J.O

Después –breve tiempo después- comenzarían otros vendavales, pero ahora estoy en segundo año de la universidad, apenas septiembre u octubre. He terminado un curso entero y vivo, literalmente, del melodrama, un melodrama en medio de una selva sin fieras, una situación donde la intriga es nula y donde los peores enemigos son la nota informativa, los cables de agencia, el vicio de la comodidad. Los peores enemigos no son más que cadáveres exquisitos, bastiones militares, y yo sigo creyendo, por pura petulancia, que me estoy enfrentando a un ejército regular.

Ya en segundo año, un estudiante de periodismo sabe lo que tiene que hacer, ya distingue en la línea del horizonte los conductos por los que deberá adentrarse, y ya debe saber –porque nada nunca cambia- que mientras más temprano elija, mejor. O vira la cara y asiente. O lucha un poco, sin ánimos de lucha, solo hasta que la lucha sea un placer. O abandona a tiempo, antes que la retórica se lo trague, sea cual fuere esta retórica: la del poder o la de la resistencia. Ambas son igualmente paralizantes.

Entonces descubro, en un intervalo de dos o tres semanas, cinco cosas que me cambian la vida. Leo Rayuela. Leo Los detectives salvajes (tal vez no sean las mejores novelas de Latinoamérica, pero sí las más entrañables. Cualquiera sabe que hay en el continente un canon informal compuesto solo por estos dos libros). Conozco a Michel Contreras. Conozco a Carlos Díaz. Y leo a Juan Orlando Pérez.

En principio, yo envío a un concurso de crónica el único texto que había escrito en más de dos años. Desde que arriesgaba cinco y seis poemas semanales en los pasillos del preuniversitario, no había vuelto a soltar una línea. Compito en la categoría de estudiante. Pero en la categoría de estudiante no compite nadie más, solo estamos mi texto y yo, nosotros mismos somos nuestra competencia. Como recompensa por no haber permitido que la categoría quedase desierta, el jurado –Michel Contreras lo dirige- decide concederme el premio. Entonces viajo a Cienfuegos, al encuentro final. En la librería Bohemia, una librería de viejo, compro Los detectives salvajes, y de la biblioteca provincial saldría Rayuela.

La última noche, antes de regresar a La Habana, alguien me pasa un grupo de crónicas. Ahí leo Cementerios, de Juan Orlando Pérez. Me enjugo las lágrimas y me presto a leer de nuevo, a encontrar y desactivar la bomba, porque si no la bomba me va a seguir explotando entre las manos. Las tres primeras líneas dicen: “La lluvia amarga del otoño cae sobre el cementerio en la colina de Harrow. La tarde se desvanece. Qué soledad tenaz la de los muertos cuando cae la noche, y las puertas de la iglesia Saint Mary se cierran, después del último servicio, y el párroco baja el camino oscuro de la colina.”

El resto de la crónica posee esa devastadora sincronía, nadie puede señalar dónde reside el milagro, cuál es la textura del hilo que la enhebra. Los fieltros eternos la protegen, un simpático pero intransigente velador del secreto. Cada vez que intento encontrar en Cementerios si en realidad estoy muerto, la perfección de la escritura no me lo permite. La bomba de su refinamiento explota cada vez que intentamos desactivarla. Como toda voladura por los aires, Cementerios provocó secuelas inmediatas. Me puse a escribir, y nada de lo que escribí valió la pena, porque no se debe escribir bajo el influjo de nada que no sea uno mismo. Entonces pregunté por Juan Orlando Pérez.

Me dijeron que era un periodista cubano. Me dijeron que hacía cinco o seis años se había marchado y que vivía en Londres, que impartía clases en alguna universidad. Me dijeron que también impartió clases en la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Habana a fines de la década del noventa y a inicios de los dos mil y que durante ese tiempo fue el profesor más reverenciado, el más idolatrado, el más gentil, el más erudito, el que los estudiantes más amaban. Dudé si me estaban hablando de una persona.

Proseguí leyendo Cementerios dos o tres veces al mes. Y Cementerios me ayudó, mucho. Hasta que en tercer año alguien me comenta que Juan Orlando Pérez tiene un blog. Un blog que actualizaba cada sábado, y al cual yo había llegado tarde. Ya para esa época yo publicaba en Cubadebate y nunca comentaba un trabajo que no fuera mío, pero decidí romper el hielo en suelo ajeno con una nota al pie de aquel post sobre Martí, el ojo del canario, la película de Fernando Pérez. Mi comentario, creo, fue agresivo, que es el método primario de la admiración, y probablemente el más legítimo, porque la admiración en términos de loa es siempre parasitaria.

