El último amorío de Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa, que primero se casó con una tía, después con una prima, que luego contó en novelas todo eso, que por un asunto de faldas descargó la fuerza de su derecha en un ojo de García Márquez, y que siempre ha llevado en la cara esa vandálica sonrisa del gato coqueto y santurrón, acaba de iniciar romance con Isabel Preysler: socialité filipina-española, madre, entre otros, de Enrique Iglesias, y vieja amiga del escritor.

Ambos, por supuesto, han sido carnaza de la revista Hola. Costumbre nada nueva para los socialité. Ser socialité es eso: formar parte de las noticias sin contar con la mínima justificación real para ello. Hacen lo que hacen todos: se casan, tienen hijos, se divorcian, se pelean, van a la bancarrota, y por alguna extraña aberración, en sus casos particulares, tales escaramuzas merecen ser publicadas.

Pero yo agradezco la cruda franqueza de los socialité. Que exhiben sin cáscaras el núcleo pulposo de su banalidad. Hay mucho socialité disfrazado de político o artista que no hace más que confundir y empedrar el camino por el que la gente común y corriente pudiésemos llegar un día a la justicia o a la verdadera liberación de nuestros espíritus. Yo estoy absolutamente convencido de que Faulkner se lee menos, y de que por tanto el mundo es abultadamente más desdichado y obtuso, gracias a que Coelho y la Allende publican con tan prolífica imprudencia.

Sin embargo, contrario a los socialité, que salen como sea, para ser escritor, y salir en una revista del corazón, hay que ser una de dos: o muy bueno, o muy malo. Vargas Llosa fue tan bueno una vez, que esto, combinado con que vivió lo suficiente, le permitió tanto alcanzar el Nobel como acaparar portadas en las taquilleras publicaciones reservadas, por lo general, para gente muy linda y muy bruta al mismo tiempo.

Antes de los 35 años –lo escribo y una ciega ola de envidia me embota el cerebro y me crispa los dedos–, ya Vargas Llosa había corregido y publicado La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la Catedral. Ahí mismo se podía haber muerto, la verdad. Ningún otro narrador del boom, ni de la lengua española del siglo XX, soltó monumentos tan seguidamente, a una edad tan temprana.

Solo que desde entonces, y aún con otros dos o tres libros destacadísimos a su haber, Vargas Llosa comenzó a reproducirse por esporas. No hay mes de esta vida, ni librero de casa nueva a la que llegue, en el que no descubra otro título suyo. Uno primero piensa que es ignorancia personal, pocas lecturas, pero luego descubre que no es más que un acto de incontinencia del peruano.

No tengo la menor idea de cuántos libros puede haber producido Vargas Llosa a lo largo de su dilatada carrera, pero debe estar pisándole los talones a Aira. Su desbordamiento, no obstante, no ha sido solo literario.

Saer –mordaz, exquisito, tan gran novelista como Vargas Llosa, y más que cualquiera que se les ocurra– dijo que Vargas Llosa “es un opinador profesional, y siempre opina mal.” También dijo cosas peores y morbosamente divertidas, como que “es ese tipo de lacayo que siempre se anticipa a los deseos del amo.”

Si la izquierda leyese, hubiera encontrado en Saer una muy buena bala de plata para disparar contra el vampiro neoliberal que es Varguitas. Pero la izquierda no ha pasado de Atilio Borón y Luis Britto. Que la izquierda no haya leído a Saer –quien no era de izquierdas ni un carajo, pero qué interesa– sigue siendo una razón de peso para que todavía no confiemos en ella.

Mientras tanto, las revistas de la farándula, esos confortantes nichos rosas, me parecen un sitio adecuado para que el último Nobel latinoamericano termine de pasar lo que le queda de vejez. Siempre la erudición de Vargas Llosa tendrá a mano citas hondas, como aquella de Barthes, con que justificar su recorrido por los potreros del corazón: “La mecánica del vasallaje amoroso exige una futilidad sin fondo.” Y al fin y al cabo, de tales trasvases culturales también suelen obtenerse con frecuencia saldos provechosos.

Quizás algún ama de casa venida a menos, asaeteada por la curiosidad, decida averiguar quién es ese anciano resuelto que ahora romancea con la ilustre señora Preysler. Y en su búsqueda se tope, pongamos, con un relato como Los cachorros.

Por otra parte, y no menos importante. A falta de canciones propias, y de padres y hermanos con voz, ya el bonachón de Enrique Iglesias podrá decir que un día tuvo algo, al menos un padrastro, que lo vinculase a la literatura y el arte. Y que mastique, trague y que bendiga a Dios.

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