IPVCE Carlos Marx

Anuncian por segundo año consecutivo el encuentro entre egresados del IPVCE Carlos Marx, la vocacional de Matanzas, y por primera vez dudo si asistir o no a algo que tenga que ver con el preuniversitario. No es un encuentro de todos los egresados sino de los egresados del dos mil hacia acá.

Podemos imaginar una fiesta de los egresados de los ochenta. Decenas de cuarentones entusiastas, encasillados en los más variopintos pelajes. Está el matrimonio que comenzó su noviazgo en décimo u onceno, y que a pesar de algunos altibajos ha logrado mantenerse en pie tanto como para más de veinte años después poder asistir juntos al reencuentro con sus condiscípulos. El matrimonio tiene dos hijos (a los que ningún vecino quiere cuidar), y tienen la creencia de que son el orgullo de la fiesta. El resto así se los hace saber, pero en realidad ven como algo bastante retorcido y deprimente una unión de tanto tiempo, y más con la novia o el novio de la adolescencia. Horror.

El resto cree que la pareja sobreviviente son unos fracasados, sin muchas más experiencias notables en sus vidas (lo cual es cierto), y la pareja sobreviviente cree que el resto forma parte de ese noventa y nueve por ciento de humanidad que no sabe lo que quiere y que va dando tumbos de unos brazos a otros hasta que los agarra la soledad de la vejez o un noviazgo a destiempo con alguien que no aman, pero que cocina y plancha (lo cual también es cierto).

Por otra parte, está el homosexual que decidió salir del closet y que no olvida la beca, a pesar de la horrible represión de deseos físicos a la que tuvo que someterse, una y otra vez, en el baño griego del albergue. El bufón del preuniversitario, la clásica ametralladora de malos chistes, el gusarapo que todavía busca epatar por fuerza, es quien ahora le pregunta al resto cuál de ellos coincidió en el baño a solas con el homosexual. Nadie podría saberlo, porque en el preuniversitario todos coinciden con todos alguna vez. Algunos, sin embargo, le siguen la rima.

Aunque, la verdad sea dicha, el homosexual recientemente liberado es algo demasiado moderno como para ser un producto de los egresados de los ochenta, parece más bien resultado de los noventa. Alguien que no sobrepasa los treinta y cinco años, que acude al gym lunes, miércoles y viernes, que trabaja de guía turístico y tiene un enamorado francés, y que todavía no sabe muy bien a qué se dedica Mariela Castro, pero que ya lo sabrá. El empresario barrigón, con una de esas barrigas que de tan esféricas llegan a ser hermosas, tampoco sabe a qué se dedica Mariela Castro, pero sí sabe quién es Mariela Castro, y, por tanto, casi cumpliendo un deber partidista, saluda con graciosa efusividad al condiscípulo homosexual. Luego, como no sabe muy bien qué decir, como no sabe cuándo se es homofóbico y cuándo no, lo invita a una cerveza, y después le susurra que pase por la empresa, para resolverle algo de comida, algunos filetes, unas boberías.

Está también la soltera tímida que no sobrepasa las ciento veinte libras, pelada cortico, casi sin senos, y la obesa que todos recuerdan como un monumento pero que en cuanto salió del preuniversitario comenzó vertiginosamente a perder la forma. Una mujer que gusta de rememorar esos años casi irreales en que provocaba treinta o cuarenta masturbaciones por noche. Hay también el par de amigotes indisciplinados que después no salieron del municipio y que gracias a ello mantuvieron intacta su amistad, y hay el nostálgico que sacó pasaje desde Europa y que solo vino por una semana.

Todavía es demasiado temprano para que en el encuentro entre egresados del dos mil hacia acá cada uno de nosotros asuma sus respectivos roles. Algunos todavía estudian en la universidad y otros apenas nos recién graduamos. Lo que me estoy cuestionando, al parecer, no es mi asistencia a esta reunión del 27 de julio del año 14, sino mi posible presencia en los hipotéticos reencuentros del 2 de agosto del año 27, o del 5 de junio del 33. ¿Voy a pasarme toda la vida intentando preservar algo como el preuniversitario, y creyendo que para dicha preservación la asistencia a tales eventos resulta imprescindible? ¿Es algo que solo depende de mí o es algo que también pasa por la necesidad de comprobar cada cierto tiempo que todavía hay gente por ahí dispuesta como tú a dar la cara, a pesar de lo cruda que ha sido la vida con ellos, tanto como para convertirlos en homosexuales salidos del closet, en matrimonios sempiternos, en empresarios barrigones o en obesas sin caché?

