Happy 4th of July

Quizás sea impericia mía, pero nada indica que el periodista deba estar siempre en el lugar indicado, sobre todo porque el lugar indicado suele ser, como norma, el que menos se suponía que lo fuese. O quizás sea que el 4 de julio Argentina jugaba –y perdía– la Copa América, o que yo tenía en las manos una deliciosa compilación de relatos de Alice Munro, o que cada vez me provoca más pereza prender la televisión para algo que no sea deporte, pero el día de la independencia en los Estados Unidos yo no encontré nada, o casi nada, fuera de sitio. O lo encontré todo tan fuera de sitio como normalmente está, es decir, todo en su sitio.

Luego supe, solo porque algo leí para esta columna, que las autoridades gringas habían reforzado la vigilancia a lo largo del país. Que Billy Joel se había casado. Que Obama había felicitado a sus conciudadanos y que Putin había aprovechado la coyuntura para abogar por el diálogo entre Washington y Moscú. Todo lo que leí, como pueden ver, no sirvió absolutamente para nada.

En la República de Miami, la gente suele reunirse en varios puntos para la celebración colectiva, y uno de ellos es la playa. Dos amigos del pre me invitaron, y rápidamente acepté. No porque tuviese ganas de ver ningún ritual, sino, se entiende, por los amigos. Pero una vez ahí, ya que estaba, miré.

Más que chocar con los gringos celebrando su día, choqué con los cubanos celebrando el día de los gringos, y con algunos, en el colmo del libertinaje, creyendo además que era su día.

No había, en Miami Beach, ni rastro del mesianismo americano: ese profundo y envidiable convencimiento que tienen los estadounidenses de su misión en la tierra para con ellos mismos y con el resto. Ah, los estadounidenses: que lograron hilvanar una teleología que los cohesiona y los enorgullece, que se remonta de generación en generación, y que llega hasta 1776 apenas sin romperse.

Hay, por supuesto, mucho churre debajo de esa alfombra. Hay ahí una idea triunfante y toda idea triunfante es siempre el remake higienizado de la trama. Pero aún con la trama entera, o precisamente por el visionaje de la trama entera, de todas sus luchas y peripecias, y no por el goteo purificado que son las efemérides, es que Estados Unidos es una fuerza magnífica.

Sin embargo, no es eso lo que me interesa, sino –debo ser un bolerista que no sabe doblar más que un solo tema– por qué hay cubanos que se suman a los vítores del 4 de julio y no sienten o no parecen sentir que están en una fiesta prestada a la que no fueron formalmente invitados, en la que están colados casi de contrabando, y en la que muy probablemente estén haciendo el ridículo, porque en definitiva los gringos saben o deben saber que esa no es la verdadera fiesta de los cubanos (o de los emigrantes pobres todos, ya que estamos), solo que por mera cortesía de anfitrión permiten que griten y aplaudan como los primeros.

Aunque quizás no. Porque los emigrantes ayudan a calzar esa idea central de la cosmogonía gringa: que son un país abierto al mundo, un país donde todos, de alguna manera, tienen su oportunidad, y, por lo tanto, el 4 de julio también vendría siendo el día de aquellos vástagos que Estados Unidos terminó adoptando.

La realización personal que millones de emigrantes han encontrado acá bastaría para reafirmar tamaña generosidad, pero, si yo fuese emigrante, creo que estaría, ya que he tenido que emigrar, continuamente en guardia ante los relatos cuya heroína es la libertad. Creo que sería un peleador silencioso en toda regla. O no sé si lo sería, pero sí sé que es lo que me gustaría ser.

Aún sabiendo que podía parecer exigente, pero sabiendo también que la exigencia en determinado punto es cercana al amor, me pregunté si los cubanos que festejaban muy revolucionariamente el 4 de julio (con múltiples prendas de barras y estrellas e íconos yanquis de toda índole) no lo estaban celebrando de ese modo tan salvaje porque en su fuero interno no tenían nada que celebrar, o porque lo que querían celebrar en realidad no podían celebrarlo.

Me pregunté si no sería responsabilidad de Cuba que algunos cubanos se fueran a celebrar fechas que pertenecen, en rigor, a otras ficciones. Y me pregunté, claro, no vamos a pasarlo por alto, cuál es la fecha que los cubanos todos podríamos celebrar. Y si esa fecha podríamos empezar a celebrarla retroactivamente, o si ya perdimos toda posibilidad. ¿Es el 10 de octubre? ¿Es, verdaderamente, el 20 de mayo, o el 20 de mayo es solo una reacción al hecho de que no sea el 1 de enero? ¿Qué hacemos con los que de una forma u otra –o sea, todos los vivos– hemos desarrollado nuestra sensibilidad alrededor del 1ero de enero? ¿Qué hacemos con todos los que de una forma u otra nos hemos acercado al 20 de mayo con afán de bibliófilos –o sea, todos los que nos hemos acercado–, pero no amasamos alrededor del 20 de mayo ninguna sensación mística especialmente relevante, sobre todo si la comparamos con las vibraciones que suelen despertar otros muchos momentos de nuestra historia?

El 10 de octubre podría ser, ciertamente, una fecha de conciliación. El 20 de mayo, bien mirado, luce tan enclenque, y es, al final, por brusco que nos suene hoy, otro 1 de enero (por brusco que les suene, digo, tanto a los que creen que ofendo al 20 de mayo como a los que creen que ofendo al 1 de enero): días en que se abrieron capítulos nuevos dentro de nuestro accidentado y todavía recientísimo trayecto, pero en ningún caso génesis de Cuba.

Lo que nos pasa, lo que realmente nos sucede, lo definió Juan Orlando Pérez, ese maestro, en una crónica suya: “En La Habana, las estatuas no atestiguan la procelosa sucesión de las fases históricas, sino repetidas interrupciones y exabruptos, la rápida cancelación de un período por otro, lo cual es típico de una ciudad joven, obsesionada con la corrección de su legado, no con su totalidad.”

En Miami, por su parte, quizás hartos de legados y de celebraciones, también hubo muchos cubanos que no celebraron nada, y hubo otros que apenas celebraron un día off dentro de sus muy justas batallas personales. En cualquier caso, nadie tendría tampoco por qué reprocharles nada a aquellos que se enfundaron en una bandera americana y se tomaron una selfie para inmediatamente subirlas a sus cuentas personales de Facebook (no los he visto, mi rango de amigos no llega hasta ahí, pero seguramente alguien lo hizo).

Quizás para celebrar con justeza el 10 de octubre, o la fecha que nos venga en ganas, deberíamos empezar por esas pequeñas cosas: garantizar que los cubanos que quieran enfundarse en banderas cubanas puedan subir inmediatamente –pero inmediatamente– sus selfies a Facebook.

Me gustaría también que fuésemos una ficción tan notablemente bien escrita, que no necesitáramos enfundarnos en banderas. Pero la historia de los pueblos siempre la cuentan narradores ampulosos.

Le preguntaron al viejo Dylan, cuando tenía 24 años, que qué haría si alguna vez llegaba a la Casa Blanca. Y dijo que reescribiría de inmediato The Star-Spangled Banner, y que “los niños en la escuela, en vez de memorizar America the Beautiful, tendrían que memorizar Desolation Row.

En todas las escuelas de este mundo deberían memorizar Desolation Row, es cierto. Y justamente porque es cierto, en el país del 4 de julio Dylan jamás hubiera pasado de las primarias.
Foto de portada: http://horamiami.com/

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