Habana Abierta. Cuba. Carlos Manuel. En ese orden y al revés también

Si te lo toco, dime, si te lo toco…

H.A.

Habría que definir el primer trago de cerveza: su caricia femenina entre meretriz y ramera, su ejecución determinante. Pero yo voy ya por el tercer o cuarto laguer y no tengo ganas de definir nada, solo de proseguir. Me preocupa cómo llegar de la barra del Sauce al círculo de amigos del cual deben distanciarme unos veinte o treinta metros. Invadido a su vez, este tramo, por un centenar de personas, todas trasegando, sin dirección fija, pisándose al descuido los zapatos, trabados en una intersección cualquiera, sacando impunemente los codos y los hombros, meneando un poco la cintura, el ritmo descompuesto, gritando a voz en cuello, derramando el trago del prójimo, o flirteando por encima de las cabezas de los demás mientras en sus oídos suena y en sus cabezas retumba y en algunos escondrijos íntimos asistimos a la casi clandestina liturgia de escuchar a Habana Abierta. De morirnos.

En medio de la multitud, de repente gano un silencio, ese lapso en que no oyes nada (si fueras el protagonista de algo, la cámara te enfocaría circunspecto, los alrededores se disiparían), y me hago la pregunta principal. La pregunta principal no es ninguna pregunta, no va encerrada entre signos de interrogación, pero todo el mundo se la ha hecho alguna vez. Esta, conjeturo, puede ser la pregunta: qué hay en mí –qué trozo, qué hendidura, qué hoyo excavado- que también hay en esa música y que instintivamente se aparean y aniquilan y uno siente que algo se corruga, como un plástico al que le cayera ácido, esa reducción tan dolorosa. Todo se estruja, no del modo en que se estruja el papel en la mano, sino irreversible, del modo en que lo estrujado –¿tal vez la edad, tal vez las ausencias?- no se puede volver a componer; todo menos el centro, que se mantiene vivo, tragando cerveza, luego ron.

Habría que definir el primer trago de ron después de cuatro cervezas, su actitud de macho cabrío, sus golpes cerreros en las paredes de la garganta, el farfullar resabioso del Añejo, tanto tiempo en reposo. Hay un cisma en el epicentro de mi geografía interior cada vez que me enfrento a Habana Abierta, desde que regresaron a La Tropical en septiembre del año 12 y pude, digamos, tocar, hurgar, exprimir esas canciones que fueron la sonata de fondo de una temporada irremplazable.

Yo descubrí mi cuerpo, los cuerpos contrarios, el error y el espasmo, el vértigo, el hambre voraz, la herida, la rabia confesa, durante un tiempo ya indefinido que no tiene medida, que no la tendrá jamás. Pero el detritus de la devastación, ciertos fragmentos, agenciados de contrabando, solo me está permitido reencontrarlos a través de esas puertas melódicas, en esos temas labrados desde la penumbra, raídos, pentagramados en el paredón, con los fusiles detrás; temas que las víctimas lograron cantar por encima de los ejecutores, el sonido de la guitarra más alto que el de las balas, el sonido de la trompeta, del bajo, de los coros, más fuerte, de un eco más portentoso que el eco de los fusiles en retroceso, que el eco de la voz de mando.

Estoy dado a comentar, en pleno concierto, que Habana Abierta es el punto de fuga por el que tarde o temprano todos –desde mis contemporáneos chillones o morosos hasta mis padres mutilados- hemos entrado o habremos de entrar. Estoy dado a afirmar que Habana Abierta nos contiene. No lo digo, solo lo pienso. De cualquier manera, me gustaría que así fuera. Puede ser un buen sitio. No falta el baile. No falta la lucidez. No falta la valentía. No falta el destierro. Cuba no había encontrado nunca la manera de unir el timbal al endecasílabo hasta que llegó Habana Abierta, a inicios de los 90, y dijo que teníamos un suicida colgado en la pared. Ahí está el suicida, todavía, mal que nos pese: retrato filial, marca registrada de la casa.

Cuba no había bailado en una estrofa, no le había sumado metales al soneto, agitación al rezo, hasta que Habana Abierta mixturó el piano de Bacalao con pan con el puñado indestructible de poemas que es Días y Flores. De la misma manera que uno baila con Guillén, lee con Habana Abierta.

Entonces se acaba el concierto, se acaba el ron, y salgo a la calle. Alguien me tiende una pometa sucia de alcohol, un alcohol que parece un agua triste, entrada en años, no los años de la exclusividad del ron sino los años de la intemperie, del afanoso batallar -ya sabemos: evaporación, transpiración, precipitación; nubes, aguaceros, acueductos, tuberías y desplazamiento hacia el mar-, como si el agua estuviera desmejorada, en fase terminal, no amarilla, pero sí pálida, como si le hubieran diluido apenas la punta de un pincel, con una coloración propia solo de los enfermos en cama, los enfermos que gradualmente se evaporan; mera y repetitiva queja, atáxico lamento.