El próximo septiembre se cumplirán diez años desde que entré a la vocacional. Diez años es tanto tiempo que, de haber sacado esa misma cuenta cuando entraba, mi memoria no se hubiera topado absolutamente con nada. Mis recuerdos del primer día son vaporosos. Mucha gente cargando agua. Yo subiendo las escaleras de la entrada. El olor a cartón madera de la taquilla. Yo llenando pomos de litro y medio. Padres chillones. Ojos asustados. Miradas recelosas. Insoportables chiquillos extrovertidos y juguetones desde el mismo comienzo. Yo con miedo. Yo aturdido. Yo buscando los ojos de Carlos Alberto, que venía conmigo desde la primaria y siempre ha sido más alto y más resuelto. Ahora es cibernético, y es de ese tipo de personas que parecen un hogar, en las que uno puede cobijarse.

No recuerdo los detalles de la primera noche, pero sí recuerdo los de la última, casi tres años después. Lo que ocurrió en ese intervalo tuvo que haber sido tan determinante, tan trascendental e irrepetible, que a la hora de irme tuve la certeza más diáfana y sencilla que habré de tener. Yo estaba mirando el terreno de voleibol, detenidamente, intentado atrapar aquella imagen, recostado a un poste de luz. No me podía creer lo que estaba ocurriendo, y lo que estaba ocurriendo era algo tan básico como que terminaba mi tiempo en ese lugar. Los desajustes de la normalidad, ese tipo de injusticias que uno detecta en lo socialmente correcto -por ejemplo, tener que marcharnos de un sitio del que no nos queremos marchar-, provocan una suerte de impotencia difícil de explicar, con la que no todo el mundo está dispuesto a sensibilizarse. Supe, por la intensidad de mi dolor, que nunca más iba a despedirme de un sitio al que perteneciera tanto. Una verdad tan rotunda que me costaba trabajo asimilar que la estuviera viviendo con diecisiete años, y no con ochenta.

Actualmente, aquí, en La Habana, sucede algo. Digamos que voy en un carro por Santa Catalina. Digamos que son las once de la noche y que solo se escucha el ruido del motor del Chevrolet y las únicas luces visibles son las luces del Cerro que sobresalen más allá de la Ciudad Deportiva. Yo me arrebujo en el asiento trasero. Me entra una punzada en el pecho. Es leve. No es tanto una punzada como un corrimiento, como una placa que de repente quiere moverse de sitio, cuerpo que agoniza. Ya sé de lo que se trata. Se trata del preuniversitario. Empiezo a pensar en el preuniversitario. Empiezo a debilitarme. No sé lo que estoy pensando porque no pienso nada específico. Es más un latigazo y ese latigazo es abstracto, de tan físico. ¿Pienso en la dispersión? ¿Pienso en la inocencia? ¿Pienso en la felicidad? ¿Pienso en que estoy tan solo en el asiento trasero de un carro que va del Vedado a la Víbora? El hecho me resulta significativo porque carece de explicación, una tristeza intempestiva que reaparece sin causa, pero que sin embargo es ubicable.

El IPVCE Carlos Marx es una escuela semejante a otras escuelas de Cuba, pero no creo que encuentre réplica en otro país. Era una escuela a medias. Tenías la posibilidad de estudiar, pero en condiciones específicas. El agua faltaba, y nos bañábamos en el tanque central, una especie de platillo volador de cemento, coronando una torre de cuarenta o cincuenta metros. No había ventanales en el albergue y los que había los tumbábamos para mear por ahí y ahorrarnos el viaje hasta el baño. Nuestra sensibilidad fue incubada en la carencia, pero yo sigo creyendo que esa carencia, por suerte, contenía una pizca extra y determinante de libertad.

Que no tuviéramos cómo bañarnos permitía que buscáramos nuestras soluciones y esas soluciones, por ilegales, abrían una posibilidad en el infinito. Mientras repasábamos química orgánica, coqueteábamos con lo salvaje. En otro país o no hubiera habido escuela o la hubieran cerrado por insalubre. Yo quise volver hace dos años, y no pude entrar. Salí corriendo. Es esa contundencia de las cosas concretas: la plaza central, los pasillos del docente, los ventanales de los albergues, el tabloncillo roto. Para volver, tendría que hacerlo en compañía de los otros cuatrocientos estudiantes de mi año, incluso en compañía de aquellos con los que nunca crucé una palabra, y ya hay algunos que están fuera de Cuba o, peor, y aunque suene ridículo para los graduados del dos mil hacia acá, hay algunos que ya murieron.

