Che

Foto: Alberto Korda

Foto: Alberto Korda

Digámoslo ahora, que estamos en octubre. Que la biografía de Jon Lee Anderson sobre el Che Guevara no se haya publicado en Cuba es otra muestra contundente, una más, de cómo la Revolución también termina siendo enemiga de sí misma. Incapaz siquiera de albergar y promocionar un retrato feliz –esto es: verosímil– de su símbolo más rentable.

Que en Cuba no se promuevan textos que no sean hagiografías no es noticia, ni tampoco que el anticastrismo considere punitivo, de antemano, el solo intento de biografiar al Che, como si no lo mereciera. El profundo rechazo que me inspiran los bandos clásicos del guirigay cubano no estriba tanto en un simple desacuerdo de criterios (muchas veces, pueden tener razón), sino en la peligrosa vocación que ambos comparten: un afán desenfrenado por arrimar la historia a sus orillas. Por sanearla, plagiarla, erigirse sobre el relato construido.

De ahí que la biografía de Anderson se haya repasado en el mundo entero menos en Cuba (mi idea de Cuba incluye al exilio). Pero hay una razón por la que no recibió, más allá de alguna que otra reseña espaciada a lo largo de casi veinte años, nuestra consabida batería de insultos, marca registrada de la casa. Y es que se basa en una minuciosa investigación, y resulta francamente difícil mellar solo con opiniones los exclusivos méritos reporteriles que sostienen el libro.

Anderson fue quien, en noviembre de 1995, obtuvo del general retirado Vargas Salinas la información de la zona específica en la que habían enterrado al Che, y fue además el primer periodista que autorizado por Aleida March contó con acceso directo a los diarios inéditos del guerrillero.

Al parecer alguien –desde el seno mismo del poder, y sabiendo que hay algo más invaluable y beneficioso, incluso para la Revolución misma, que su tragicómica idea de la pulcritud– actuó por una vez con la sensatez suficiente y decidió franquearle las puertas al sujeto indicado, y no a un vulgar vocero que purgara los contradictorios apuntes y notas escondidas hasta el momento en algún misterioso gavetero.

Todo esto, que puede parecer bohemia vieja, lo menciono porque yo, pionero de alcurnia, solo vine a leer la biografía hace bastante poco. Y hay, en alguna página, un párrafo que es una cápsula. Anderson extrae de uno de los diarios la siguiente confesión, hecha justo antes de que los acontecimientos se precipitaran y el Che pasara de ser un aventurero molesto con el imperialismo a un guerrillero implacable y un dictador de conciencias: “Todos ellos, todos los inadaptados, usted y yo, por ejemplo, morirán maldiciendo el poder que contribuyeron a crear con sacrificio, a veces enorme. Es que la revolución, con su forma impersonal, les tomará la vida y hasta utilizará la memoria que de ellos quede como ejemplo de instrumento domesticario de las juventudes que surjan.”

No sabemos si el Che llegaría a arrepentirse de tan escalofriante premonición, porque son justamente esas reflexiones introspectivas, y la evidencia de su profunda soledad interior, sentimientos que en lo adelante reprimirá por no considerarlos dignos de su empresa. No obstante, hay fogonazos donde su carácter, aparentemente contradictorio, cobra inusitada armonía. La foto de la Coubre es un apretado compendio de su furia como estadista y su confusión de inadaptado. Hay rabia en su cara, cierto, pero también hay susto.

Ignoramos por qué en el momento de las definiciones el Che puso a pelear entre sí sus dos fuerzas impulsoras, que no tenían necesariamente por qué enfrentarse: la que lo llevaba, digámoslo rápido, a leer a Neruda o a Vallejo o a escribir un breve textillo como La piedra, y la que lo hostigaba por su pasividad ante las injusticias concretas; pero todo esto puede explicarse a partir de detalles inofensivos, como lo es sin dudas el sospechoso dato de que a su primera hija, Hildita, la llamara “mi pequeña Mao”. Ya desde entonces tendía sobre su ternura un manto de nomenclatura partidista. La disfrazaba.

El Che ideologizó semejante ejercicio de purga, estandarizó sus irrestrictos métodos de consagración individual. Bien que hemos padecido hasta hoy las consecuencias del Hombre Nuevo, la fila de epígonos. El marxismo le fue reduciendo los marcos, poniéndole ojerizas. Le alcanzó para –después de contribuir como nadie a la radicalización del proceso revolucionario, y lanzarnos casi de inmediato al eje gravitatorio del Este– pelearse con los soviéticos, simpatizar con los chinos, desconfiar de los chinos, asumirse solo, saber que era el chico incómodo del socialismo mundial, la irredenta oveja negra, el kamikaze apuesto, pero no para lo que parecía más fácil: no parametrar a la gente por sus supuestos potenciales, o no, como comunistas constructores del porvenir luminoso. Argumentó que una muerte era necesaria si evitaba otras muertes futuras, sea lo que esto signifique. A partir de determinado punto dejó de ver personas en las personas.

Más que frugal, llegó a convertirse en una máquina, y creyó perfectamente posible que todos podíamos serlo. Pensarlo, repasar sus actos, su actitud, mete miedo. Parecía ungido, obrero-soberano de un reino postcapitalista que prosperaba en su cabeza a velocidades absurdas. Para la culpa que le provocaba formar parte del corrupto andamiaje universal –los rejuegos diplomáticos, las concesiones políticas, la vida asentada– no encontró más bálsamo que esa danza directa hacia la muerte que emprendió, mucho antes de que la guerrilla boliviana se convirtiera en un cadáver andante. Su objetivo mayor era irrealizable, pero en él encontró cobijo. No es que lo hayan dejado solo, es que, desde siempre, el Che lo estuvo.

Nadie, supongo, ha tenido más ganas de vituperarlo que Félix Rodríguez, el agente de la CIA que se puso entre ceja y ceja capturarlo. Dice Rodríguez, sin embargo, que nunca había padecido asma en su vida y que después de la Higuera el asma se le contagió. Dice que dejó de odiar al Che minutos antes de que lo asesinaran. Y que mientras se retorcía en el suelo, atravesado por las balas, el Che se mordía la muñeca para no gritar.

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