El pozo lleno

José Ariel Contreras

José Ariel Contreras

Sobre las seis de la tarde, aquel jeep gris con caparazón de carro de funeraria dobló la esquina a vuelta de rueda: justo a la melodramática y compungida velocidad de los entierros municipales, que desenfundan pañuelos y alargan el pesar quizás con la esperanza de que el muerto resucite durante la peregrinación al foso. Pero el jeep gris no traía, por suerte, ningún muerto.

La gente fue saliendo de sus casas, asomándose a los portales y sumándose al recorrido con pronunciadas algarabías y llantos de felicidad. O, tal vez, de incredulidad. Al jeep gris no había que empujarlo, pero la gente se amontonaba a su alrededor y lo impulsaba, como si verdaderamente tuvieran que echarle una mano. Puestos a conjeturar, es probable que lo que la gente de Las Martinas estuviera impulsando, en realidad, fuesen sus propios traumas y añoranzas, empujándolos por un barranco, deshaciéndose de ellos de una buena vez.

Yo esperaba al final de la calle, y al final de la calle la capa de polvo era tanta y tan densa, que tal parecía que yo empezara en los tobillos. El jeep finalmente se detuvo, una puerta se abrió, y José Ariel Contreras asomó la cabeza. Era el 30 de enero del año 13. Nunca en mi vida he vuelto, ni había estado antes, tan agradecido y tan avergonzado a un tiempo por encontrarme en determinado lugar. No sabía qué hacer. Tenía el alma en vilo. Yo estaba reverenciando ese momento con todas las fuerzas posibles, pero ninguna razón de peso justificaba mi presencia en Las Martinas.

Desde el mediodía, esperaba la llegada de Contreras a su pueblo natal. Una friolera de hermanos, primos, sobrinos y vecinos también lo esperaba. Y lo esperaba lo que había sido una lechona de quinientas libras, reconvertida ahora, por el arte del destajo, en perniles, patas, masas, hígado, rabo, cabeza, y en un caldero de chicharrones crujientes al que yo le había estado dando vueltas con una espumadera de calamina aproximadamente durante media hora, hasta que me cansé y me puse a pelar maíz.

Sobre la yerba rasa del patio, la sangraza de la lechona se había tornado carmelita. La familia me prodigaba esa gentileza desmedida que ya solo puede encontrarse en ciertas zonas rurales, ni siquiera en todas. Respondían a cada una de mis preguntas. Había un vecino de cara redonda, ojos verdes, calvo, que me explicaba cómo y por dónde apuñalar a un cerdo, y me decía que si Jose no llegaba a tiempo y me atrapaba la noche en Las Martinas, podía quedarme en su casa sin problemas. Yo quería quedarme, al menos un par de días, pero temí ser imprudente.

Fui hasta la vega donde Contreras trabajó de muchacho. Me enseñaron la zapata –único rastro vigente– de su primera casa. Me enseñaron la ceiba, o lo que quedaba de la ceiba en la que Contreras jugó de niño. El guía que me acompañó –un veguero de la zona, amigo suyo de la infancia– decía que la ceiba llegó a ser tan grande que ellos jugaban pelota debajo de las ramas y que la sombra que proyectaba la ceiba les alcanzaba para todo el terreno. Me enseñaron el pozo en el que Contreras cargó agua, una vez y otra, cada día de su niñez y juventud. El pozo era, a esas alturas, un hueco negro rodeado de ladrillos, yerbajos, y mal cubierto con tapas de metal.

Pocas cosas hay más tristes que un pozo seco, con algo de agua sucia estancada en el fondo, sin poder secarse ni salir. Sin tierra que la chupe ni cubo que la alcance. En algún momento –recuerdo–, me puse a llorar. No a moco tendido, por supuesto, pero sí a llorar. Yo no sabía por qué estaba llorando, no lo sé ahora, y no creo tampoco que algún día lo vaya a saber.