Habría que definir el primer trago de alcohol, después de la cerveza y después del ron, su emponzoñada temperatura, su acidez ribeteada de un dulzor cobarde, su reverberante descenso. En el paradero de Playa, me subo a un almendrón y me bajo en el Vedado. Camino dando tumbos hasta la casa de una amiga. Me pregunto si estoy borracho. Una de las características del borracho, pienso, es preguntarse si lo está. Igual, el borracho nunca tiene certeza del punto de gravedad. Toco el timbre y nadie me escucha. Me desespero un poco, dentro de lo que cabe, porque yo no soy un borracho desesperado, sino de los que simplemente se pasa la mano por la cara, hace como que medita y se pregunta pero qué carajo es esto, por qué no me abren la puerta, y luego recuerda a los griegos o a los berberiscos. No sé, me digo, a quién le escuché por primera vez la palabra griego, pero berberisco sí que lo leí en Carpentier. Qué habría dicho Carpentier, que fue musicólogo, de Habana Abierta, me digo después.

He aquí que sé que me voy a quedar dormido, y que no me quiero quedar dormido en la acera porque me pueden robar. Yo no tengo mucho dinero, pero no quiero que me estén hurgando, ni por veinte pesos ni por uno. Tengo la sensación de que Habana Abierta hurga en mí, de que revisa mis bolsillos y no encuentra nada y al ver que soy un desposeído me dice toma, no puedo traerte de vuelta lo que te ha abandonado pero puedo prestarte la máscara de la euforia, el furor que esconde al llanto.

Subo al techo de la casa, más bien una especie de garaje que tiene la casa, y me duermo ahí, sobre el plástico húmedo de la madrugada. Sueño que escribo sobre Habana Abierta, un homenaje velado, y que Habana Abierta se insulta. Describo sus estampas físicas, una comparación entre sus caras reales y la imagen que durante sus ausencias tuvimos que ir labrando en el hierro siempre veleidoso de las sustituciones, esa materia con la que amasamos lo que no está, o lo que está pero no vemos. A Habana Abierta, sin embargo, no les convence el resultado.

No aclaro nada, sigo creyendo que los mejores homenajes son irrefutablemente homenajes, pero que también pueden parecer su reverso. Pienso que Divino Guión es la más certera canción cubana de los últimos veinte años, el más redondo himno. Que la gente ha estado escuchando por los altoparlantes El Necio (para mí es, a pesar de los sabuesos que la ladran a conveniencia, cuasi sagrada) o Ya viene llegando, que ha estado refocilándose en una o en otra, porque Divino Guión es más peligrosa, más disparo al esternón. En ninguna tribuna van a pasar semejante tema, tan capsular y corcoveante.

Bajo del techo, empapado, aturdido, después que me he hartado de soñar. Le pregunto la hora a una vieja que pasa. Tengo miedo hablar, siento como si mi voz no saliera de mí, tengo miedo hablar porque no sé qué voz me saldrá, o si la vieja me entenderá. Me parece que para hablar tengo que pedirle la voz prestada a otro, ponérmela un momento, y luego devolvérsela. La voz como un traje. El mutismo como desnudez. La vieja, sin embargo, me entiende, a pesar de que mi voz, bien lo sé, es prestada. La vieja, por su parte, me dice que son las seis de la mañana con una voz que si no es suya al menos parece arrendada, en usufructo, una voz que cultiva y labra y que las leyes justas y precisas de su distrito garantizan no se la vayan a confiscar.

Toco el timbre una vez más y ahora sí me escuchan y me abren. Entro sin rumbo, presa de una resaca bestial, me tiro en una cama, a como caiga. No sueño. Me despierto al mediodía. Qué habría pasado si Habana Abierta hubiera podido quedarse en Cuba, me pregunto. ¿Seríamos mejores? ¿Podrían unos pocos músicos, por buenos que fueran, cambiar o atemperar el sino de lo abstracto: la historia, el fatalismo, el poder, los héroes; o el rostro de lo concreto: la pobreza, el declive, la dispersión, la oscuridad? Paso el resto del día pulseando con la resaca, y cuando la tengo casi vencida me aparece una fiebre entre treinta y nueve y cuarenta que me dura varios días con sus respectivas noches.

Habría que definir la fiebre después de la cerveza, del ron y del alcohol, lo acogedora que es, cómo uno no quisiera salir de ella (cobija blindada), cómo, al contrario de la voz, la fiebre sí parece un objeto exclusivo, de nuestra propiedad, un abrigo impermeable que nos cubre y nos salva del temporal y de las fiebres ajenas. Habana Abierta es la fiebre que nos toca a los cubanos de mi edad, incluso a los que no la han padecido.

Voy al baño, al cabo del cuarto día. Paseo mi dedo índice de la mano derecha por los bordes de la garganta, lo muevo con regularidad, tanteo, lo llevo de una pared a otra, lo lanzo a fondo, en una estocada final, hasta donde dé, amago con dos arcadas, y vomito hasta la bilis. Hay algo que no se pierde en ninguna borrachera, algo que traspasa la cortina de hierro, pero que hay que expulsar de vez en cuando, para asegurarnos que no nos abandona. Yace ahí, ahora, entre mis jugos gástricos, entre el ron, el alcohol y la cerveza. Lo agarro, lo enjuago en la llave, lo coloco con delicadeza al fondo de la lengua y lo vuelvo a tragar. Como una pastilla. Pero no alivia ni cura, porque no es una pastilla. Es un diamante de lo más brillante.

Foto: Jorge Villa

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