Escritor de segunda

Cuando yo llegué a La Habana, lo confieso, sin quitarme aún el polvo del camino lo primero que hice fue averiguar dónde vendían algo de comer. Traía, como todo inocente de provincia, un hambre atroz. Y más tarde –solo más tarde-, dispuesto a saciar las otras apetencias elementales, pregunté dónde enseñaban a escribir. (No pude hacer como Lezama: “el libro es el primer pan del hombre razonable. Después viene el cordero. Pero después viene el cordero. Inevitablemente”.) Obvio, se me echaron a reír en la cara. O eso creía.

Anduve varias cuadras, larguísimas y deslumbrantes cuadras, y llegué al Vedado. A la Avenida de los Presidentes. A la esquina de 23 y G. Y entré, como quien entra a una fiesta, a eso que le llaman un café literario. Repetí la misma pregunta. Pero allí nadie se rió. Todos extraviaron la mirada, apagaron sus cigarros, fruncieron el ceño lentamente, como si costara mucho trabajo, y no dijeron nada. Pensé que eran tipos tristes, a juzgar por sus rostros compungidos y el discurso lánguido y famélico de sus lenguas tropelosas a ex profeso. Hoy, naturalmente, pienso distinto, pero en aquel momento, al igual que han hecho otros tantos a lo largo de la historia con sus respectivas capitales, me dije: “esta es La Habana, hijo mío. No la sueltes.”

Y aunque el naufragio existencial y el snob lastimero del café terminaron por aburrirme en pocas horas, al menos me sirvió para encontrar un lugar donde enseñaban a escribir. Crucé la acera y di con una casa semiderruida y sucia de tejas verdes. Volví a preguntar y me dijeron que era la Facultad de Comunicación, y que allí, entre otras cosas, podía hacerme periodista. Entonces dije que no quería hacerme periodista, que solo quería escribir, nada más, y me dijeron que si yo quería escribir lo mejor que podía hacer, como cubano sensato, era mudarme para la Facultad de Artes y Letras y estudiar Filología, pero aquello me sonó demasiado difícil, con demasiado glamour académico, también con demasiada libertad sexual, y yo no estaba preparado para ello. Entonces tuve miedo. Tuve tanto miedo como en una noche estrecha del Período Especial, cuando me desperté en medio de un apagón y no había nadie en la casa, y lógicamente todo estaba oscuro, denso, un corredor de muerte, y a mi lado palpitaba un mechón rojo, agonizando al compás de los aires de la bahía matancera.

Hice el cuento en el portal del lugar. Y con mucho temor en el alma me desplomé. Caí redondo en pleno 23 y G, en el corazón del Vedado, y de ahí en lo adelante nunca he podido recuperarme. Fue un golpe demasiado duro, que solo encontró alivio cuando alguien, una suave voz de secretaria, zurció de un tirón la disyuntiva:

-¿Tú quieres ser un escritor de rango, o simplemente lo otro?

-Obviamente, señora, un escritor de rango.

-Entonces tienes que ir para Artes y Letras. No hay otro lugar.

Y ahí mismo le dije que no, que para ahí no iba, que yo me quedaba en esa casona semiderruida y con tejas verdes. En una facultad que evidentemente vivía del pasado, y que posiblemente esa era la cuestión por la que yo la estaba eligiendo, porque, recuerden, yo era un esperanzado muchacho de provincia, que casi desfallece en un apagón, que gustaba del mar cuando aún la literatura no lo había corrompido, y que, como todo buen y mal cubano, sentía especial predilección por las causas perdidas.

No sé por qué la gente se queja tanto, y arguye que deben franquear muchísimas y difíciles pruebas de una gran tensión, donde se puede cortar el aliento con un cuchillo de mesa. Creo que sobrevaloran. Y se inflan un poco los ombligos, y se miran sonrientes y satisfechos y vuelven a mirarse sin que medien palabras y se susurran con la vista henchida: “Somos nosotros, los elegidos, los que vamos a revertir en pocos años el cadáver de la prensa nacional, y a insuflarle a los diarios y a las emisoras toda la irreverencia magnífica de nuestra generación.” La verdad, a mí tomar la carrera de periodismo no me llevó ningún trabajo. El más mínimo.

La secretaria, con dura nobleza, me hizo firmar unos papeles, palmeó mi hombro, y sin examen ni formalidades ni presentación alguna declaró que yo era la nueva adquisición. Ciertamente, nadie lo notó mucho, porque todo el mundo es, en algún momento, el nuevo integrante de la carrera. Lo cual me hizo dudar de mis contemporáneos. Pues yo había digerido, en el interior de este país, diez caballerías de libros, y eso de alguna manera debía reflejarse en mi rostro, y ellos, de alguna manera, debían haberlo notado y haber hecho, al menos, una leve reverencia.

Pero no sucedió así. Aunque matrícula hecha y pupitre al fondo de la clase, sentí yo que tenía al toro cogido por los cuernos, al barco por la hélice, a la noticia por el lead, y que sin mayores contratiempos en pocos meses iba a estar recibiendo un famoso premio literario, para marcar diferencias desde bien temprano.

