El buen verso, el mal verso y el caos

No me gusta –y nunca me gustó nada- Oliverio Girondo (lo digo porque por estos días se cumplen ciento y tantos años de su natalicio y ya sé que es un mero y ridículo pretexto periodístico, pero no me acusen, las reglas son las reglas). Supongo que si me preguntaran por él sacarían de mí una respuesta similar a la de Rodrigo Fresán cuando le preguntaron por Benedetti. “¿Benedetti? Ughs.” En lo personal, Benedetti me gustó una vez, al igual que Nogueras y Dalton. De Nogueras y de Dalton siempre podré rescatar un par de versos, incluso poemas enteros. De Benedetti creo que no. Todos estos poetas tienen algo en común. Les hacen creer a mucha gente –muchachas enamoradizas y muchachos quebradizos sobre todo- que la poesía es un lugar al que se llega, al que, por tanto, ellos, los lectores, han llegado, y en cuya cúspide, con una estrofa cualquiera de El sur también existe o Cabeza de zanahoria, gloriosamente pueden plantar bandera.

Volviendo al tema que nos consigna. Girondo es el tipo de poeta que pasada una edad no tiene nada que decirnos. Poeta que, eso sí, leído en su momento, bien leído, con fervor, con asombro, podría permitirnos el acceso a la poesía, a vislumbrar o a intuir la poesía de verdad, que no es la suya. Digo esto porque me parece que en algún sentido Girondo es similar a Benedetti y a Nogueras y a Dalton, y porque eso fue justamente lo que me sucedió a mí con Benedetti, Nogueras y Dalton. Amenos y hospitalarios trampolines.

Visitado con desfase, y abandonado rápidamente, no he creído que Girondo tenga algo que mostrar que muchos de sus contemporáneos inmediatos no hayan mostrado más y mejor, sin tanto efectismo. El humor, el desparpajo, la desacralización de la aristocracia literaria y la burla permanente a las solemnes convenciones de la adultez encuentran su expresión máxima en el Joey Kowalski de Ferdydurke. Cierto afán transgresor, en cuanto al leit motiv de sus poemas, cierto aire boedista que Girondo pretende para sí, es mucho más factible, diáfano y (quizás aquí sí valga la palabra) orgánico en el infatigable Raúl González Tuñón.

El ejercicio formal de En la masmédula (libro tardío y prescindible) tiene el tufo de un surrealismo deslavado, o, en el mejor de los casos, el aroma de un mero divertimento, pero nunca la consistencia ni la fortaleza del hallazgo poético que Girondo cree que es. El descoyuntamiento del lenguaje, la ansiada autonomía de la palabra, la instauración de nuevos códigos de lecturas, son aspiraciones que nosotros podemos intuir más legítimas, y, si se quiere, más cercanas al éxito, en la literatura de Macedonio: su uso del hipérbaton, y una sintaxis trastocada, agónica, como en aquel poema, Elena Bellamuerte: “Yo sabía muerte pero aquel partir no./ Muerte es beldad y me quedó aprendida/ por juego de niña que a sonreída muerte/ echó la cabeza inventora/ por ingenios de amor mucho luchada/”.

Ricardo Piglia apunta que entre las obsesiones de Macedonio destacaba la “creación de un nuevo lenguaje como utopía máxima: escribir en una lengua que no existe.” De ahí, probablemente, sus largos y consabidos silencios, sus legendarias temporadas sumido únicamente en el fragor de sus pensamientos. Esto trashuma una moraleja. O más bien un truco. No hay renovación, construcción de un nuevo sentido, tarea titánica sin pathos. Vallejo en Trilce. El propio Macedonio, derrotado. Mallarmé. Lezama. Burroughs. Y Girondo como que parlotea en demasía, tremendista y chillón en un terreno donde los sujetos que alcanzan la eficacia la alcanzan más bien después de un punzante acto reflexivo. Girondo va de la lengua para afuera (“lívido engendro digo de puna/ que enquena el aire/ y en uniqueja isola su yo cotudo de ámbito telúrico”), glíglico cortazariano, malabarismo, cuando todo parece indicar que el viaje real -o el más duradero, porque uno, en suma, puede viajar hacia donde mejor le parezca- es de la lengua para adentro; un viaje adámico, que no combate ninguna convención, porque es anterior a todo. Que no busca otorgarle un nuevo sentido al discurso, porque siempre lo ha tenido.

