Del reguetón y otros demonios

Una ola de rumores, inquisitorios o no, ha destapado en las últimas semanas el tema del reguetón. Se habla de su prohibición, de su regulación, las agencias extranjeras se hacen eco de los comentarios y publican que Cuba entrará en fase de Torquemada melódico, pero parece que nada ocurrirá.
Por suerte. La saturación y la indecencia artística del mal reguetón es insoportable, pero la censura bruta es un negocio tan perverso que, bien lo sabemos, convertirá en héroes a individuos sin mínimas posibilidades de trascendencia, cantantes que ni siquiera merecen mayor atención.

En coyunturas desvirtuadas han hecho su primavera, pero no son culpables. Aprovechan sus quince segundos de fama y componen exactamente lo que piensan, lo que después le promoverán, lo que vende a granel y lo que los hará top five en las radios, la televisión, las rutas locales y las actividades pioneriles.

Incluso aunque no fuera mal negocio, la censura siempre apesta, porque es expresión de prepotencia, la solución, por la fuerza, de lo que debió resolverse con civismo o astucia. Los censores son, en Cuba, una plaga tan extendida como los malos reguetoneros, aunque decir malos reguetoneros sea una expresión casi tautológica. O sea, se enfrentan dos cuerpos mediocres en una pelea decadente. Resultado: trágicas comedias como las de Osmany García, su video clip y las instituciones reguladoras. (Paréntesis: ¿No sabía Osmany García, al autoproclamarse “La Voz”, que existió un tipo llamado Frank Sinatra?) A esto debe sumársele la fauna culterana a la vuelta de todo, graciosamente mozartiana.

Yo creo, por ejemplo, que del reguetón salió el grupo más influyente de la música latinoamericana en los últimos años. Pero el arte, entre otras cosas, es un espejo, y Calle 13 dice lo que tiene que decirle a la gente en el modo que se lo tiene que decir y luego, artistas como son, pueden darse el lujo de los Grammy y de la jocosa irreverencia. El reguetón cubano es un espejo incómodo, pero porque rompamos el espejo no vamos a componer nuestra imagen real.

¿Qué hace que no aparezca en Cuba un reguetonero verdaderamente determinante como para callarles la boca a los inquisidores, a los eruditos y a las agencias extranjeras? Todos los ritmos populares sufrieron en su momento el acoso y el desprecio de la vieja guardia. El mambo, por ejemplo, lo sufrió. El problema del reguetón no es un problema del género, es un problema de los intérpretes, es un problema del país. Y se escucha alto porque la estridencia es la forma de escuchar lo indigente.

Esos reguetoneros impostados, pésimas copias de pésimos originales puertorriqueños, no merecen que los censuren porque la única censura efectiva, al menos por el momento, sería arreglar la difusión de nuestra cultura popular y recordarles a los muchachos del preuniversitario en la calle que también hay mundo –indeciblemente placenteros y ciertos- más allá de los tipos cabrones y las gruesas prendas de brillo desquiciante.

Las otras soluciones ya serían un poco más trabajosas. Quistes sociales que requieren economía y lirismo, un nuevo esplendor. En el círculo vicioso de los cuatro pesos, los reguetoneros se contratan porque son los que más dinero recaudan y los que más se oyen y cómo son los que más se oyen entonces hay que contratarlos porque son los que más dinero recaudan.

Cuba debe resolver un par de temas esenciales y, si tal cosa ocurriera, veremos entonces cómo todos los reflejos irán tomando su cauce. Cómo el reguetón no homogeneizará los medios de difusión, cómo los no-músicos se irán con su no-música a otra parte, y cómo en los Lucas, a pesar de los años, el premio de la popularidad lo ganará los Van Van y no los siniestros Ángeles de la Bachata.
 

Salir de la versión móvil