Del beisbol

El beisbol es casi la única cosa ordenada en un mundo muy desordenado. Si tienes tres strikes, ni siquiera el mejor abogado puede sacarte de este lío.
Es un juego diseñado para ser saboreado, no para atragantarse con él. Tienes tiempo de discutir entre cada lanzamiento y entre innings.
Bill Veeck.

El beisbol es un sistema. Y todo sistema, como bien sabemos, permite a través de sus reglas una alegoría de la vida. El beisbol es un mapa de la realidad, una representación lo suficientemente extensa y lo necesariamente breve como para que uno pueda transitar de la euforia al fracaso y del vértigo al tedio, incluyendo otra infinita cantidad de estadíos posibles, sin que ello implique ninguno de los dos extremos en que se mueve la turba contemporánea: la irresponsabilidad de la ligereza, el culto de lo inmediato, o, en su defecto, el sopor de los protocolos; de lo grave y lo solemne.

El beisbol no es ni tan aburrido ni tan entretenido y exige un esfuerzo del espectador. No permite, habría dicho Cortázar, un espectador hembra. El tenis demora, incluso más que el beisbol, pero no es tan complejo, no esconde ni por asomo toda la gama de combinaciones que encierra un terreno de pelota. El voleibol es básico, mimético. Si el voleibol no fuera un deporte, sino cualquier otra cosa, digamos un intento de arte o un programa de gobierno, ya habría fracasado por predecible. El básquet necesita un poco más de atención, pero uno termina aprendiéndolo rápidamente, lo único que salva al básquet es su espectacularidad. El fútbol, en cambio, detengámonos aquí, es vertiginoso, no da tiempo a pensar.

Hay toda una escuela filosófica alrededor del fútbol, todo un interesantísimo corpus poético que ha llegado a ser cierto y que al menos yo examino con fruición, porque lo único que precisa la poesía es un pretexto, y al final la literatura del fútbol de lo que menos habla es de fútbol. Bueno, eso es exactamente lo que hace la literatura, nunca hablar de lo que aparentemente está hablando.

La razón principal del éxito del fútbol es, sin embargo, bastante práctica, una razón política: encaja como anillo al dedo en los patrones de la época. Entra en sintonía con la televisión, con los tweets, con los aviones, con los incansables cintillos de noticias, con el pop, con la perenne agitación del marketing. Todos estos dioses de la premura que carecen de altar porque no alcanza el tiempo para construirlo. Una religión que pasa del ritual porque su ritual es precisamente no tener ninguno.

Para mí el fútbol es un derroche -un obsequio- hasta que intentan imponérmelo como modelo solo porque ha tenido éxito. El ritmo del beisbol es otro. No los tweets, sino los telegramas. No los cintillos de noticias, sino los mensajeros pueblerinos. No el pop, sino lo sinfónico. No el marketing, sino los pregones. Pero nada de esto quiere decir que no sea verdadero. No hay ningún deporte más verdadero que el beisbol, porque ningún deporte excepto el beisbol hace que nos cuestionemos su existencia. Uno llega a preguntarse, como en ningún otro espacio, si todo eso tiene un sentido, si semejante complicación merece público, si tantas reglas enrevesadas merecen complicidad, si vale la pena tanta espera, tanto letargo, tanta lasitud, para presenciar luego, durante escasos segundos, un fildeo o un swing desproporcionado, la sorpresa de una slider.

Es tan hermoso seguir el recorrido de una slider veloz, una slider a ochenta y siete u ochenta y ocho millas, que parece una recta lenta, un envío ordinario, y que a última hora gira el timón, como si un dios oculto, un dios ebrio, viajara en sus costuras. Es tan hermoso ver cómo el bate –ese castigador- no encuentra la Rawlings o la Mizuno, como del acto primitivo de lanzar algo, el hombre ha producido el milagro de la slider, de lo escurridizo y lo astuto. Una slider es como La noche bocarriba -el cuento de Cortázar- leído a los dieciséis años. No nos parece que un cambio tan inesperado sea posible.

En mi idea de lo sublime, ocupa un lugar principal Norge Luis Vera, toda su endiablada inteligencia y su pulso sereno colocado a la altura de las rodillas. Son tan inapresables los clímax del beisbol, que cuando uno cree que todavía acontecen, en realidad ya acontecieron (¿les recuerda algo?). Por esta razón, por esta incontrastable levedad, el beisbol carece, más que ningún otro deporte, de sentido. Pero recordemos la máxima de Cioran: “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única, en realidad.”

En el fútbol hay una supresión de nuestros males, de lo que nos acoquina, de lo que no queremos saber, todo es encapsulado y ascendente, pero el beisbol nos lo restriega en la cara constantemente. Puede ser muy chejoviano, nueve innings en los que no sucede nada. El fútbol es homicida, el beisbol es abrumador. El fútbol –sigamos en la cuerda literaria- es Hemingway, y el beisbol es Faulkner. “Algunas personas se quejan porque leen sus libros dos o tres veces y no los entienden. ¿Qué les recomienda a esos lectores?”, le preguntaron al Dios de Yoknapatawpha. “Que los lean cuatro”, respondió. El beisbol no puede entenderse si no es después de la cuarta vez, por eso es casi imposible que se globalice. El fútbol depende mucho más del genio, del héroe, una idea –la del héroe- que mientras más la necesitamos para sobrevivir, más falsa parece. El beisbol, por su parte, es más armónico y democrático, depende de la colectividad.

Ernie Harwell, antológico comentarista de los Tigres de Detroit, decía que el beisbol es ballet sin música, drama sin palabras. No hay más exacto reflejo de un pas de deux que ese siniestro rolling por encima de segunda; una bola dura y arrastrada -cepillando en su trayecto la yerba y la conciencia de los peloteros-, atrapada in extremis por el short stop, pasada del guante, desde el suelo, al segunda, para que este devuelva a primera en un doble play apto únicamente para selectos y fieles espectadores del Royal Baseball Classic.

Aunque a ciencia cierta, el beisbol –los buenos deportes- superan al arte y a la literatura. El arte todavía batalla para que no le exijan compromisos políticos o propuestas sociales, para que no la midan con los raseros del positivismo. El deporte nunca ha padecido ese estigma. El beisbol habita en la inconsecuencia de la palabra. La estrategia ensayada es solo otra incertidumbre, uno de los tantos rostros de lo posible.

El arte sabe que es arte. Sabe, con demasiada lucidez, que sus propuestas no irán a mayores, pero finge creerlo. El deporte no sabe que es deporte. Desconoce su falta de carácter, su única encomienda de mero entretenimiento, de simple relleno. Por eso, y dispensen las simetrías, el arte se parece a la muerte y el deporte a la vida. El arte: lo eterno. El deporte: lo volátil. El arte: la parábola. El deporte: la impostura. El arte: a lo sumo, Van Gogh, Bach. El deporte: cuando menos, un juego de muchachos, una espontaneidad. El arte: la búsqueda de la perfección. El deporte: la búsqueda de la perfección y la pertinencia del desliz.

Si uno es capaz de prestar atención durante tres horas o tres horas y media, si uno adquiere esa sabiduría física –no espiritual-, esa erudición del instante, si uno acumula la paciencia para esperar la luz, y esa paciencia se parece a la paz, y si la luz no llega y el tiempo perdido no nos decepciona ni nos pesa, podemos decir entonces que hemos empezado a traducir el lenguaje del beisbol. Yo lo amo profundamente. No hay mayor ejemplo de sobrevida que un extrainnings, ni símbolo más exacto del suicidio que el squeeze play.

Foto: tomada de Gotas de Luz

Salir de la versión móvil