Pero la vida, que es bien injusta con los provincianos y les hace pasar el doble de trabajo e innumerables penurias, me negó el favor. Y tuve que empezar por recibir nota informativa, y luego entrevista, y luego otra serie de géneros tan complicados como los primeros. Que si objetividad, que si imparcialidad, que si método Ulibarry, que si el hombre no puede hablar así, que si esa frase no me suena. Ya para ese tiempo había ganado algo de conciencia, y me dije con total inseguridad: “esta gente delira”. Y digo con total inseguridad porque es muy probable que el que estuviera delirando fuera yo, pecando de absoluto, de contestatario advenedizo, de fabulador introspectivo.

Y en todo ese largo curso nunca oí hablar de la literatura, ni de nada por el estilo. Tan solo una vez, casi al inicio, una barroca profesora se me acercó. Terminaba mi primera y sufrida entrevista, un caos total, pero a la profesora, vaya sorpresa, le fue gustando (o al menos eso creía yo), y se deshizo en elogios, como una margarita en otoño (no encuentro símil más exacto), y fue ensalzando el texto, y yo vislumbré, en un pestañazo, el “26 de julio” y el “Juan Gualberto Gómez”, y siguió y encontró imágenes de impacto, y yo agarré con modestia el “Premio David”, y leyó en voz alta, para toda el aula, nada más y nada menos que dos sinestesias y un hipérbaton excelentemente bien empleados, y no pude más y me salté el Cervantes y de plano me situé en Estocolmo, ante la Academia Sueca, recibiendo con rostro de café de G el premio Nobel y protestando por Borges y por Carpentier, y la profesora dijo que todo eso estaba m-a-r-a-v-i-l-l-o-s-o-e-s-p-l-é-n-d-i-d-o-d-e-s-c-o-m-u-n-a-l, pero que yo, infeliz ciudadano de remotos parajes, estaba suspenso. Tenía dos soberanos puntos. Un par de míseras unidades. Un ave anseriforme horrorosa (dígase un pato de tinta roja).

Y ese bochorno me ocurría a mí, que lo único que hacía era robar libros (ya no) y enamorar a mujeres con lecturas. Perdonar a los hombres con lecturas. Desentrañar a Cuba y al mundo con lecturas. Admirar a los muertos con lecturas. Por supuesto, no dije nada, no mencioné las noches de insomnio, solo recosté el cerebro a la pizarra por unos segundos. Estaba desconsolado, y desde entonces, para descargar mis furias, y por elemental respeto a la profesora, me hice de una idea en forma de coraza, o de una coraza en forma de idea: los premios literarios son un cáncer. Será porque no he ganado ninguno importante. Pero igual, cuando gane alguno, si es que gano, los premios serán una cirrosis, o una blenorragia.

Aunque en honor a la verdad, gracias a esa misma profesora, yo, que por notas no merecía ni un folletín efímero de la colonia, hice mis primeras prácticas laborales en Juventud Rebelde. Periódico que hoy no me parece nada, pero que en aquel momento era la gloria, con su olor implacable y su ajetreo nocturno y su Internet mediano. Y ahí, en esas páginas -fuera de un adolescente poema en una revista matancera-, tuve mi primera publicación. Degusté el nombre, la carga que llevo encima desde hace más de veinte años, en papel impreso. Llamé a la familia (muy sigilosamente, para no pasar pena ante mis colegas) y por un momento volví a soñar. Ahora con el Pulitzer. Fui, como siempre ocurre en estos casos, la sensación del barrio: el redactor maldito, Lucien de Rubempré, la brecha de la trascendencia colectiva.

Aquello a la larga fue una gran comedia. Hoy me río a solas, y vuelvo a repasar, con extrema benevolencia, mi primera y esmirriada nota informativa. Apenas diez líneas de un tema imposible. Verdaderamente, hubiera querido que el primer crédito periodístico respondiera a otro trabajo. Como haber narrado, por ejemplo, el temor que sentí de niño cuando me vi solo en medio de un apartamento con un apagón, con el signo de una época. O cuando miraba para el mar sin saber exactamente lo que era esa mancha molesta y seductora.

Pero claro está, eso es lo que yo hubiese querido. Y eso es lo que hubiese querido casi todo el mundo (incluso los lectores). Ahora he crecido un poco, y ya sé que no quiero nada (y que los lectores tampoco quieren nada), solo ausentarme a clases y esgrimir una buena excusa.

Una buena excusa –naturalmente- es un familiar enfermo, una inesperada indigestión. Nunca confiese que usted cambia el aula por los libros, ni por los partidos de la Champions League, ni por el teatro El Público, ni por una tanda de Bertolucci en el Chaplin, ni porque se está rompiendo la cabeza, ahora que es joven y se le perdona, tratando de averiguar cómo se reinventa la estética del periodismo cubano sin que la burocracia perciba abominables fantasmas.

Tampoco es necesaria la pérdida del sueño. El sueño se pierde por cosas más triviales. Y al final siempre habrá –según leí recientemente- quinientos millones de chinos comunistas a los que todo esto les importe un comino.

Foto: José Manuel Rodríguez

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