Hacía poco más de diez años que José Ariel Contreras –el pitcher más grande de la pelota cubana en los últimos veinticinco años– había emigrado definitivamente y había iniciado una exitosa carrera en Grandes Ligas, que lo llevó a ganar un anillo de World Series en 2005, como líder indiscutible del staff de pitcheo de los Chicago White Sox. El día que Contreras abandonó el equipo nacional, en octubre de 2002, la noticia fue dada en televisión. El luto nos desbordó de tal manera que el locutor de turno leyó la información sin injurias de ningún tipo, como si estuviera despidiendo a un héroe de la Patria.

Nadie imaginó nunca, ni sus familiares, mucho menos su padre comunista, que Contreras fuera a emigrar algún día. Nada en su parquedad, en su timidez, indicaba ambiciones extra fronteras. Pero yo tenía, en aquel entonces, apenas doce años. Era muy pequeño para sacar semejantes cuentas. Sin embargo, algo se rompió en mí en ese momento. O algo comenzó a romperse. Como si la realidad se cuarteara por primera vez y dejase entrever que todo no era, ni remotamente, tan perfecto como yo lo creía.

No recuerdo –y quizás tuviera que ver con la edad, pero no me parece– que la salida de ningún otro deportista nos consternara tanto. Fue un antes y un después. Si Contreras, que era la encarnación de la nobleza, se marchaba, cualquiera podía hacerlo. Si Contreras, a quien Fidel Castro había llegado a comparar con Antonio Maceo, se marchaba, no había ya garantía de nada. Y, efectivamente, así ocurrió.

Yo visionaba en mi cabeza, como podía, los ocho ceros a los Orioles de Baltimore en 1999, o los once innings contra Japón en la semifinal de Taipéi 2001, donde apenas permitió una sucia, para concluir que nunca más lo volvería a ver lanzando, y recuerdo que me dolía tanto como una muerte, al punto de que deseaba una revocación inmediata del tiempo. Que alguien, por favor, nos devolviera a la situación previa, que Contreras seguramente no había querido irse, que todo no había sido más que un grosero malentendido, una confusión del as.

Pero Contreras sí había querido. Y Contreras fue, diez años después de su partida, en virtud de las nuevas leyes migratorias que para enero del año 13 aprobaba el Estado, el primer deportista cubano al que se le permitía regresar al país tras haber emigrado y haber hecho carrera como profesional después de 1959. Una combinación –la de emigración y profesionalismo– que le provocaba urticarias al gobierno.

Y aquella tarde del 30 de enero, yo no concebía que la vida me estuviera premiando de esa manera. ¿Quién me iba a decir, en octubre de 2002, a mis doce años, que yo estaría en la casa de José Ariel Contreras el día feliz en que José Ariel Contreras regresaba? ¿Que yo iba a presenciar el reencuentro de Contreras –después de haber pasado por Nueva York, Chicago o Filadelfia– con su sitio más íntimo, un lugar al que una vez tuvo que renunciar radicalmente, sin vuelta de página?

No pensaba en una oportunidad periodística, ni ninguna sandez de ese tipo. Si Alfredito Rodríguez hubiese regresado, yo lo hubiera cubierto igual, incluso, si prometía no cantar, lo habría hasta entrevistado, pero sin grandes implicaciones de mi parte. Y si fuera no Alfredito, sino, por poner un ejemplo, Huber Matos o Zoe Valdés, más de lo mismo. Pero José Ariel Contreras fue justamente la pérdida más grave y el trauma más severo que sufriera un día el niño fanático al béisbol que había sido yo.

Después que bajara del jeep gris, y después que saludara a todos los que lo esperaban, nos sentamos a conversar en la sala de su casa. Él se tomó una cerveza y yo otra (algo que no sale en el video que se regó por ahí, pero que igual me gustaría reseñar). Después yo me comí una suculenta carne de cerdo y Contreras se sentó en el portal, a mecerse, y a mirar quién sabe qué. Después yo me tomé otra cerveza. Y después otra más.

Me dejó probarme su anillo de World Series y también el de Serie de Campeonato que ganara en 2003 con los Yankees. Los anillos me bailaban en los dedos. Yo lo elogiaba y lo elogiaba y después me sumía en un abrupto silencio y después lo volvía a elogiar. También me firmó la gorra con la que yo jugaba softbol. Pero la firma se borró, y la gorra la perdí.

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