Lebron James: una cuenta saldada

Troy Taormina / USA Today Sports

Troy Taormina / USA Today Sports

Lebron James es el único atlas que, en vez de aplastar, apuñala. Su anatomía parece diseñada sobre todo para demoler, pero resulta encomiable que Lebron haya decidido, en algún momento, convertirse también en lo que hoy es. Tijera filosa sobre el telar de la cancha, que penetra, corta, zurce retazos y termina entallando a su medida la vestimenta súbita del baloncesto.

Desde que salta a la duela es un sastre concienzudo en labores de alta costura. Uno descubre luego, terminado el partido, los jirones, las hilachas. El prójimo en taparrabos y Lebron de frac. Cuando juega, por tanto, el resto de los jugadores desfila con las mangas a mitad del antebrazo o a la altura de los nudillos, con las perneras demasiado anchas, las medias caídas y los zapatos un número más grande o sin betún. La virtud desmedida, aún inconsciente, suele colocar al resto al borde del ridículo. Eso explica por qué el mérito es siempre un acto de soberbia.

Como si no bastara con llevar a buen término el talento propio, y salir del abultado gremio que conforman las promesas que no llegaron a nada, Lebron James se aplica también a tareas para las que nuestro ojo convencional no lo creía posible. Es un cervatillo de más de dos metros y doscientas cincuenta libras de peso. No hay músculo más ligero que el suyo.

Y hay, sí, jugadas en las que Lebron, desde más allá de los 7.25, enfila el aro, nosotros lo vemos, cómo se pone el canasto entre ceja y ceja, y cómo ingresa y por la vía más recta descarga su inyección. Hay otras en las que, en medio de la pintura, machaca y machaca, comprime al rival, lo mete en un puño, mortero culinario que aplasta los ajos, hasta que pivotea, da un paso atrás, flota lánguidamente y después, como si fuese lo menos importante, encesta.

Resulta evidente, a la altura del quinto párrafo, el alto grado de seducción que Lebron ha provocado en mí, después de haber seguido milimétricamente cada gesto suyo durante las finales últimas entre los Cavaliers y los Golden States.

Había, por otra parte, una trama: la de la épica pura y dura a lo Torquato Tasso, tan consustancial al deporte. Lesionados Kyrie Irving y Kevin Love, sus dos lugartenientes, Lebron cargó con una banda de chiquillos atribulados y estuvo a dos juegos de regalarle a Cleveland, su ciudad natal, el primer campeonato en cincuenta años, sea el deporte que fuere (fútbol americano, béisbol o basket; entiéndase).

Lebron no acumuló un triple-doble global a lo largo de las finales porque terminó promediando ocho asistencias por encuentro, lo cual confirma, para cualquiera que haya seguido los seis últimos juegos de la temporada, que Lebron asistió mucho, pero no contó con buenos tiradores que lo complementaran. Pívots, por juventud o torpeza, muy ineficaces, y escoltas muy irregulares, cuando no francamente díscolos, como J. R. Smith.

Su más fiel partisano fue Martin Dellavedova, un australiano con cara de ardilla a quien le dio por aparecer debajo de todas las pilas humanas, luchando y capturando los balones sueltos; quien además anotó en momentos importantes y se batió a destajo, y quien secó a Curry, al menos todo lo que se puede secar a alguien como Curry.

Dellavedova inspiró ternura y simpatía, porque encarnó como nadie el espíritu de la disputa. Guerrero que, sin demasiadas luces, se prodiga y muerde, y cuyo ímpetu no alcanza para triunfar, sino para dilatar la derrota. Sumido en el fragor, comienza a desgastarse, deja la yugular al descuido, y por esa brecha mínima le asestan el golpe.

Cleveland duró hasta el tercer juego, lo que aguantó Dellavedova. De ahí en adelante, solo asistimos a la danza de un Aquiles resignado como lo fue Lebron. Con una caballería minusválida alrededor, la hidalguía y madurez de este fenómeno terminó por absorberme. Jamás protestó ante la impericia de sus compañeros, jamás se exaltó. Solo se contuvo una y otra vez antes los sucesivos fallos y siguió yendo adelante, como le correspondía.

Quizás por mantener tan monástica postura dentro de la cancha fue que Lebron estalló en una de las conferencias de prensa y declaró que no sentía ninguna presión, que él era el mejor jugador del mundo. No dijo, en realidad, nada que no fuese estrictamente cierto.

En Miami, ciudad donde es condenado por apóstata, sus declaraciones vinieron a reafirmar la idea extendida de que la antigua estrella de los Heat es un maleducado charlatán. Miami se ha refugiado en el desprecio para solventar la presunta traición de su viejo ídolo.

Aquel residente de Kendall o Coral Gables que se exprese respecto a Lebron, lo hace para señalar que es un millonario egoísta, que cambiarse de equipo (que lo hacen todos los jugadores profesionales de este mundo) no estuvo bien, y que Golden States merecía ganar el campeonato. Pero ese tipo de consuelo sustituto, esa bronca acendrada, no hace más que demostrar lo siguiente: Miami ama aún a Lebron James, como aman las mujeres despechadas. O peor: como aman los tipos duros que no se permiten reconocer su sufrimiento.

Esa suerte de fragancia rabiosa tal vez haya sido la causante de que yo viniese a descubrir a Lebron justo en Miami. Tarde, cierto, cuando ya de Lebron no quedan aquí ni las pancartas, pero sí su estela. Solo en la temporada anterior, hace prácticamente nada, Miami se adaptaba a la singladura de su hombre; vivía en el vértigo.

Yo veo jugar a Lebron desde hace ya bastante tiempo. Y disfruté a plenitud que los magníficos y elegíacos Spurs se tomaran venganza y prácticamente lo pisotearan durante las finales de 2014. La eficacia de un equipo, el modo grotesco en que los Spurs apabullaron a los Heat, fue lo que terminó descabezando a Miami, que ni siquiera logró clasificar a los play off en 2015, después de cuatro finales consecutivas.

Solía despachar a Lebron, pasar de él, porque ya, en tierra de gigantes, su estética me parecía muy inferior a los despliegues ornamentales de Jordan o Kobe, incluso a figuras de menos calado pero que igual hicieron mis delicias, como Jason Williams.

Ahora que he sufrido esta especie de conversión, tengo la hipocresía de reconocer que me avergüenzo, una vez más, de mis ignorancias previas, lo cual es también una manera de reconocer que me estoy avergonzando, desde ya, de mis ignorancias futuras.

Durante las finales últimas de la NBA, me pareció que Lebron sabía, de antemano, que iba a perder. Me pareció que todo el tiempo lo calló, y que la tranquilidad con que se fue zambullendo en el fracaso, anotando casi diariamente cuarenta puntos, sabiendo además que no iban servir para nada, es una muy precisa forma de la sabiduría.

Lo admito: no disfruté la robótica puntería de Curry, ni el carácter y la eficacia de Iguodala, ni la audacia de Draymond Green. Cada vez que Lebron peleó y cayó, fue como una lectura insospechada, en la que por fin descubría, después de haberlo mirado muchas veces, una inédita expresión de la belleza.

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