Casal

Una bala de ónix le atravesó el pulmón.
Nogueras.

El final es subversivo. La noche del 21 de octubre de 1893, Julián del Casal cena en Prado y 111, casa del doctor Santos Lamadrid. Faltan apenas dos semanas para que Casal cumpla treinta años. Alguien hace un chiste, no sabemos quién, ni qué tipo de chiste. A saber, una de esas típicas parábolas cubanas de sobremesa, sin las cuales nos sigue pareciendo que algo le falta a la comida: un condimento, una especia, algo que no se sirve en la mesa ni se degusta y tiene, sin embargo, textura y sabor.

Casal comienza a reír estruendosamente. Pero Casal no está hecho para reír estruendosamente, no es un sujeto apto para el chiste. Un chiste lanzado en presencia de Casal es un exceso de criollismo para un habanero tan frágil, para un loto blanco tan endeble. Al esfuerzo de la carcajada le sigue un rictus de dolor, contractura a medio hacer, mueca del rostro jamás finalizada. Una vena se rompe y Casal, el poeta que vive recluido entre abanicos japoneses, con el zumo del París finisecular –Huysmans, Moreau- inyectado intramuscularmente, muere al instante, de un modo, digamos, precariamente costumbrista.

Lo que yo busco en Casal, dándome de cabeza todo el tiempo contra el muro férreo de los biógrafos y los ensayistas, es un atisbo de ilusión, una línea -por delgada que sea- de esperanza, un deseo suyo –no importa si cobarde- de envejecer. Solo en los ocho primeros versos de Autobiografía puede encontrarse, dentro de la obra casaliana, un alarde de vigor, un reconocimiento elemental, nada estentóreo, de sus fuerzas, y la brevísima y apurada evocación de una etapa feliz.

“Nací en Cuba”, abre Casal, fijando de manera categórica lo que más tarde quedará decantado bajo sus gestos parnasianos y sus baudelerianas estocadas. Luego dirá (sic) que atraviesa firme el sendero de la vida, sin que la carga abrumadora de los años encorve su espalda vigorosa, pero al pasar por las verdes alamedas, mientras corta las fragantes flores, distingue la muerte, cual pérfido bandido. Y eso cambia todo. La muerte, que hiere a sus amantes compañeros, y lo deja en el mundo solitario, será, a partir de entonces, una meta para Casal, que emprende, soneto tras soneto, cuarteta tras cuarteta, una lóbrega carrera de fondo.

Hay otro verso, por corpóreo, sumamente llamativo para todo aquel que traza una búsqueda. En Tardes de lluvia, Casal confiesa sentir, “sumido en mortal calma, vagos dolores en los músculos”. Según Lezama, es esta línea una intuición memorable de lo cubano. No lo niego. No lo afirmo. Pero puede ser que Lezama, dentro del tupido bosque casaliano, anduviera precisamente detrás de una presa que le indicara la gruta donde pernocta o el claro donde reposa lo cubano. Aunque decir bosque quizás sea impreciso. Lezama, dentro de la penumbrosa habitación casaliana, buscaba un ropón, una zapatilla, un manuscrito inédito que justificara la incursión de semejante poderío en el joven manantial de la Patria, porque Casal no era algo –una tristeza- que Cuba se pudiera dar el lujo de desperdiciar. A mí, del verso de Casal, que es, sin dudas, un verso distinto, me recompensaba su cruda referencia física, alguien que todavía notaba en sí, aunque lejana y convaleciente, una integridad. Justo lo que buscaba.

La primera gran dualidad arquetípica de nuestra literatura -no Heredia y Del Monte- es la de Casal y Martí. Casal siempre como antítesis, como lo oscuro. A nadie se le ocurriría arriesgar siquiera una propuesta levemente distinta, no digamos ya subvertir ese orden. Casal -acuña Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía- como lo otro, como lo frío de la nación. Casal versus Martí. La belleza artificial y la elección del arte contra la desmesura de la naturaleza y el trasiego del mundo. El espíritu recluido contra el espíritu que se encauza. Casal que le dice a Darío “mi inolvidable Rubén” y Darío que llama Maestro a Martí. Casal que le escribe a Gustave Moreau y no pasa del asombro ingenuo por la correspondencia, no desarrolla nada, lo único que atina a decir es cuán asombrado y estupefacto se encuentra porque esa correspondencia se esté efectuando, esa correspondencia entre él, Casal, un desdichado, y un Dios atemporal como Moreau. Martí que en El desnudo en el Salón reconoce la belleza de Galatea, el simbolismo de Moreau, y apostilla subrepticiamente la figura humana. Casal que, sin atreverse con París, regresa de Madrid azorado, en un barco repleto de rufianes, y Martí que padece destierro y se bate en el corazón del pujante y endemoniado Nueva York. Casal que rumia en su habitación de la calle Aguiar y Martí que va de Montecristi a Cabo Haitiano y de Cabo Haitiano a Dos Ríos. Casal que no alivia su dolor y Martí que tampoco lo alivia pero que le encuentra un sentido. Hay en el planteamiento una alusión competitiva. Un dual meet del que Casal saldrá con la recompensa de lo otro, de lo frío.

Vitier supondrá, además, que el dolor de Casal puede parecernos, por excesivo, por la pasividad del poeta, un tanto infantil, dolor en sí mismo, pero ese es, en la poesía, un dolor muy preciado, una mina de la que pueden extraerse muchas cosas. Ahora: los capítulos de Lo cubano en la poesía, una serie de lecciones que Vitier impartiera en el Lyceum de la Habana, son progresivos -didácticos si tenemos en cuenta su origen. El pensamiento va complejizándose a medida que avanza la escritura. Vitier acompaña a los alumnos, comienza desde la altura rasa que es 1958, y proyecta a los lectores hacia un tiempo sin edad, el lugar donde ya estamos aptos para despreciar el cartel y abominar los rounds.

