Incorruptible severidad

 La historia estaba vieja y oxidada, era una máquina que nadie había enchufado en miles de años, y ahora, de repente, se le pedía que funcionara al máximo rendimiento (…) Había algunas voces que decían, si este es el país que hemos dedicado a nuestro Dios, qué clase de Dios es ese que permite… pero esas voces eran acalladas (…) porque hay cosas que no se pueden decir. No, más que eso: hay cosas que no se puede permitir que sean ciertas.

Salman Rushdie.

 Recuerden todo el tiempo que en este mundo no hay abrazo que finalmente no pueda deshacerse.

Joseph Brodsky.

En entrevista concedida a la cadena Telesur, el pasado 29 de julio, el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, dijo que el socialismo tradicional había logrado mucha igualdad social, algo de libertad y nada de eficiencia. Lo que no explicitó, pero se sobrentiende de sus palabras, y de nuestra experiencia particular, es que cuando esa ineficiencia se alarga demasiado, y, peor aún, se subestima, la igualdad social, inevitablemente, cede, y con ello la libertad se vuelve una entelequia solitaria, argumento de sí misma. Si no hay eficiencia, no habrá libertad suficiente. Si no hay eficiencia, la igualdad social será abanderada no como un derecho, sino como un favor.

Correa, de indiscutible carisma, claridad meridiana, y a quien incluso ninguno de los millones de cubanos que padecen –dixit Lenin- “la enfermedad infantil del izquierdismo” llamaría enemigo o revisionista, parece lo suficientemente informado, lo necesariamente leído como para que sus palabras, de un fuerte basamento histórico, no sean también un tácito consejo a Cuba. Y más que un tácito consejo, una rotunda conclusión.

Tras un primer momento -dice Correa refiriéndose a las revoluciones- de fuerte lucha política, de cambio en las relaciones de poder, viene una segunda etapa. Esta es: enfatizar la eficacia, diversificar las matrices productivas. La Revolución cubana, hoy lo sabemos, nunca llegó a ese momento. Hemos justificado, barrido bajo la alfombra, tapado durante décadas nuestra incapacidad económica con dos argumentos principales: la gratuidad de los servicios y el abanderamiento de la independencia política.

Nuestra historia reciente es, pues, la historia de una primera etapa extendida hasta el hartazgo, un kilométrico desfile ideológico bajo el sol. El arco que va de la generación de mis padres a mi generación parte en la épica y termina en la parodia, parte en el fragor y termina en el aburrimiento, parte en la fe y termina en el descrédito. Yo creo, sin embargo, que lo que hemos consentido en llamar revolución o socialismo, antes de colocarnos en la encrucijada actual, dilapidó su último soplo no hace demasiado tiempo. Disimulado primero por la mano soviética, diluido luego en la supervivencia del Período Especial, la evidencia ya inexcusable de que el gobierno, quizás por resignación, había descartado los retos del mercado y la necesidad de la eficiencia, llegó finalmente con la Batalla de Ideas, sus desaforadas trompetas, la pérdida definitiva de las reservas morales y el total extravío de la prioridad.

Alerta Correa, no sin ironía: “Y cuidado, que el voluntarismo incompetente ha hecho más daño en América Latina que la mala fe. Entonces todos tienen buen corazón, sobre todo con plata ajena. Más bonos, más subsidios, más ayuda… ¿y el financiamiento, y la base material para sostener todo ese cumplimiento de derechos?”

Los cubanos sabemos que, digámoslo así, a pesar del imperialismo, a pesar de Aznar y de la OEA, pudo haber sido de otra manera. Uno tiene la incómoda sensación de que el juego de azar en que ha caído el país, un juego que muy probablemente ya esté decidido y no lo sepamos, es menos una sentencia histórica que una testarudez, un flagrante error de sus dirigentes. Nada indica que no hayamos salido a disputarle la corrida al mercado demasiado tarde, sin energías suficientes, y que la suerte de Cuba se haya decidido un día cualquiera, veinte o treinta años antes, mientras nos enfrascábamos en algún breve proyecto sin fundamento, en alguna malvada treta de la utopía. La utopía, esa palabra.

No obstante, nosotros no tendríamos cómo saber si verdaderamente nos estamos jugando algo, o si todo ha sido jugado ya. En un punto estaremos de acuerdo: la democratización del socialismo es lo único que garantizará que sea socialismo. Si el socialismo es un fin, hay evidentemente varios caminos -no importa lo rápido que parezcan- por los que no se puede arribar. Entre dos polos se mueve hoy la brújula nacional. Dos polos que, como en la memoria colectiva y en la historia de transiciones anteriores se tornan excluyentes, generan un temor. El hecho de que la apertura a la propiedad privada, al capital extranjero, y a formas descentralizadas de la economía den al traste con ciertas, muy puntuales garantías sociales, la última tabla a la que los cubanos terminamos aferrados.

