Carta al padre que emigra

Pero nosotros,
nosotros los solos,
 los tristes,
los luctuosos (…)
¿en qué patria estamos ahora?
¿La patria, lejos de lo que se ama?
R.A.

Viejo: desde que partiste he seguido comiendo en la calle. Lo que aparezca. Sigo maltratándome físicamente, pero ya no tengo a quien llamar para decirle que me vaya preparando algo, que estoy en su casa sobre las siete o las ocho, y luego no aparecer. Ahora tengo hambre de tu presencia. Yo me estaba alimentando más de lo que imaginábamos, viejo, y no lo sabíamos. Carestía de tu voz. Escasez de tu silencio y de tus pasos.

Marcaba desde cualquier lugar de La Habana y tú, como fingiendo seriedad, me decías no faltes, voy a esperar. Despreocupa, te respondía, yo voy. Y faltaba. Tú sabías que ya no llegaría e igual te quedabas esperando, hasta las once o las doce. Yo no iba, pero era capaz de verte: sentado en tu sillón, con dos líneas de ron al alcance, música de fondo, luz mortecina a tu alrededor, partiendo siempre desde ti hacia parajes a los que yo, si decidía seguirte, llegaba con el último resuello. O no llegaba. Siempre te veo lejos, en la ciudad interior. Más valiente que ninguno. Más entero. Como pagando un precio que no quieres que comparta. Llevas un saco encima. El saco de las posposiciones, el saco de la luz fosfórica.

¿Quién le puso esos plomos a la velocidad de tu pureza? ¿El error de quién cayó sobre ti? ¿Adónde ibas tú a refugiarte, cuando todos creían que seguías presente? Allí donde el resto concluía, tú comenzabas. Allí donde el resto descansa, en el círculo familiar, en el íntimo rincón, tú abres la ruta del humo. Tu rostro es una profundidad. Todo en ti es paradojal, por eso vas a permanecer. Le estabas quedando grande a este país.

Le estabas quedando tan grande que ni siquiera lo vas a reconocer, ni siquiera lo vas a pensar. Eres más hondo, viejo, que cualquier consecuencia. Allí donde todos buscan un culpable, donde señalan con el dedo, donde yo mismo he lanzado un improperio, tú canturreas, inerme; santo apedreado. La literalidad no ha podido mellarte. Cuando el aire se redujo, tú seguiste estallando. El cascabeleo de tus llaves, que abren quién sabe cuáles puertas. Tú en medio de un paraje desierto, tú en medio de la mutilación, tú intacto, como un peligro, como una evidencia de lo posible. Tú como lo que pudo ser y no fue, como lo que pudo haber sido, tú ahora, pero siempre dos tramos de  agua por delante.

La única claridad son nuestras mutuas confusiones. La certeza de los otros es la prueba infalible de sus farsas. Parece que te has ido, tú, que siempre te quedas, que te has quedado más que nadie, que siempre te quedarás, aun cuando los cobardes te desuellen.

Ahora tengo una boca que no se llena, una visita por hacer, una conversación pendiente, colgada en la ansiedad, al finalizar el día. Soliloquio al cabo, como todas las conversaciones pendientes. No recuerdo tu último rostro, no sé qué cara tenías la última vez que te abracé. No sé qué recuerdas tú de mí, si tienes una última imagen. Casi me estaba cayendo en la despedida, casi que evitaba irte de frente. Había un derrumbe en la aprehensión. La capa de dolor me impidió quedarme. Pero el dolor, proyectado en el tiempo, lanzado como una saeta viva, aclara finalmente lo que pongamos bajo su estela, elimina la película vaga que recubre los objetos y los sucesos cuando los objetos y los sucesos están ocurriendo, cuando el acto nos contiene.

Yo voy a poner tu rostro bajo la luz de la vela, voy a regar zumo sobre la letra invisible de tu testamento, y voy a descifrar lo que has venido diciéndome. Van a definirse, de a poco, el verde de tus ojos, tu frente tibia, la amplitud de tu hombro, mi viga más fuerte. Yo voy a trabajar en la noche, detalle por detalle, tu última andanada, hasta el día del reencuentro, y luego voy a quemar el trazo, la evocación; soplo feroz.

¿Revisaste ya los libros que te empaqué? ¿Leíste a Rafael Courtoisie? Te vas a deleitar mucho al leer sus poemas y reafirmar –con ese orgullo propio de las comprobaciones, leve e intraducible satisfacción– que entiendes lo que está pasando, que has entendido de qué se trata todo, que siempre lo has sabido. Eso que discurre, subterráneo. En Cuba, o donde sea, el secreto va en ti. Cuba, viejo, cada vez menos física, cada vez más una línea fraguada, el blanco a través del diamante. Cuba, huyendo de sí, buscando refugio; vestigio al acecho.

¿Leíste El rayo que no cesa? De ese libro es Elegía, la que tantas veces escuchamos juntos. ¿Leíste ese verso en que de nostalgia tienes inclinado / medio cuerpo hacia mí, medio hacia el hoyo? ¿Recuerdas cómo reíste cuando yo te declamaba el soneto donde Miguel Hernández le libaba la flor de la mejilla a la amada, y luego la amada vigilaba, celosamente, ¡con qué cuido!, la boca de Hernández, para que no se vicie y se desmande, porque Hernández era un cabrón astuto?

Hay algo en ti que me recuerda la fuerza de Miguel, ese impulso de la tierra, esa recia ternura de hombre, una mortaja tibia que viene del huerto y de la abeja. Un toro solo en la ribera llora / olvidando que es toro y masculino. Hay algo en ti intocado, como si hubieras muerto joven.

Te me has perdido, de nuevo, un rato de la vista. Pero no pasa nada, viejo. Ya iba siendo tiempo. Solo llámame y no tardes. Si te complicas, ven igual. Estás escaseando. No pases hambre. Yo te voy a esperar con el plato en la mesa. Hasta las once. Hasta las doce. Hasta la hora que sea. Ven siempre. Toca la puerta. Di mi nombre. Hay ron y poemas guardados para cuando llegues.

Imagen de portada: Fotograma de Father and daugther de Michael Dudok

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