Décimas por el Festival de Cine

Diciembre, cine presente.

La Habana se descontrola.

Es la vida una cabriola

de la comedia silente.

Nunca acude tanta gente

al ring de la sala oscura.

Como un ojo que madura,

el cine guarda un detalle

que no lo sabe la calle

ni la monserga de un cura.

 

El cine es soledad pura

y es comunión con el resto.

Pero es también el pretexto

para más de un caradura.

Hay quien dice que es locura,

y hay quien que malabarismo,

cuando observa el paroxismo

tristemente condenado

de un oficio tan sagrado

como el bíblico onanismo.

 

Yo me prometí a mí mismo

hacer mutis por el coro

y repetir como un loro

lo que publique el diarismo.

Si caemos al abismo,

aplaudo como el primero

a nuestro cine pionero

en el concepto abisal

del barroco audiovisual

o del inmóvil viajero.

 

Soportaré el aguacero

en nombre del continente.

La Habana es el viejo puente

del nuevo cine. Potrero

donde aletea el jilguero

y descansa la potranca.

A mí dadme una palanca

y dadme el horror del mundo

pero no el tedio profundo

de retransmitir Lisanka.

 

Dadme, de los Juan, el Muerto.

Y de Conducta, Carmela.

Que es nuestra superabuela.

Dadme el criterio de experto

que me desnuda lo incierto

y me ilumina el después.

Si aún se yerguen mis pies,

rocíame con Cremata.

Y si el trance no me mata,

inyéctame Omega 3.

 

La vida pasa a través

de una pantalla mayor.

El cine es como el dolor

de un mar volcado al revés.

El cine es también su envés.

Un alma de mil retazos.

Es el silencio hecho mazo.

Es el niño de Cinema

Paradiso, aquel poema.

Cinta que junta pedazos.

 

Parece que un largo brazo

nos apretara los huesos.

Mujer que ofrece su beso

y rechaza nuestro abrazo.

El arte es como un mazazo

que no se deja apresar.

Y el cine es un viejo bar

donde dos amigos pobres

pagan monedas de cobre

a un viaje crepuscular.

 

Y yo digo que, a pesar

de lo que el lerdo sospecha,

el Festival es la brecha

que me permite sanar.

No nos perdona faltar

a su comunión gratuita.

Diciembre aleja la cuita

y, tal como fue costumbre,

La Habana se vuelve lumbre

y no su sombra marchita.

 

Oigo el tumulto que grita.

Veo el trasiego constante.

La eternidad del instante

en que algo resucita.

El rumor se precipita.

Entre la sombra y la luz,

entre la gloria y la cruz,

hay actores recurrentes.

Rostros que ama la gente.

Darín, Laura de la Uz.

 

Pero todavía más

yo amo la prole innombrable.

Su desenfado admirable

y su lluvia pertinaz.

Son, sobre todo, disfraz.

Transmisor de eso que anda.

Hay gente que va a la tanda

no por el largometraje,

sino para estrenar traje

y amarrarse la bufanda.

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