Centro de gravedad

Mapa de América de Sebastian Munster. Siglo XVI

Mapa de América de Sebastian Munster. Siglo XVI

Hay una evidente pero aún así extrañísima conexión entre el tiempo y los lugares en que ese tiempo, para nosotros, transcurre. De niño, cuando tenía que viajar de Cárdenas a Colón, en una máquina de alquiler, padecía un incomodísimo asombro al comprobar que en solo 45 minutos podía cambiar de un sitio a otro y que ese cambio traía, consigo, nuevas personas, nuevas fachadas, nuevas voces y esquinas. Asistir a esos trueques abruptos, lo juro, me provocaba una soledad tan injustificada –y tan inmerecida, pues yo era un niño extremadamente básico y feliz–, que nunca he sabido interpretar el por qué.

Sin embargo, una de las características de la soledad, para que sea soledad, es que resulta imposible explicarla. Es el más corrosivo de los contrincantes. Si intentamos combatirla con el arma menos endeble posible, la palabra, rápidamente caemos en el ridículo. Pero si no la retamos, no existimos. Vencer la soledad, es desaparecer. Pero desaparecer es fracasar. Dylan lo sintetiza mejor que nadie: “Ella sabe que no hay éxito como el fracaso, y que el fracaso no es ningún éxito.”

Bartleby, el arquetipo de Melville que rechaza con firme cortesía cada tarea extra que le encarga su jefe, que luego se niega incluso a realizar su trabajo (era copista o mecanógrafo), que no profiere una palabra y que finalmente se deja morir de hambre, es el héroe indiscutido de muchos, incluyéndome, pero nadie tiene la valentía de ser Bartleby. De hecho, si Melville hubiera tenido la valentía de ser Bartleby, no hubiera escrito su relato. Simplemente se habría callado la boca.

Digo todo esto porque cuando volé de Miami a La Habana, 40 o 45 minutos de trayecto, me envolvió la misma sensación de desconcierto que solía aparecer en mis viajes entre Colón y Cárdenas. Dos lugares que, como toda Cuba, no pueden ser más parecidos, y que, justo por eso, reafirman mi tesis.

O sea, cero nostalgias, cero desengaños o ilusiones, cero diferencias entre Primer y Tercer Mundo, cero personas que abandono o que me esperan. Me refiero a una ruptura, digamos, metafísica. Con solo un brinco, podemos estar en otro lugar, y ese lugar es, más que todo, otro tiempo. Se puede, en muy breve tiempo (tres cuartos de hora, por ejemplo), pasar de un tiempo a otro. No me imagino, ya que estamos, lo que podría sentir alguien que viaja al espacio o al fondo marino y asiste, de modo simultáneo y también sucesivo, a muy semejantes y a la vez distintas edades biológicas y físicas.

Lo que los viajes entre Cárdenas y Colón o entre Miami y La Habana me han enseñado, aún desde la nada absoluta que son, es que lo lejano está tan terriblemente cerca, que habría que crear una especie de poderosa conciencia para asimilarlo.

La velocidad del mundo moderno es conscientemente irracional porque sigue resultando demasiado fuerte despertarse en Shangai y acostarse en Chicago. Exactamente el mismo abismo –tan fácil, sin embargo, de cubrir– que hay entre usar la palabra y permanecer en silencio.

Mi columna de la semana pasada, que no fue ninguna, es idéntica letra por letra a esta columna (si mi editor fuese Borges, estoy seguro que también me pagaría el texto en que decidí callar). El mejor Bartleby que conozco, Lezama, habló hasta por los codos, pero no se movió, literalmente, de su sitio. Hay, no obstante, un alarido impertinente en su quietud; un puño mudo en su catarata verbal.

Uno va a seguir pasando de una ciudad a otra, o va a seguir sobreviviendo un día y otro, y va a seguir pensando lo mismo de siempre: que no había nada, ni religión, ni sujetos, ni país antes de nuestra llegada, que todo ha sido dispuesto como una coartada para nuestro minúsculo y poco importante despliegue, y que ese privilegio lo pagamos con que también somos la coartada de los otros.

En Boyhood, impresionante película, el muchacho dice en la escena final: “Es como si siempre fuera ahora mismo, ¿sabes?”

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