Minutos después, Juan Orlando contestó. Yo le dejé mi correo electrónico y a los días obtuve respuesta. Luego comenzamos, me atrevería a decir, una entrañable, muy entrañable correspondencia, que para Juan Orlando, quién sabe, no habrá sido más que un juego, pero que a mí me salvó más de una vez. Al pie de la letra.

En el verano del año 11, vino a Cuba. Quedamos en la Plaza de Armas. Conversamos durante tres horas. Me regaló un libro de Coetzee. Yo no le regalé nada. Me compró un helado. Yo no le compré nada. Habló de La Habana de un modo que no había visto hablar a nadie, un modo que está en las antípodas de Eusebio Leal, en el reverso de Rutas y Andares. Unos ocho meses después, a fines de cuarto año, yo me encerraría durante par de semanas en un piso de la beca de F y 3ra, y terminaría un cuaderno de cuentos que luego mandaría a concurso y en el cual Juan Orlando ocupa un lugar principal.

Es, desde Carpentier, el periodista cubano que con más habilidad y conocimiento se mueve en cualquier terreno del arte: música, ballet, literatura, teatro. Es, además, en sus crónicas, mucho más poeta que Carpentier y tanto como cualquiera porque Juan Orlando transita por esa ancha doble vía de luz que abrió Lezama y que parece muy lejos de agotarse. En La imaginación contra la norma, el libro de Julio César Guanche, habla de Pablo de la Torriente Brau y de los héroes del 30 como difícilmente lo pueda hacer algún investigador actual. No porque conozca más, sino porque imagina más, porque bromea más, porque fabula más. Y esto, al cabo, significa conocer más.

Juan Orlando regresó a Cuba el pasado septiembre, y volvimos a encontrarnos. Le dije, con disimulo, lo que significaba para mí, y se limitó a sonreír, a palmearme cariñosamente y a abrazarme, con esa gentileza patricia suya, que todo el que lo conozca sabe distinguir. Conversamos largo y tendido. Entonces me preguntó o salió el tema del coro. Yo dije que la gritería no me dejaba escucharme, que a veces los gritos me exasperaban y entonces gritaba yo también. Le dije que todo el tiempo agitaban banderas delante de mis ojos, que una perenne manifestación me perseguía, una ensordecedora e idéntica consigna, lanzada desde todos los frentes. Esto ya cansa un poco, dije, amilanado.

Tarde o temprano, dijo, el coro te traga. Es inevitable. No era algo que yo no supiera, había presenciado muchos naufragios a mi alrededor, mucha gente detenida al borde de la plaza y que finalmente habían estirado la mano para que el desfile los engullera. Cuando se lo comenté a Carlos Díaz, me contestó que quizás yo estaba ya dentro del coro, o que al menos no tenía ninguna certeza de estar fuera. A eso le llamo que te remuevan el piso. No le respondí, pero me aferré luego, con miedo, al verso de Escobar: “Algo bulle en mí, y eso que bulle me dice que no estoy equivocado.”

Cuando a Carlos Díaz, que fue el tutor de mi tesis, y que puede ser muy hilarante, le preguntaron medio en broma medio en serio por qué en la dedicatoria aparecía Juan Orlando Pérez, no perdió los papeles y respondió que no sabía, que esa era mi tesis, y que si yo se la quería dedicar a Bush, él no se podía meter.

Antes de despedirnos, este último septiembre, Juan Orlando volvió a regalarme otro libro: Los pájaros amarillos, de Kevin Powers. Es una novela desgarradora, maravillosamente bien escrita, narrada por un veterano de Irak, yo diría que fantasmal, un hombre que se está yendo. La novela se lee rápido, no toma más de dos noches, pero es a la piel del lector lo que la guerra a la del soldado. Tuve, antes de terminarlo, la fugaz idea de que el libro quizás podría editarse en Cuba, porque coincide con nuestros intereses, y podría demostrarle a los cubanos, con infinitamente más contundencia que cualquiera de nuestros analistas internacionales, cuán perverso es el establishment estadounidense, su sinsentido belicista, o la cantidad de escombros que pueden esconder alfombras como la Patria, la seguridad nacional, el bienestar del futuro.

Pero mejor dejarlo ahí, porque Los pájaros amarillos, como toda buena novela, es un peligro, construida con la misma materia de Cementerios, y podría a las menos cuarto volverse en nuestra contra. Tan solo el principio dice lo que mucha gente que yo conozco, incluido el propio Juan Orlando, puede decir: “La guerra intentó matarnos en primavera.”

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