Estos, sin embargo, son argumentos posteriores. Girondo es un poeta que me desagrada desde antes. Y básicamente por dos razones extraliterarias. Una, no obstante, se la debemos agradecer. La otra no. La primera, la que le debemos agradecer, la cuenta Fabián Casas, en el tramo final de una crónica suya. Es 1926, Buenos Aires, y el grupo Florida convoca a una fiesta en nombre de Ricardo Güiraldes. Borges asiste acompañado de Norah Lange, una pelirroja con aire de la Metro, hacedora de versos cortos, que era su protegida. Pero Norah se sienta, esa noche, cerca de Girondo, quien recién había llegado de París, repleto de anécdotas y vicisitudes, con un montón de ideas osadas y proyectos vanguardistas que compartir. Norah se enamora perdidamente de Girondo, y en febrero de 1929 rechaza definitivamente a Borges.

Febrero de 1929, nos recuerda Fabián Casas, es la fecha en que muere Beatriz Viterbo, al comienzo de El Aleph. Y todo parece indicar que es después de este fracaso amoroso que la literatura de Borges da el salto definitivo, ese salto enorme en la inmensidad. En 1932 vendría un volumen de ensayos, Discusión, y en 1935, Historia universal de la infamia. Casas concluye su crónica de modo categórico: “Borges sufría pero estaba escribiendo como los dioses. Convertía su dolor en aventura. Así que en ese candente instante en que una de las chicas Lange dijo “este sí, este no”, nosotros tuvimos al Borges que nos rompió la cabeza.”

Girondo le levantó la novia, y eso nos molesta un poco, pero si finalmente resultara cierto que a sus maneras de conquistador debemos libros como Evaristo Carriego y Ficciones, ya Oliverio Girondo tiene más que justificado su paso por el universo, e incluso se le podría permitir, como se lo permitimos, la gratuidad de varios cuadernos de poesía. Hasta una película como El lado oscuro del corazón la podríamos aceptar. Y he aquí la otra razón de mis desavenencias con Girondo. Sí, exacto, ese primer poema de Espantapájaros, ampliamente difundido, con el que Subiela abre su diletante filme.

“No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija (…) ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.” Puaf. Si por lo menos lo dijera literal, pero lo retorcido del caso es que se trata de una metáfora. Lo que Girondo quiere decir es que no le interesa si las mujeres son feas o no, si no que tengan, cómo definirlo, ¿algún tipo de sensibilidad? ¿Es eso a lo que se refiere? Ya nos imaginamos a una cohorte de monjillas púdicas, que quizás no sean feas, pero que simplemente atraviesan por una mala temporada en el amor, procurando aprender el peripatético arte de volar. Que no es probablemente otra cosa que convertirse en una atorrante snob, dispuesta todo el tiempo a charlar sobre lo que se supone son temas importantes, tópicos que por su naturaleza permitan levitar: Von Trier, Jarmusch, Faulkner, Lecuona, Fernando Ortiz, Ítaca. En fin, basura.

Girondo miente, lo sabemos. Si hubiera preferido a alguien que supiera volar, si verdaderamente hubiera preferido a alguien que supiera volar, pues Girondo sencillamente habría conquistado a Borges, y no a la señorita Lange. Miente, y con ello se vuelve el poeta predilecto de las golondrinas fogosas y necesitadas que hacen verano con las fotos de Adam Levine, o que se largan a comentar y debatir profusamente sobre los muslos, el torso o el cabello de CR7.

Su poema tiende a perpetuar entre las resentidas otra graciosa forma de discriminación, la que le niega a los cuerpos escultóricos la posibilidad de volar, sin beneficio de dudas. Ninfas necesariamente iletradas, diríamos. Aunque al prodigio físico tal estigma no le interese, porque al prodigio físico, al fin y al cabo, le sobran versos. Guillén diciendo: “Tu vientre sabe más que tu cabeza/ y tanto como tus muslos”. Gonzalo Rojas diciendo: “…cuando hablo con tu rodilla y me encomiendo/ a un vellocino así más durable/ que el amaranto”. O el magnífico Millôr Fernandes sentenciando: “La belleza es inteligencia a flor de piel.”

Hay, sin embargo, un opuesto más explosivo al poema de Girondo. Políticamente incorrecto, pero eficaz como verso. Aún corriendo el dulce riesgo de que las feministas furibundas aparezcan en tropel, me permito citarlo, porque escuece callárselo. Si me van a acusar de misoginia, pido, por favor, como el protagonista de La grande belleza, que no me reduzcan y lo hagan entonces de misantropía. En la primera temporada de Californication, Hank Moody le pregunta algo a su padre, no recuerdo qué. Entonces el padre, con gesto sabio, se acerca al hijo, y casi confesándose le responde todo lo que merece que le respondamos a las majestuosas líneas del dúo Girondo-Subiela: “La vida es demasiado breve para bailar con las gordas”.

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