Gloria

Para Mayle, que no es, propiamente, ni mi amiga, ni mi novia,
ni mi amante, ni mi hermana,
pero que es todo eso y es también más que si lo fuera.
Para Carla, con el amor de un dios.

 

Umberto Tozzi, evidentemente italiano, comenzó a cantar a los dieciséis años. Fue guitarrista de una banda de rock en Turín, y luego, un poco mayor, se puso a componer baladas pop, cancioncillas graciosas, de las que se pegan como una lapa.

Durante el último año y medio, coincidimos en La Habana un grupo de personas y ese grupo, sobre la marcha, instauró sus códigos: chistes, lenguaje propio, contraseñas, burlas a terceros, seudónimos compartidos e historias ridículas de las cuales, sin embargo, uno pensaba que podía pavonearse.

En 1977, Tozzi alcanzó su primer éxito con el sencillo Ti amo. De ahí, realizó una gira por Australia. Cosas locas de la música. Un italiano que compone baladas pop y que logra colar sus discos en las listas de ventas de Sidney.

Este grupo del que hablo estaba formado más o menos como sigue: un periodista gay excesivamente cómico, el clásico gay que es un banquete, de mente ágil y lengua sagaz. Otro periodista gay, pero tendente al silencio como disquisición, fan de Philip Glass y del cine de Haneke. Dos periodistas mujeres que parecen gotas consecutivas del mismo grifo abierto: tiernas, disparatadas, cuasi neuróticas. Un periodista que juega softbol y que viaja en guagua: yo. Otro periodista más, que también juega softbol y que viajaba en guagua pero que ahora maneja una moto Zuzuki, subsidiada por el Estado. Una historiadora que se ripiaba con Michel Maza y la Charanga Habanera en los predios de Línea y Malecón, antes de que la Tribuna Antimperialista fuera lo que es, o sea, antes de que fuera la Tribuna Antimperialista. Un profesor universitario de más de seis pies, buen mozo, pero obsesivo-compulsivo. Otra profesora, tras bambalinas, de unos ojos verdes que son dos espasmos. Un programador informático que lee a Eco y escucha a Ozzy Osbourne. Y un diseñador gráfico, aparentemente descortés e insensible, mulato con ademanes aristocráticos que le producía videos clips a Los Aldeanos.

Ya en 1979, Tozzi lanzó Gloria, y con Gloria le llegó la consagración total, no solo en Italia y en Australia, sino también en América Latina. Laura Branigan la cantó en inglés, y, hacia 1982, Gloria fue número uno en Estados Unidos y Canadá. Luego, como pasa con todas las cancioncillas de moda, cancioncillas de consistencia efímera, hechas con notas del tres por cuatro, para matar y salar, Gloria fue olímpicamente olvidada.

Este grupo del que les hablo, como grupo, ya no existe. No está. La mitad fuera. La mitad en La Habana. Hay que andarse con premura en Cuba. Acelerar los tiempos. Una alianza de meses ya es longeva. La geografía, más que nada, determina los sentimientos, la disposición afectiva. Todo hallazgo viene revestido de tristeza. Uno sabe que en cualquier momento se puede acabar. Y cierto: se acaba.

La película que abrió el último Festival de Cine de La Habana, en diciembre pasado, era chilena. Habla de una mujer cincuentona, con ganas de vivir, con ganas de volver a enamorarse, una mujer a la que yo terminé tomándole mucho cariño. De más está decir que me pareció una mujer muy valiente, y que la película me gustó mucho. Dos horas que se fueron volando. A casi ningún espectador le pareció bien. Poco politizada o incisiva, supongo.

La pelea contra el olvido no es, al menos aquí, una pelea que se libre en el tiempo, es una pelea física, territorial. No es una pelea en contra de los años, es una pelea en contra de las millas. Estoy tentado, incluso, aunque parezca excesivamente piñeriano, a decir en contra del mar. Yo he ansiado mirar la ruptura como lo que es: algo dado, la gente va y viene. Pero yo también estoy marcado por la precariedad de nuestros miedos.

La mujer cincuentona, naturalmente, se llama Gloria. La película también. Y la canción de la película es la de Umberto Tozzi. Por alguna razón desconocida, esa bagatela de discoteca municipal vino a ser el tema de fondo de este inquietante grupo de amigos, el hilo que enhebra un bordado sobre el cual destacan, a relieve, nuestras muy peculiares e insignificantes figuras.

Dice un fragmento: “Gloria, faltas en el aire, faltas en el cielo, quémame en el fuego, que congela mi pecho.” Hoy, que es siempre, le oponemos al olvido esa obviedad, la consistencia efímera de pobres canciones bautizadas íntimamente, a fuego lento, como el himno pop de una Patria deshecha. Tribu que se dispersa y que se ama. Pero el tiempo es también un sitio, y el tiempo tiene ya, en alguna esquina, nuestra ridícula huella.

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