Este segundo encuentro es en la piscina del Parque Josone, Varadero. Empieza a las doce del día y termina a las diez de la noche. Yo tomo cervezas que amigos con dinero me compran. Uno vino de Canadá. El otro maneja su propio carro. (En el pre, yo acostumbraba a meter mis dedos en su lata de leche de condesada.) Pasamos revista entre los presentes. Hay muchas caras que no son de la vocacional. Hay caras de egresados que no coincidieron con nosotros, los egresados del año 7, pero que igual sabemos son caras de egresados de la vocacional, y hay caras en la fiesta que no conocemos pero que sabemos bien no estuvieron nunca en la vocacional. Esto no tiene que ver con ningún tipo de análisis intelectual, ni con ningún teorema infame mediante el cual la cara de los egresados de la vocacional es una cara de persona inteligente, o vaya uno a saber qué. Había ciertos padres propensos a esas ecuaciones científicas. Lo que quiero decir es que, en la piscina de Josone, uno nota la diferencia entre el egresado, y el que no lo es, por la actitud.

La actitud del egresado es más bien infantil, visiblemente eufórica. El egresado parece no estar asistiendo a una fiesta, sino a un ritual. Abraza todo el tiempo. Besa. Compra bebidas. Se echa los tragos encima. Suelta estruendosas carcajadas, grita malas palabras por el placer de escucharse, habla todo el tiempo y se cuelga del cuello de personas lo suficientemente plenas como para no molestarse con el hecho de que otro se le haya colgado del cuello. La actitud del no egresado es la típica actitud que los egresados también mantenemos en el resto de las fiestas que no son el encuentro entre egresados del IPVCE Carlos Marx. El no egresado merodea alrededor de la piscina, posa, se molesta si lo mojan, camina un rato, bebe su cerveza pausadamente, con cierto estilo cinematográfico, intenta fumar con clase, cree que todo el mundo lo está mirando pero nadie lo mira, limpia con el dedo la punta de sus Lacoste blancos, se acomoda las RayBan.

Sobre las seis de la tarde comienzan a tocar Baby Lores e Insurrecto, quienes al parecer se reencontraron, y entonces descubro que sus canciones me gustan. No solo que me gustan sino que también las canto. En algún gavetero de mi cabeza esas letras hicieron estancia, sin que yo tuviera conciencia de ello, y ahora salen, espontáneas, a la superficie. Baby Lores e Insurrecto alcanzaron el pináculo de su fama cuando yo descubría, en los pasillos de la escuela, otras músicas, pero evidentemente ellos estaban provocando un efecto en mí del que yo no tenía la menor idea. Es justo que no hayan invitado al encuentro de egresados a un grupo actual, sino a estos dos artistas que ya solo están de moda en nuestra nostalgia. Hay algo retro en Baby Lores e Insurrecto que me hace sentirlos cercanos. Como no son Los Beatles, me alegro que nuevamente hayan decidido juntarse.

No salgo de la piscina. Estoy rodeado de nueve o diez personas que crecieron conmigo. Uno de nosotros, mi compañero de litera, es homosexual. Vive en Cárdenas. Empezó la UCI, pero la dejó, y se graduó por dirigido de Contabilidad o de Ingeniería Industrial, no sé bien. No lo habíamos visto más y este domingo decidió reaparecer. Me saluda con cariño, pero con miedo. Sabe que yo sé que él es homosexual, pero no sabe en qué tipo de persona me he convertido, y no sabe si a mí me gustaría que él me abrazara y me apretara, o si simplemente, antes mis ojos, él ha cometido algún tipo de pecado y por tanto puede que yo prefiera cierta distancia.

Lo miro. Es, repito, la persona con la que compartía litera. Él dormía abajo y yo arriba o viceversa. Él usaba mis chancletas y yo las suyas. Nos reíamos de lo mismo. Me imagino el temor que debe sentir: que yo haya olvidado eso o que yo haya decidido pasar por alto tamaña compenetración. No quiero tratarlo con demasiada deferencia, con ese sutil gesto de discriminación tan típico en los sujetos orgullosos de su tolerancia, los cuales intentan demostrar, empalagosos, que no pasa nada, aunque decir que no pasa nada es evidentemente la primera señal de que pasa algo. No quiero tratarlo con normalidad, porque podría confundirla con aspereza y podría pensar que su preferencia sexual sí juega algún tipo de rol o sí incide sobre la salud de nuestra amistad. Lo miro de nuevo, le agarro la cabeza y le digo qué cojones te pasa. Lo abrazo, lo abrazo fuerte, y listo. Permítanme un aforismo tonto: no hacen falta palabras cuando se comparten recuerdos.

A las doce del día el agua clorada de la piscina de Josone parece salida de un manantial, y ya, antes que anochezca, de tan sucia, la piscina es una laguna de oxidación. La piscina del IPVCE Carlos Marx quedaba frente a mi albergue y nunca tuvo agua. Es mejor que ya nunca la tenga. El día que esa piscina pueda llenarse, la escuela será otra. Nosotros igual nadábamos. Nosotros igual bajábamos y buscábamos el fondo y nunca dábamos pie. Después lo supimos. De las piscinas vacías, sobre todo de las vacías, uno no sale jamás.

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