Fragmento de una novela no terminada

Tomemos una ruta cualquiera. El P-16, por ejemplo. El P-16 arranca en Santiago de las Vegas. Recorre toda la Avenida Boyeros –Mulgoba, Fontanar, Aeropuerto, 100, Santa Catalina, Calzada del Cerro, Plaza de la Revolución- y en Carlos III dobla izquierda rumbo al Vedado. El trayecto toma alrededor de una hora y en ese tiempo han subido y bajado de la guagua decenas de personas, a veces hasta cientos, innumerables rostros, de los cuales el chofer, al final del día, no recordará ninguno. Estas personas tampoco recordarán la cara del chofer. Las guaguas se reconocen por el color o por el número, pero nadie toma una guagua por la cara del chofer. Las caras de los choferes no dicen nunca los lugares a los cuales los choferes se dirigen. El chofer de Alamar es igual al chofer de San Miguel del Padrón. A su vez, si lo miramos nuevamente desde la perspectiva de los choferes, sabremos que los rostros de los pasajeros tampoco revelan el destino particular de cada uno de ellos. A veces hay pasajeros que suben a rutas equivocadas y nadie puede adivinar el error en sus rostros, nadie puede decirles, a partir de la composición de su nariz y su boca, a partir del movimiento de sus ojos o del tamaño de su frente, que ha tomado una guagua que no lo llevará a ningún lugar, o al menos no al lugar que desea. Si es de día, los choferes recibirán incontables insultos: alguien que quedó trabado en la puerta, alguien que quiere bajarse fuera de parada, alguien que exige un vuelto, dos o tres pesetas, cuando el chofer no tiene vuelto, alguien que pide le quiten la música, ese reguetón insoportable, alguien que quiere le pongan la música, ese reguetón de moda, o alguien que simplemente anda borracho y por el uniforme ha confundido al chofer con un policía. Los uniformes de los choferes no guardan parecido con los uniformes de la policía, pero tal vez desde la perspectiva de los borrachos haya alguna similitud. Los choferes, por supuesto, no son santos, y a veces reciben insultos merecidos: cuando vuelan una parada, cuando no abren las puertas el tiempo suficiente, cuando no tienen dos o tres pesetas de vuelto, cuando no detienen la guagua para que suba o baje un lisiado o una anciana, cuando suben la música a decibeles inconcebibles. Hay momentos en las guaguas durante los cuales casi no se puede respirar. Momentos en los que te apisonan y te despeinan y te golpean, y un hombre saca el codo disimuladamente para encajártelo en las costillas y separarte un tanto. Los novios cuidan que ningún rascabuchador pase demasiado cerca del trasero de sus novias y las mujeres vigilan su carteras. El sigilo es perceptible, todo el mundo sobre aviso. Los pasajeros saben que los otros pasajeros son sus enemigos y que los choferes también son sus enemigos. No debemos olvidar, además, al distrófico voluntario que ocupa el primer asiento, a un metro del chofer, y que recoge el dinero y dicta pautas: suba por la última, córrase un poco para que los demás pasen, el medio está vacío, señores, hagan espacio. No hay un personaje más despreciable e irritante que el distrófico voluntario -un infeliz que por veinte minutos o media hora tiene el control de nuestras vidas-, y no hay tampoco nadie que esté más en paz con el prójimo. Los distróficos voluntarios desconocen la ira que despiertan en los demás, cómo hacen que aflore, con su sola voz descompuesta y su lengua tropelosa, nuestro lado oscuro y salvaje, nuestro lado Centro Habana. Los robos, el sudor, la suciedad, las peleas, la asfixia, la demora, las minucias diarias, la mole cotidiana. Los pasajeros no parecen tener la culpa. Los choferes no parecen tener la culpa. Al menos con absoluto convencimiento no podríamos culpar a un grupo o a otro. Acusar a los distróficos voluntarios sería una salida cómoda, falsa. Los inocentes distróficos nos irritan precisamente porque no los podemos culpar de nada. En cambio, si es casi madrugada, el P-16 viaja generalmente vacío. De la penúltima hasta la última parada, de la Rampa, en 23 y O, hasta Marina y San Lázaro, el chofer maneja solo. Siempre hay un tramo, cada día, que los choferes hacen solos, justificados por la eventualidad de encontrar a alguien. Pero no necesariamente tiene que haber alguien esperando. Después de tanta bulla, de tanto ajetreo, ¿qué piensa el chofer? ¿Quiere seguir así, por siempre, manejando solo de Santiago de las Vegas a Centro Habana, sin recaudar dinero, sin entretenimiento, transportándose él mismo en un vehículo estatal, por el mero placer de transportarse, hasta que haya una parada que lo convenza? ¿O quiere que amanezca para volver al ajetreo y la amnesia? ¿Qué piensa el chofer de esa primera persona que sube a la guagua después que la guagua ha estado sola y ha sido suya, completamente suya, sin supervisores ni normas ni pasajeros que le exijan en igualdad y a veces en superioridad de condiciones? ¿Cómo lo ve? ¿Como un enemigo? ¿Como un bálsamo? ¿Como un sol distante? La primera o la última parada es una convención. El viaje de los choferes es, realmente, un viaje circular, como si subieran una roca hasta la punta de la montaña y después la dejaran caer. Pero todo chofer fue pasajero, y todo pasajero fue distrófico voluntario alguna vez.

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