Kafka, el costumbrismo y yo

Colgaron un paisaje moribundo/ donde el árbol estira una mano esquelética/

en medio de un aire detenido.

Raúl Hernández Novás

…puede que haya ido a la Universidad; pero eso no lo mejora,/ y como cree que sigue siendo un hombre/ y que está vivo, es un canalla, ruin como tú/ y como todos.

Ángel Escobar

Fue hace tres años. Leía yo un cuento de Ronaldo Menéndez. Un cuento antologado y por tanto de dudoso origen. De ahí que lo leyera en dos ocasiones, y posiblemente en tres. Luego, algo aturdido, me levanté de la cama (yo leo acostado), y me puse a mirar, a través de la ventana de mi cuarto, algunos edificios de La Habana. Así estuve durante un rato, alrededor de treinta minutos, hasta que repentinamente la noche se desplomó sobre la ciudad y ya no pude mirar nada o no pude mirar lo que yo quería y entonces supe que en ese preciso instante algo de suma importancia no marchaba sobre ruedas.

Ahora no, pero cuando uno tiene la edad con que yo contaba la tarde que leí el relato en cuestión, cualquier escritor cubano, y más contemporáneo, está sentenciado de antemano. Es una ley justa y severa y que cumplí a cabalidad hasta que, si se me está permitido hablar en tales términos, me dejé vencer por el peso de los años. Primero me gustó Ángel Escobar y después me gustó Novás (en realidad, debió ser al revés, Novás primero y Escobar más tarde), que aún no sé qué es y de quien en más de una ocasión entreví su fantasma, pero no de madrugada ni en situaciones de excepción, sino mientras comía potaje y picadillo, o boniato hervido y calamar en el comedor de F y 3ra. Un comedor con historia, francamente no muy higiénico pero con evidentes rasgos de historia, con rasgos de algo que de a poco, sin que lo notásemos, empezaba a ser.

Dos poetas son una carga comprensible, que yo estaba y aún estoy dispuesto a bandear, inclusive a asumir, sobre todo si tenemos en cuenta que ambos poetas murieron totalmente indefensos. Se suicidaron a mediana edad. Aunque para el suicidio, las edades son tempranas o tardías, nunca medianas. Novás, de un disparo en la sien o en el mentón. Escobar, saltando al vacío, desde la ventana de un apartamento del Vedado. Pero un narrador, lo que se dice un narrador como Ronaldo Menéndez, cubano, contemporáneo y, por demás, muy vivo, no era algo que entrara dentro de mis cálculos, por más que tras la lectura lograra abrir una brecha, una leve hendidura.

El cuento se ambienta en el Período Especial. El Período Especial, entro otras muchísimas cosas, funge como un juego y el cuento también. Solo que el Período Especial jugó y juega y en cierta medida jugará con nosotros quién sabe hasta cuándo y el cuento de Ronaldo Menéndez, sin dejar de ser fiel a los hechos, y sin dejar de coquetear con nuestras fatalidades, escaseces y limitaciones, juega al unísono con Borges, con Dios (de alguna manera son la misma cosa) y con las terribles e interminables noches de apagones de inicios de la década del noventa. Menéndez cuenta, en uno o en varios pasajes, la pesca de gatos por los cubanos en los techos de las casas coloniales, y en los techos de las casas de la República, y en los techos de las casas de la Revolución. Es decir, en los techos de las casas cubanas. No había nada que comer y algunos sujetos astutos se trepaban a las alturas con cabezas de pescado como carnadas y sobras de ese tipo.

Aquello, sin ir más lejos, me puso a pensar. Me puso a reír y luego me puso a pensar (esa es la felicidad y también es la desdicha), y vislumbré en las escenas de inusual pesquería, bajo las estrellas de la noche insular y sobre las tejas porosas o los canelones de prefabricado, el oleaje y las vicisitudes de una época, el fresco político, filosófico y económico de cuanto veníamos siendo los cubanos (en cualquier caso, tamaña grandilocuencia habría que achacármela a mí, no al autor).

¿Pescar gatos? ¿Alguien ve la luz y la sombra y lo inexorable que se cuela por una hendija semejante? ¿Es eso lo que hemos hecho durante tantos años? ¿Pescar gatos? ¿Hemos, a la larga, pescado algún gato? ¿La pesca de gatos tiene de absurdo, o de sublime? ¿Tendrá de los dos? ¿Son lo absurdo y lo sublime una misma cosa? ¿Las dos caras de nuestra moneda?

Justo por aquellas fechas (hace tres años), Ronaldo Menéndez, que ya vivía fuera de Cuba, regresó a La Habana, y en una especie de tertulia literaria impartió una especie de charla y tras una especie de interrogatorio cerrado comentó su literatura más reciente. Dijo que sus editores y sus lectores españoles lo tildaban de realista mágico, porque sus personajes, además de, criaban puercos en las bañeras de sus casas.

Cuando los editores y lectores españoles se ponen pedantes, o sea, cuando se ponen estereotipadamente europeos, Ronaldo Menéndez les dice que el problema no es literario, que el problema no estriba en la perpetuación de un estilo, de una forma, en el rescate o no del realismo mágico, sino que el problema es otro, mucho más sencillo, pues si Kafka hubiera nacido en Cuba, en, pongamos, 1970, y no en Praga, en 1883, habría sido un escritor costumbrista.

¡Si Kafka hubiera sido cubano, habría sido un escritor costumbrista! ¿Qué esconde semejante frase? ¿Un privilegio, un reto, una fatalidad? Después de esto, aunque con el cuento de la pesca de gatos me alcanzaba para considerarme su lector, me fui a buscar alguna otra cosa, alguna novela o algún otro relato de Ronaldo Menéndez. Pero solo encontré crónicas de viajes. Que a mí me bastaron, porque yo soy un ferviente lector de crónicas, tanto o más que de poesía, aunque menos que de noticias. Entonces leí las notables promociones de lugares o islas como Florianópolis, Vulcano o el lago Titicaca.

Pero igual terminé pensando en Cuba, insosteniblemente en Cuba, que es la única isla y el único lago y el único chasquido que conozco (Cuba me tiene hasta el último pelo). Y luego miré por la ventana del apartamento los edificios del Vedado y las luces de la calle G y sospeché que las luces, las cuales, lógicamente, eran eléctricas, luchaban por no apagarse, contra el viento que venía del mar, contra el polvo que subía del asfalto y también contra los edificios, que vistos a esa hora de la noche simulaban una maqueta, padecían una terrible pequeñez. Aquella era una escena costumbrista y yo el personaje gris de un tenaz escritor.

Miré hacia abajo, hacia el vacío, desde la altura de un piso veintiuno, y por última vez pensé en Novás y en Escobar, y sin quitar la vista de la acera, más bien midiendo la distancia que me separaba de la literatura, sentí miedo, un poco de frío, y pensé asustado: ¡qué poetas, madre santa, qué dura estirpe se precisa para escribir versos así!

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