Consecuencias del mal gusto

El mal gusto –texto de Rogelio Orizondo y Marcos Díaz, con dirección del propio Díaz y de Moritz Schonecker- es en realidad el buen gusto. Yo llegué a la puesta –en una de las salas del Brecht- varios minutos tarde, pero me gustaría decir que hay ciertas obras a las que uno puede llegar tarde sin ningún problema, y me gustaría también que lo dicho, contrario a su uso más frecuente, se tomase como un cumplido.

En la obra hay un delegado. Hay también un crucero. Un crucero, hasta donde supe, no varado, no a todo vapor, no tomando el sol del poniente, sino un crucero en pleno naufragio. Con tripulantes, supongo, que se metieron en la boca del lobo a posar como turistas y que van a terminar ahogados o, en el mejor de los casos, maltrechos y marcados por el signo de la tragedia. En la obra alguien tira contra la lona una bolsa de yogurt, creo que una pionera, y ese estallido de alguna manera nos quiere decir algo. Tal vez nos quiera alertar, tal vez nos quiera confundir, o tal vez nos quiera convocar o enardecer, en la muy reducida medida en que una pieza de teatro puede convocar o enardecer.

Lo que yo vi en ese estallido, digámoslo a lo grande, fue un espejo de mis más oscuras pasiones y de mi rabioso forcejeo con este país (por cierto, hace poco leí en algún periódico que el uso del pronombre demostrativo “este”, cuando nos referimos al país, es un uso que si bien gramaticalmente no está mal, sí lo está éticamente (sic), porque para referirnos al país tendríamos que hacerlo siempre, so pena de grave delito, con el pronombre posesivo “nuestro”, lo cual demuestra, muy a su manera, algo que ya sabían los estructuralistas: la enorme carga política que reside en el lenguaje).

Pero hay otras pistas. Esa es la bolsa de yogurt con que los estudiantes de secundaria almorzábamos en mi época (no sé si será también la de los estudiantes actuales). Esa es la bolsa de yogurt cuya venta, según se lee en la bolsa y en el programa de la obra, ha sido liberada. Es decir, que es una bolsa que se puede comprar. Que antes no se podía comprar, porque su venta estaba presa, pero ahora sí. Hay una pregunta que me gustaría hacer, y que no sé si viene al caso, pero que igual voy a tomarme el atrevimiento de hacerla, teniendo en cuenta que este un texto que habla del mal gusto, por lo que las digresiones son no solo permitidas sino también potenciadas.

La pregunta es esta: ahora que la bolsa de yogurt ha sido liberada, ¿los estudiantes de secundaria podrán seguir almorzando con ella? Es una pregunta que se presta para las alegorías, pero que yo, lo juro, la estoy planteando de forma literal. Si tenemos la respuesta para esa pregunta, la tendremos luego para todo.

En la obra hay, además, un oso pardo. Casi cada personaje, desde el político hábil con el galimatías hasta el capitán del crucero, menciona al oso pardo. Cada cual intenta protegerlo. Llegamos a sospechar que, cuando los personajes nombran al oso pardo, no se están refiriendo al mismo oso pardo, por más que ellos crean que sí. Que definitivamente al término “oso pardo” el político le asigna una figura o un concepto distinto al que le asigna el capitán del crucero, y que en ese leve desconocimiento del otro radica la esterilidad de los diálogos, y la esterilidad del polifónico parloteo nacional.

El oso pardo como el objeto de veneración. El oso pardo como un credo muy particular. Dice el excelso David Foster Wallace, en su discurso del año 2005 a los estudiantes que se graduaban del Kenyon College: “En las trincheras del día a día de la vida de un adulto, no existe el ateísmo. No hay tal cosa como la ‘no-veneración’. Todo el mundo es creyente. Y quizá la única razón por la que debamos cuidarnos al elegir qué venerar, cualquier camino espiritual –llámese Cristo, Allah, Yaveh, la Pachamama, las Cuatro Nobles Verdades o cualquier set de principios éticos– es que, sea lo que sea que elijas, te devorará en vida.”

De tanto invocar al oso pardo, de tanto descuidarlo, el oso pardo nos ha devorado en vida. He ahí el centro de El mal gusto. El resto de la puesta no hace más que potenciar esta idea. Raperos que desgranan letras desternillantes. Un dual meet del flou entre el policía y el delincuente. O ciertas líneas capsulares tan propias de los textos de Orizondo, a las que yo me he aferrado incluso en obras suyas a mi juicio menos felices (obras más cargadas de la hojarasca escatológica, donde lo prosaico se me vuelve retórico y termina por aburrirme. Aun así, de los escritores jóvenes cubanos, Orizondo, y el excelente y provocador poeta Oscar Cruz, siguen siendo los únicos que, después de meterse en lo sucio a voluntad, lo han sabido abordar desde el fondo. Sabemos, por otra parte, que la mierda se ha vuelto una moda.), no digamos ya en El mal gusto, que me parece en todo sentido un salto de madurez.

Resalto, por ejemplo, aquella que, hablando de MJ, el rey del pop, dice que no hay héroe que sea inocente. Que no hay ícono de la historia de la música que alcance la categoría de ícono siendo todavía inocente. O aquel otro parlamento donde el personaje aclara que a él le gusta la gente que se rasca cuando le pica, un parlamento donde nos invitan a figurarnos a los héroes de la patria cagando en la manigua o en la sierra, sus heces abonando la tierra que los vio nacer, donde nos convocan a poner el ojo sobre ese tipo de cerraduras, a abrir o a echar abajo esas puertas de fondo. ¿Qué puertas? Las de la historia, naturalmente.

A Orizondo le preocupa, y mucho, el pasado del país. Y convierte su preocupación, cada vez con más acierto, en otra cosa. Un detalle curioso. El codirector de la obra, el alemán Schonecker, nació en Tréveris. El mal gusto está lleno de guiños. Todos nosotros a estas alturas somos hijos de Tréveris. Al final caen unos artefactos del techo. Alguien dice: cuidado ahí. El ruido seco, después de tanta agitación, nos estremece. Yo recordé aquella frase de la Abramovic: “La gente no comprende que lo más difícil es hacer algo que parezca nada.”

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