La flema y la fibra de Fernández Fe

Gerardo Fernández Fe

Gerardo Fernández Fe / Foto: Tomado de Editorial Hypermedia

Toda la poesía que Gerardo Fernández Fe escribió, al menos hasta donde tengamos noticias, la escribió antes de los veinticinco años. Tres cuadernos. El último de ellos, Las palabras pedestres, obtendría el Premio David en 1995. Después, Fe cambiaría los versos por la narrativa, y también bajaría ostensiblemente el ritmo, si no de su escritura, sí de su producción. Casualmente, solo otros tres libros ha publicado desde entonces: dos novelas y un ensayo.

Hay, en su mayoría de edad, un evidente acto de contención. Sin embargo, cada vez que ha reaparecido, hemos podido confirmar que estamos esencialmente ante un poeta, alguien marcado por una pulsión de la palabra. Entre el sosiego de lo que podríamos llamar carácter, y esa comezón (vertiginosa, como toda comezón) ulterior, afán y ansiedad de quien supo y no ha olvidado lo que significa arriesgar un verso inédito, y luego otro, y luego otro… a caballo entre ambos extremos, digo, se cuece la literatura de Fernández Fe.

Nosotros podemos ver, sobre la superficie calma de sus textos, el galopar corcoveante de una bestia ebria, el germinal con el que este traductor de Deleuze y Artaud debe batirse y al que tiene que someter, pero al mismo tiempo dejar con vida. Estoy casi convencido de que su escritura, la escritura intrínseca, el linaje de su verbo, su fraseología, no hubiera sido la misma si hubiera publicado con mucha más asiduidad, como casi seguramente habría podido hacer. El cuánto incidiendo sobre el cómo. Es una fórmula extraña, pero en caso de que fuese inefectiva, no lo sería precisamente por su extrañeza.

Hay algo más, no solo ese grácil refinamiento, que toda la obra de Fe tiene en común. Y es que ninguno de sus libros puede encontrarse en La Habana. La producción en serie de nuestros millares de obreros líricos se renueva curso tras curso. Poesía como prensa, donde uno se ausenta físicamente del circuito, o se niega a entrar, y enseguida la cantidad, el número, la loma de cuartillas anuales te reduce. Otros -orondos reporteros- te reemplazan. Metafísicos del lead, generalmente.

En 1999, Leonardo Padura advertía que la publicación de La Falacia –primera novela de Fe- podía dar pie a la polémica dentro del panorama literario cubano. No sabemos exactamente a qué se refería, pero resulta fácil entender, después de leerla, y después de corroborar el año de su publicación, que La Falacia no iba a dar pie a nada, sino que iba a pasar completamente desapercibida, y que esa, y no otra, era la prueba de su valía. La lectura que Padura hiciera de la novela resultó ser muy justa (un impasse, acaso inoportuno y festinado: tengo la impresión de que Padura cada día lee peor), pero “el mundo enfermo y enclaustrado del narrador de esta obra, un hombre del cual apenas conocemos oficio, filiación política, o posición social”, no podía despertar demasiada atención en un contexto donde lo que más sabíamos y lo que más les interesaba a nuestros escritores era justamente el oficio, la filiación política y la posición social de sus personajes.

En La Falacia, la imparable devastación de La Habana, sus olores abyectos, sus charcos, sus fondas, su pegajosa otredad, no son más que perversiones del narrador suicida. Aquí -fijemos el detalle, que será importante- la palabra tiene cuerpo, y merece, por tanto, que la categoricen (“pezón –palabra agresiva, que irrumpe-”). El sexo va de la descripción básicamente sensorial –poiesis– a la ejecución sádica –demonios internos fatalmente desatados– del más elemental deseo físico.

Si bien en esta novela la intención de negar un contexto o una práctica específica (la narrativa nacional de fin de siglo) es más o menos discernible, en El último día del estornino (Viento Sur, 2011) Fernández Fe se desentiende por completo de nuestros muy provincianos teje manejes, de nuestras rencillas seculares, de nuestros variopintos modos de expresar distintas neurosis –políticas, históricas, geográficas-, que no son, al cabo, más que una sola, y se larga a contar una historia sin centro fijo (parece haberlo, pero no), una larga fabulación que tiene como pretexto la muerte de un ave, un libro de consulta, y una pistola dentro del libro.

En determinados silencios, en algunos gestos inocentes, en cierta evocación nostálgica que emprenden los personajes (todos se detienen a pensar, todos se la pasan pensando), detectamos una fina red global, la corporización de un titubeo, de una eterna insatisfacción que quizás nunca como hoy, gracias a este mundo rizomático y conectado, ha podido ser tan simultáneamente narrada. Hablamos de un implacable francotirador bosnio, de un matrimonio de la petrolera burguesía venezolana, de un ex tenista -¡un ex tenista!, no un ex pelotero- cubano, o de un camionero cuarentón que recorre Europa y al que, por supuesto, le hacen autostop.