Dice el profesor: “Es muy cómodo hablar de evasión, de escapismo y otros términos análogos que puso de moda la crítica marxista. La impotencia de Casal para asumir la realidad y superarla en su propio terreno, o bien obligarla a entrar en las leyes del espíritu, que es la suprema realidad, como hizo Martí, no lo sitúa necesariamente entre los frustrados y evadidos –si es que tales adjetivos pueden aplicarse alguna vez a un poeta verdadero. En todo caso Casal, si no asume la realidad, asume hasta sus últimas consecuencias la irrealidad, y esto muy pocos pueden hacerlo. Todo su exotismo es desde luego un modo de ocultarse (y toda ocultación es de raíz sagrada), pero ocultarse no es huir, sino replantear la batalla en otro terreno. Aceptar su angustia y su desamparo como él los aceptó, no traicionar los dones ni los límites de su sensibilidad, escribir y vivir como él escribió y vivió, no es evadirse sino dar un paso al frente en la batalla secreta, oculta, de la expresión.”

Pero regresemos, que ese tiempo sin edad no es un tiempo real, no es un tiempo al que la mayoría del pelotón haya arribado. Que los cubanos definan la cubanía supone un riesgo–que acuñemos no lo que somos sino lo que pretendemos ser, y que a partir de ahí jerarquicemos. ¿Por qué Casal es lo otro, lo frío, y por qué hemos asumido que es así? ¿Porque es una rareza? De acuerdo, Casal es una rareza. ¿Y Martí no lo es? ¿Acaso Martí, su excepcionalidad, no es una rareza más inconcebible y mucho menos probable de repetirse dentro de lo cubano que Casal?

No hay que recabar demasiado para encontrar lo que Martí tiene de Casal: en varios de sus Versos Libres, en las cartas a Manuel Mercado, en la paralizante inmensidad de su empresa. Casal, por su parte, no escasea de lo que nosotros llamaríamos trazas martianas. Hace periodismo con asiduidad. Escribe en La Habana Elegante y publica un artículo contra el General Sabas Martín que le cuesta su puesto en el Ministerio de Hacienda. Casal confesará en una misiva a Esteban Borrero la gratísima impresión que le dejara Antonio Maceo, “hombre bello, de complexión robusta, inteligencia clarísima y voluntad de hierro”, y luego escribirá el soneto A un héroe (antes había escrito A los estudiantes). Casal le había dicho ya al propio Borrero, tras su regreso de Yaguajay en febrero de 1890, que “se necesita ser muy feliz, tener el espíritu lleno de satisfacciones para no sentir el hastío más insoportable a la vista de un cielo siempre azul, encima de un campo siempre verde. La unión eterna de estos dos colores produce la impresión más antiestética que se puede sentir. Nada le digo de la monotonía de nuestros paisajes, incluso las montañas.”

Si nos resulta herética su repulsión por nuestro entorno rural inmediato, y menos provechosa que su definición de Maceo, es porque lamentablemente el aburrido paisaje que divisa el viajero común, el fusilamiento a manos llenas del bohío y la guardarraya, nos sigue pareciendo más cubano, y es todavía, efectivamente, para nuestra desdicha, más cubano que la sinceridad de Casal. La vitalidad de nuestra naturaleza es la del Diario de Campaña, no la que se observa desde un portal o desde la ventanilla del tren.

Martí y Casal son unívocos -ni luz ni sombra- desde el momento en que Martí busca la verdad y desde el momento en que Casal no se engaña. Desde el momento en que Martí nombra lo profundo de la sierra, y Casal hace silencio y no intenta extraer de la fachada, de lo fácil, ninguna imagen suprema. Para merecer a Martí, para apuntarlo como objetivo, tenemos inevitablemente que asumir a Casal, su descarnada honestidad. No hemos superado la exigente prueba de Casal, y ya queremos derribar a Martí.

Estamos todos sentados a la mesa. La bulla es interminable. Todos comemos y agarramos el cerdo con las manos y nos pasamos la yuca de plato en plato y luego chupamos nuestros dedos con deleite, para que la saliva elimine ese incómodo y translúcido rastro de grasa. Algo intuimos: el sabor de nuestra comida no es finalmente el sabor de nuestra comida sino el sabor de nuestro ánimo, de nuestra disposición para el convite. Nos alimentamos de fraternidad.

Entonces alguien hace un chiste, un chiste que no podemos oír, y que solo Casal, quien de repente es el anfitrión, puede sopesar. Casal, desde su silla principal, lanza una carcajada, una carcajada sana, jovial, lo que se dice una carcajada cubana, pero que poco a poco, ante nuestra indiferencia, antes nuestro absoluto desentendimiento, cobra signos de maldad, signos de horror, una carcajada que ya no parece de ningún país, una carcajada que tiene un significado, que desemboca en una hemorragia, y que es una carcajada genuinamente cubana por más que la queramos ocultar.

Mayo del 95 no existe todavía. La guerra tampoco. Estamos varados ahora mismo, perplejos, nonatos, ciento veinte años y días después, en la noche del 21 de octubre de 1893, presas del venenoso silencio que siempre sucede a nuestras fiestas, con un muerto en la mesa, manteca en las uñas, y descubriendo abruptamente el reverso de nuestra felicidad.

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