicos de instalaciones que terminarán en manos privadas. La construcción de lujosos estadios en ciudades como Brasilia o Cuiabá, de poco o ninguna tradición futbolera. El incumplimiento en la optimización de infraestructuras urbanas que, naturalmente, deberían ser aprovechadas después del Mundial. La sospecha de que la FIFA ha fungido como una metrópoli con todas las garantías y prebendas posibles. La certeza de que las ganancias no retribuirán con creces el peso de la inversión. O sea, que ni siquiera ha sido un buen negocio.

Lo que se discute en Brasil no es algo tan circunstancial como la pertinencia de organizar o no una Copa del Mundo. Desde las manifestaciones en junio de 2013, por los precios del transporte, la sociedad brasileña parece haberse topado con un conflicto de intereses entre dos fuerzas hasta hoy beneficiadas por el lulismo: los amplios sectores que se mantenían al margen del mercado y que, pasado un tiempo, exigen medidas más radicales, como el aumento del salario mínimo o la mejora de los servicios públicos, y la empoderada burguesía de élite.

Es un conflicto interesante, planteado en los límites de un gobierno y en el agotamiento de un programa político que, al parecer, no podrá seguir dándose la mano con todos los actores. Un conflicto que no se resolverá con la coronación de una clase específica sobre otra, ni con la confrontación directa, ni con la implementación de ninguno de los esquemas obsoletos que la izquierda clásica tiene concebidos.

Me parece saludable que la gente proteste y que, si en realidad el gobierno lo desea, la gente misma los ayude a impulsar un proyecto nacional más inclusivo. Habla mucho mejor de Brasil un Mundial con detractores punzantes que un Mundial entre laureles, pero estos detractores punzantes no tienen nada que ver con los miembros de la diletante Escuela del Resentimiento, sujetos, por lo general, muy amargados.

Yo me imagino qué sería de Cuba –donde se cree que nuestra apatía es sinónimo de satisfacción ciudadana, y donde se dice que nuestra pereza y nuestra indiferencia son ejemplos de efectiva participación social- si finalmente nos hubieran entregado la sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Ojalá, solo como broma, como cura de humildad, nos la hubieran entregado durante unos meses. ¿Qué íbamos a inventar? O mejor: ¿qué íbamos a hacer nosotros, la gente? ¿Construir estadios?

Una similitud explosiva: durante la etapa clasificatoria del Mundial, miembros del Tea Party estadounidense declararon sentirse insultados con la proliferación del soccer en América. Lo consideraron insano por ser un deporte que, contrario al basket, al béisbol o al fútbol americano, se juega con los pies. Dijeron que era otro ejemplo de la degradación moral de la nación, provocada en buena medida por el auge y la permisividad con los inmigrantes.

Hace dos años aproximadamente, desatamos en Cuba una rocambolesca cacería de brujas. Temíamos casi exactamente lo mismo que temieron los miembros del ultra reaccionario Tea Party: que el fútbol desplazara en el gusto popular al béisbol, y que, por tanto, olvidáramos un símbolo importante de nuestra identidad.

Nosotros giramos tanto a la izquierda que aparecemos, de golpe, en el otro hemisferio. Nosotros, si no fuésemos mancos, ya fuéramos de derecha.

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