Cartas que no se extraviaron: 10/07/2014

Gran Tocayo:

Hasta la primera semifinal, la Copa me estaba pareciendo algo: la calamitosa caída de un imperio (España), y, como consecuencia, la espesa disputa del trono entre varios feudos ilustres, desterrados que volvían por sus fueros, pero ninguno con el arsenal necesario para implantar rápidamente una nueva hegemonía. No hubo, hasta los cuartos, ningún equipo lo suficientemente regular, excepto Colombia, pero a Colombia no dejamos de mirarla con recelo. Siempre pensamos, y supimos, que su función era esa: dar un poco de color, alegrar la tribuna, sobrevivir mientras pudiera. Nunca llegar a las últimas instancias.

Costa Rica, ordenada e irrespetuosa, fue la versión centroamericana de Colombia, con todo lo que ello implica, y ya ante los griegos el peso del favoritismo los hizo trastabillar. Francia y Bélgica tuvieron muchos puntos en común. Encabezaron sus grupos con facilidad, Francia incluso llegó a golear, y sortearon cruces, en teoría, bastante cómodos (esos yumas son un carácter). Luego, pusieron la carne.

Nombres que quedan para maquillar el score, para que el encuentro parezca más grande de lo que fue. Alemania que vence a Francia. Y Argentina a Bélgica. No había -no digamos ya entre los semifinalistas, sino entre los dieciséis clasificados- un equipo más parecido a Bélgica que Argentina. Solo que Argentina carga con una pizca extra de historia. Mínima, si se quiere, esa pizca, pero es la que truca los octavos en cuartos, y los cuartos en semis, y así.

Argentina no acaparó ninguna portada a lo largo del Mundial. No quiso existir, no hizo ruido. El fixture se lo permitió, y avanzaron con lo justo, casi con pena. Alemania tuvo su momento. Brasil lo tuvo. Holanda lo tuvo. Pero todos fueron irregulares. Argentina al menos fue coherente en su minimalismo, colgada de Messi, luego de di María, luego de Higuaín, y ya, por último, a horcajadas sobre la espalda de Mascherano.

Creí intuir cierta lógica, entre cuatro históricos, antes de que arrancaran las semifinales. Sin un claro favorito, sin un claro perdedor. Con Alemania un palmo por encima del resto. Con Argentina un palmo por debajo. Todos con sus ventajas. Brasil: la sede. Argentina: Messi. Holanda: Robben y el táctico Van Gaal. Alemania: la confianza que otorga el tiempo, las generosas propuestas de Low. Todos con sus desventajas. Brasil y Argentina: la falta de un estratega en el campo, lo rancio y lo gris de sus propuestas. Holanda: la especulación constante. Alemania: ciertas brechas en su defensa, y un pasado, el pasado inmediato, prolífero y adverso a un tiempo, con grandes demostraciones y ningún título. Es decir, quizás podría, en contra de la voluntad teutona, activarse algún demonio. ¿Quién sabe? Hasta los alemanes –Mefistófeles mediante- tienen sus demonios.

Pero lo que se activó, ya lo sabemos, fue otra cosa: los seis minutos más espeluznantes que yo haya visto en el fútbol alguna vez. Recé, muy instintivamente, para que no fuera, para que lo que estaba pasando no estuviese sucediendo. Eres tan inocente en ese momento, que te parece posible, incluso justo, que la realidad, puesta al corriente, empiece a rebobinar. A fin de cuentas parecía un juego de barrio, y a fin de cuentas eso es lo que se hace en los juegos de barrio cuando el partido se desnivela. Se detiene, se reparten nuevamente los jugadores, y se vuelve a empezar.

El árbitro debió haber dicho: “Perfecto. Kroos para un lado y Ozil para otro. Klose por Fred y Fred, el pobre, que acompañe a Müller. Bastian que haga mancuerna con Luiz Gustavo y Kedira con Fernandinho.” Los cuatro goles de Alemania a Brasil en seis minutos transcienden el marcador, incluso el deporte. A mí no me gustaron, no los disfruté. Fueron tristes. No por la retórica latinoamericana, sino por elemental humanidad. Si le hubiese sucedido a Alemania en 2006, ante su gente, me habría parecido lo mismo. Innecesario. De cualquier manera, los alemanes se portaron con una elegancia que ojalá los latinoamericanos, si les llegase el momento, supiesen mostrar.

Tuve la incómoda, la repulsiva sensación de estar presenciando una masacre, goles que, literalmente, eran golpes, pescozones. Decir que fueron siete puñetazos no es una mala metáfora, sino, apenas, un muy estricto informe de defunción. Si al árbitro le parecía demasiado irrespetuoso cambiar jugadores de un bando a otro, al menos debió esperar a que Brasil se repusiera. Pasaban, evidentemente, después de tanta lágrima y tanto rezo, por un trance. Sin Neymar, sin Thiago Silva.

El sobresalto viene dado porque observamos una escena de boxeo, con sus implicaciones y su violencia, en un terreno de fútbol. Siempre nos desconcierta que nos cambien las cosas de sitio. Brasil, noqueada, tuvo que seguir jugando. Con el mundo al revés, tuvo que seguir jugando. Y, por supuesto, sin tabique, sin mentón, con los ojos abotargados, siguió indefectiblemente cayendo a la lona. Yo llegué a pensar, asustado, que se iban a mandar a correr a través del túnel. Juro que lo pensé.

Después de la primera semifinal, nada es ya lo que era ni lo que se suponía. Alemania es amplio favorito. Pero cabe señalar que ese partido se jugó en un pliegue del tiempo, en un sitio indeterminado, y no en este Mundial, terrenal como todos. Alemania, además, no es el equipo maquiavélico y robótico que la gente cree que es. Alemania sufrió ante Ghana, ante Argelia, y tuvo partidos bastante olvidables ante Estados Unidos y Francia.

Me gustaría enormemente –pero enormemente- que Argentina ganara. Ahora, me parece risible, y de una supina ignorancia, decir que Argentina es pasión y que Alemania es cálculo, que Argentina es garra y Alemania es frialdad. Que Argentina y los potreros, y que Alemania es distante e industrializada, o que sus jugadores son máquinas. Sarta de argumentos baratos.

La sincronía alemana, la apabullante inteligencia con que rotan en la cancha y mueven el balón, es más hermosa y loable que la manquedad de Argentina y su constante pedido de la hora. Acostumbrados a poetizar la deficiencia, nos reconocemos con más derecho al título porque nos creemos más sensibles, pero Alemania, merecidamente, está a las puertas de ganar un Mundial que hasta hace una semana propugnábamos como el de la Patria Grande. Con los abogados que tenemos, cada día se hace más difícil hinchar por Latinoamérica. Ahorita alguien dice que Argentina es Galeano y que Alemania es Borges. Y en algún sentido, contrario a sus palabras, tendría razón.

Pero que aún así, Messi, madre santa, ponga el jodido Maracaná a sus pies.

Un abrazo entrañable,

Del tocayo menor.

 

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