La mafia más grande…

…vive en el Vaticano.

Calle 13.

Cierto: el Papa es latinoamericano, pero es Papa. Es decir, no tenemos por qué hacer una fiesta de eso. Da lo mismo si es argentino, libanés o italiano. Representa a la Iglesia Católica, sus estatutos, sus prédicas, su ubicación real en la política contemporánea. No le podemos pedir otra cosa.

De hecho, cualquier atributo simbólicamente inusual o a la izquierda con que cuente Jorge Bergoglio no es más que un golpe de astucia. Lo han elegido para cambiar una imagen, para lavarle las manchas a una institución amenazada. Bergoglio no es solo argentino, o el primer Sumo Pontífice latinoamericano. Es, además, jesuita. Que sea jesuita no significa que apoye la Teología de la Liberación. Que sea argentino no significa que le tienda una mano al continente o que pertenezca al Tercer Mundo.

Ese sigue siendo un error básico. Creer que un hombre determinado asume de antemano las características de los círculos a los cuales pertenece. Esto es: creer que todos los millonarios son malos, que todos los pobres son buenos, que todos los poetas tienen sensibilidad. Un obrero –Lukács aporta esa idea al marxismo- no es revolucionario solo porque blanda un martillo en la mano. Un burgués no es un paria solo porque haya nacido en cuna dorada.

Aunque una afirmación así nos muerde la cola, porque entonces todos los Papas no serían demagógicos, pero mientras un millonario, un pobre y un poeta pueden andar por su cuenta, y asumir los roles que les vengan en ganas, desde un gentil hombre hasta un truhán, el Papa, en cambio, representa una institución, es como el diplomático o el político.

Si algo apoyo yo de toda la parafernalia para la elección del Obispo de Roma, es precisamente el cambio de nombre. Eso deberían hacer los políticos y los diplomáticos. A la vez que asumen un cargo, cambiar de nombre, para que el resto de los mortales pueda diferenciar. Un antes y un después. Así uno podría juzgarlos como individuos y juzgarlos como representantes de otra cosa: un país, una institución milenaria, una ONG, un CDR, lo que sea.

¿Se imaginan? Pongamos el caso de un mito, para no despertar ronchas. Cuando Bolívar libera sus esclavos, lo hace por su cuenta, pero cuando organiza el congreso de la Gran Colombia, y el congreso no reconoce la abolición directa de la esclavitud, ya Bolívar no es solo Bolívar. Bolívar es un presidente: con estrategias, concesiones, posposiciones, renuncias.

Investido como Francisco I, Bergoglio será un portavoz. ¿Qué esperaban? ¿Que apoyara el aborto? ¿Que le tendiera una mano al matrimonio homosexual? No le pidan lo que no le toca. Pídanle a Bergoglio lo que le toca a Bergoglio. Bueno, el resultado es incluso peor. Bergoglio arrastra pecados intapables.

No se violó a nadie, no abusó de ningún pibe, pero –echemos apenas un vistazo- mantuvo vínculos dudosos con la dictadura de Videla y delató a dos sacerdotes por actividades clandestinas. Dos sacerdotes que fueron torturados hasta el cansancio en la lúgubre Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Todo el mundo tiene un pasado oscuro, pero los Papas lo tienen más oscuro que los demás.

He oído decir que un buen representante, incluso para los latinoamericanos, habría sido Sean O´Malley. ¿Saben de dónde es Sean O´Malley? Norteamericano de ancestros irlandeses, a cargo de la diócesis de Boston. Entonces ahorrémonos el chovinismo, que este argentino posiblemente lo que traiga sea más embrollos. Es una cuña podrida en medio del pastel, puesto con la mano para dinamitar.

No importa que haya escogido un crucifijo de madera, y no de oro. No importa que sea medio asceta. No importa que haya decidido rendir tributo a uno de los santos más incómodos para el poder: San Francisco de Asís.

Por cierto, hay un poema medio fábula de Rubén Darío, fábula sin moraleja, donde aparece San Francisco en sus labores de conciliación. El poema es magnífico, trepidante –Darío no siempre es trepidante-, y cuenta cómo el santo se va a la montaña y convence al lobo de Gubbia para que no asole más la región, para que no siembre el pánico, ni mate corderos, ni asesine pastores. El lobo explica los motivos de sus pecados, pero finalmente accede y depone las armas ante la oratoria de un predicador al que Darío le reconoce “un corazón de lis” y “una lengua celestial”.

El lobo se muda con San Francisco al convento, y allí medita, escucha las oraciones, esconde sus fauces, aplaca al demonio que lo habita. Todo en orden, hasta que San Francisco se marcha del pueblo y, pasado un tiempo, el lobo, vengativo, vuelve a las andanzas. Se refugia en los riscos, y muerde y ataca y despedaza y se hace indetenible por los cazadores y expande el terror. Cuando San Francisco regresa se llega a la morada del lobo, a recriminarle su falta de palabra, su traición a Dios, pero el lobo ofrece sus razones.

No diré cuáles fueron sus razones, porque hay que leer el poema, pero sí diré que me parecieron justificadas y que hizo bien en volver por sus fueros. Establecida la analogía, hay un detalle que urge descifrar. Si en la fábula de hoy, al menos por nombre, Bergoglio es San Francisco, ¿qué somos nosotros, los latinoamericanos? ¿El lobo o el pastor?

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