El último día del estornino confirma que Fe es un autor imprescindible (para mí, el más sólido de nuestros narradores contemporáneos), pero es Cuerpo a diario, un ensayo“sobre diarios escritos en situaciones límites como la enfermedad, la guerra o los estados totalitarios”, publicado en 2007 (no sé por quién, porque lo leí en un PDF armado con fotos que algún concienzudo y solidario lector le sacara a algún extraviado ejemplar) y reeditado hace un par de meses por la Editorial Hypermedia, el libro que verdaderamente marca el punto de giro. Si me permiten una ubicación, diría que Cuerpo a diario es uno de los grandes ensayos de la literatura latinoamericana, no menos.

Fe nos dice, por ejemplo: “No hay heroicidad que no ambicione el reparo de la Historia. Aunque no lo parezca, el desapego socrático hacia el suceso de la muerte lo conduce a una nueva forma de vanidad. Nueva extremaunción: óleos de otro tipo.” El diario personal fue entonces, en buena medida, ese óleo de otro tipo. Fe se pasea con sobrada erudición por los apuntes íntimos de Sade y Kafka, de Céspedes y Martí, de Drieu la Rochelle y Paul Léautaud. Define la fibra y la flema (dos opuestos de semejanza sonora; he aquí como reaparece, solapado, el poeta), y el diario del Wittgenstein soldado, contrario a lo que podamos pensar, es un diario muy fibroso. En situaciones límites, la relación entre el cuerpo y la palabra se torna más vital que nunca. La palabra como sustituto, como necesidad, como opuesto, como bálsamo, como fuga, como deleite.

A la altura de la página ciento y tanto, centrado en Martí, después de remarcar el lado enfático y mesiánico de nuestro Apóstol, hay una línea, una sola línea, donde Fe se permite flaquear. Es la única aclaración que hace. Y dice: “no se entienda lo anterior como reproche o queja, que no lo es, al hombre enorme que fue”. Primero pensamos que Fe no debiera haberlo aclarado, que a todos nos quedó lo suficientemente claro, a través de sus páginas, cuán grande es Martí, y en cuán alta estima Fe lo tiene. Pero luego comprendemos que Fe ha conjurado el error, y que esa línea, de una simpleza tal, después de tanto rigor a lo largo del libro, es un respiro más que comprensible, y que lo es, sobre todo, porque funciona como símbolo de nuestro carácter y de nuestra ventura; esa manía, esa necesidad, esa obligación y ese miedo que nos lleva a poner el parche cada vez que osamos matizar un santo o visitar por nuestra cuenta, no como parte del típico recorrido programado en el que nos toman de la mano cual eternos pioneritos entusiastas, algún altar sagrado de la Patria.

Fe no cae, por otra parte, en el desacato frívolo, y su aclaración, que en todos los otros sitios (periódicos, libros de historia, películas, noticieros) nos hastía, aquí es, cuando menos, tierna. Sí, tierna. No está, su ficción última, exenta de ello, de ternura.

En Rotunda piel, un relato no demasiado largo, publicado en Cubaencuentro (No. 48-49), Artemio vuelve cabizbajo a casa. Artemio es un obrero cubano. Carga con una bolsa llena de huesos para sus perros, y en su cabeza anidan palabras como “motores, petardos, coloides, flujos de frenado, tamaños de la tobera.” Algo le pasa a Artemio. Algo le hizo recordar tiempos de gloria. Hay en él, en el obrero, una profunda desolación espiritual, toda la desolación espiritual del cubano después de esta larga y extenuante travesía, todo el flujo narrativo que aún no hemos sabido captar.

Y en el penúltimo párrafo, como quien pasa silbando al descuido, Fe deja caer una idea que parece una declaración de principios, un guiño a lo evidente, a lo obvio, y que es el punto de vista desde el cual, desde hace mucho rato, tendríamos que estar mirando. Dice: “Habrá incluso hasta quien pueda pensar que Artemio terminó suicidándose por desengaño político. Quizás ignoren que arrastró durante años el dolor de no poder retener en su memoria aquellas escenas de fulgor que en otros tiempos colmaron su vida; ya no en simples fotos finalmente ocres amontonadas en una caja de zapatos, sino como una película grandiosa que visionamos los días en que afuera llueve.”

Es una aclaración a los vecinos de Artemio, pero muy probablemente a alguien más. Es una aclaración vecinal, pero también literaria. Ahí radica la explicación de por qué Fernández Fe es un gran narrador, y nuestros más encumbrados escritores no lo son. Porque nuestros más encumbrados escritores hacen carrera con el (des)engaño político, y Fe, ejemplar traductor del francés, se acoda en la ventana y visiona los días en que afuera llueve.

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