Nadie, ni Europa del Este, ni la socialdemocracia occidental, ni Cuba, ni siquiera Correa y su lozana revolución, han coronado simultáneamente ambas aspiraciones. Pero Correa al menos cuenta con tiempo e integridad. Aún puede proponer o arriesgar una cura contra lo que parece, si nos guiamos por Marx y por Keynes, el gran dilema de nuestra época. Mientras tanto, nuestros cambios estructurales podrían acelerarse mucho más, y la salud y educación podrían compensar en cierta medida los embates de la corrupción y la escasez, si implementáramos algo, un acápite elemental de la justicia que hemos procurado olvidar: el ejercicio de la libertad. Su ausencia, la inexistente horizontalidad de las instituciones, la escasa difusión de la pluralidad discursiva, y la falta de herramientas para contrarrestar los deslices que cometen otros, es en realidad lo que genera temor.

Cuba posee el impertinente fanatismo de la euforia, y la propensión a confundir la cautela con el pesimismo. ¿De verdad creímos que era tan fácil? ¿Que era abrir dos paladares y punto? ¿Los cubanos que ante la mínima reforma están dispuestos para el aplauso conocen o tienen una idea más o menos cercana de esos tópicos –Latinoamérica, Martí, nación- que la retórica maneja y destruye con tanta facilidad? El caso del cable de fibra óptica es paradigmático. Medianamente agradecidos por su funcionamiento, por el beneficio tecnológico, finalmente incorporamos con naturalidad, con pereza, con pronunciado desinterés, el modo en que se manejó la información, es decir, la naturaleza del cambio.

Tendremos que admitir, además, el acecho de un modelo que no aparecía en los planes iniciales. Sobre el país se cierne la misma sombra que luego cobró cuerpo en otros reductos proletarios. En la mano llevamos una baraja que dice capitalismo, aunque este riesgo, aclaremos, no justifica la anterior permanencia en el marasmo. Cada vez que alguien, por cobardía o por conveniencia, intenta desconocer tan frustrante posibilidad, cada vez que un periódico ignora el cerco, tal como Stalin ignoró hasta última hora la invasión hitleriana, ese alguien y ese periódico cavan un metro más profundo la fosa de la nación.

Cuba ha empezado a moverse, pero solo la estética del movimiento, algo en lo que nadie parece fijarse, certificará el éxito de la empresa. La idea del socialismo entraña también los elementos para su renovación. El socialismo debe promover su disidencia, sus cartas de oposición, la ciudadanía como un resorte que detecte y que ejerza presión ante el incumplimiento de los estatutos. El socialismo cubano, sin embargo, ha promovido más optimistas insaciables, más ensayistas y voceros del consentimiento que verdaderos contrincantes. Las zonas donde el pensamiento nacional adquiere mayor lucidez no obtienen una respuesta estatal, ni siquiera un simple aviso de que sus proyectos serán escuchados o debatidos, no digamos incluidos en la estrategia del poder.

Hubo un momento donde tocaba la democracia y proseguimos con el heroísmo. Esto, tal como apunta Adam Michnik (con quien concuerdo en algunos puntos, y en otros no concuerdo nada), puede resultar un problema. No hay ya, en la gesta, poesía. La poesía cubana está en lo cotidiano, en reconstruir un país sin más pretensiones que su bienestar y su justicia. Lo que hicimos por Latinoamérica, hecho está. Asombrarnos de que tal impronta llegue hasta hoy es no entender la historia. Creer que con ello aseguramos la supervivencia es no entender el mundo.

Cuba no puede permitirse el lujo de desechar una nueva narrativa de su pueblo. El principal error de mi generación, que quiere hablar y no sabe, ha sido asumir lo que Rafael Rojas llama un “estado de guerra de la memoria, de disputa por la legitimidad histórica a partir de relatos excluyentes e irreconciliables sobre un pasado común”, lo cual provoca “un escenario de conflicto perpetuo, en el que toda tentativa de ir más allá del resentimiento y la culpa, más allá del monólogo afirmativo de la víctima y la mentalidad expiatoria del verdugo, parecen condenados al fracaso.”

Mientras prosigan con la cantinela de la dictadura o la sociedad invicta, incluso mientras intenten matizar tales extremos, y no partan de cero y borren de una vez todo lo que desde un bando u otro les han dicho sobre el país, los cubanos de mi edad no adquirirán la fortaleza necesaria para asumir las riendas, mucho menos la valentía y el amor. Hay que olvidar, mirar cada acto, cada detalle histórico bajo la luz de lo inédito, como si Cuba fuera un país ajeno, y juzgar el pasado con estricta, incorruptible severidad. De lo contrario, no nos salvaremos, ni salvaremos a los ancestros, y habremos condenado, si aún nos la mereciéramos, la oportunidad del futuro. Si así no fuera, si vamos a seguir procurando la cobija de los mayores, el beneficio de lo que ya se ha dicho, o la sombra de lo que se ha instaurado, entonces yo patentizo unos versos exquisitos de Escobar: “No, señor; no señores –a mí déjenme tomarme tranquilo mi cerveza.”

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