Gradas de sol

La tarde se tornaba gris, de un gris neutral y de una calma imperturbable, pero con algo de brisa y bastante frío, como son todavía las tardes en los pueblos y en los barrios de provincia cuando diciembre casi termina. El árbitro Juan Tregent se situó detrás de home, carraspeó su garganta y, ladeando el rostro a la derecha, escupió medio ruborizado el terreno del Palmar de Junco.

Tregent, que seguramente fue un umpire muy correcto, y del que no sabemos mucho más, vio cómo, a pesar del frío, la tierra dura absorbía su saliva para luego extenderse, con impetuosidad, en una larga llanura despejada. Alrededor, una banda de curiosos bastante numerosa se había reunido para la ocasión. Algunos, bajo una glorieta con techo. Otros, a la intemperie, en un costado que sería bautizado posteriormente, no sin cierto matiz poético, como “gradas de sol”.

Qué poseía aquel juego, de origen incierto, para que los matanceros de Pueblo Nuevo se dieran cita allí, el último domingo del año, en la Calzada de Esteban, entre Monserrate y San Ignacio y Tenaza, en vez de asistir a los paseos habituales de la ciudad, a las zonas turbulentas del puerto o de haberse quedado, como también era normal, en sus tranquilos hogares de provincia.

Lo poseía todo, y los cubanos bien pronto lo sabrían, justo cuando Juan Tregent, luego de haberse pasado la mano por la boca, y sin sospecha exacta de las puertas que estaba abriendo, diera la tan esperada orden de juego y las novenas de Habana y Matanzas no salieran, tal como pensaban, a un terreno de pelota, sino, pretenciosamente, a la inclemente grama de la historia. Era el 27 de diciembre de 1874. Y nunca antes se había disputado en Cuba un partido oficial de beisbol.

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Ya en 1865, un grupo de jóvenes norteamericanos le había enseñado a los habaneros el legítimo arte y el difícil oficio de jugar a la pelota. Y solo tres años después, el 1 de octubre de 1868, Francisco de Lersundi, Capitán General de la Isla, prohibía, mediante decreto oficial, la práctica del baseball, por considerarlo “un juego antiespañol y de tendencias insurreccionales…”

Lersundi, que como todos los españoles era cualquier cosa menos un ingenuo, entreveía en el mínimo gesto la efervescencia nacional de la época, pero se ensañó, de manera errónea, con la pelota, que era, y todavía es, un deporte, una expresión, quizás, de cultura o de identidad, pero nada que pudiera, por sí solo, derrocar al régimen colonial.

Visto el caso, nueve días después Céspedes liberaba a los esclavos, Oriente explotaba, y Lersundi tendría, entonces, cosas más importantes de las que ocuparse, antes de ser sustituido, en 1869, por el marqués de Castellflorite. Después, en noviembre de 1871, con el asesinato de los ocho estudiantes de medicina, varias familias ricas o de clase media, presas del terror y del miedo, enviaron sus hijos a universidades estadounidenses, muchos de los cuales regresaron sin título, sin dominar siquiera la más elemental gramática del inglés, pero con los spikes en las maletas y el beisbol en las entrañas.

A su vez, los puertos de Occidente eran literalmente invadidos por los marineros yanquis, y, con ellos, sus estentóreas costumbres, las malas y las buenas. Estados Unidos absorbía, en esa época, el ochenta y cinco por ciento de la producción económica cubana y el noventa y cuatro por ciento del azúcar. Lo cual tenía más de una repercusión.

Pero incluso, diría yo, antes de que Cuba fuera Cuba, taínos semidesnudos hacían lo suyo. Recolectaban, cazaban, pescaban, cosían el barro, y luego mataban las horas jugando al batos: con un pedazo de rama cortada, le pegaban a una bola hecha de resina y hojas moldeadas. Más o menos la misma indumentaria con la que cualquier muchacho juega hoy, en cualquier barrio de La Habana, o en cualquier potrero municipal.

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Según una reseña de El Artista, modestísima publicación de la época, la novena de La Habana terminó destrozando a Matanzas cincuenta y una corridas por nueve. A las cinco y treinta y cinco de la tarde, impelidos de continuar por la ascendente oscuridad que se cernía sobre el terreno, el umpire Tregent decidió concluir el partido. Suficiente, no hacía falta más. Cuatro horas necesitó aquel deporte de origen incierto para convertirse en voraz pesadilla y en el paraíso, en la más inenarrable obsesión del cubano.

Del encuentro quedan a salvo varios nombres. Esteban Bellán, por ejemplo, que había sido ya, desde 1871, el primer latinoamericano con actuación en las Grandes Ligas o, bien mirado el caso, en su equivalente del momento. Queda también el escueto perfil de Emilio Sabourín, amante furibundo del baseball y patriota convencido. Sabourín murió, por si fuera poco, en pleno destierro, prisionero de la metrópoli en el Castillo de Hacho, legendaria prisión de Ceuta, a mediados de 1897.

De aquel estadio, del Palmar de Junco de la época, sobrevive, a su vez, una imagen sepia, tomada a distancia. Aunque se fije la atención, no se distingue nada. Unos bultos vagos, la forma triangular del terreno, el lejano horizonte. Pero cualquiera sabe que esa extraña composición significa algo más. Un misterio, una verdad, un modo ridículo de gastarse la vida. Lo duro, sin embargo, es lo otro. Lo difícil del beisbol no es el beisbol, sino saber, exactamente, por qué.

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