Lección aprendida

Septiembre definía la suerte o la desgracia. Fijaba los tiempos. Ya no. Hoy todo es una fila corrida de días, indistinguibles uno del otro. Septiembre significaba aula. Y era, al unísono, vértigo y dejadez. Uno sabía que detrás de septiembre venía octubre, y luego noviembre, y así hasta junio. Eso no atraía, ciertamente, pero septiembre, lo que se dice septiembre, estaba bien.

Amábamos más el aula de lo que estábamos dispuestos a reconocer. Si resultaba aburrida para alguien, era porque ese alguien resultaba aburrido, no por el aula en sí. Detrás de los pupitres emprendí la travesía más larga de mi vida. Entré amasando plastilinas. Salí defendiendo un título.

Algo debimos aprender encerrados en aquellos soporíferos cubículos, uniformados con pañoletas de puntas mordidas o con hediondos pantalones amarillos, pero finalmente nos quedó la impresión de que asistimos a las clases para adquirir de contrabando un conocimiento nunca del todo revelado. Aleaciones y rupturas que se camuflaban detrás de la Matemática y la Historia, y que a veces, en ratos de distracción, terminamos vislumbrando, hasta que el reglazo de la adultez en los tobillos nos saca del letargo.

Pocas tensiones he sufrido como las que me sobrevenían a partir de las cuatro de la tarde, cuando ya la auxiliar pedagógica había perjurado que a las cuatro y veinte, por payaso, no me iba. Pocos instantes de euforia como el de acercarme a las cien copias exigidas por alguna sesuda regañona. Pocas ansias como la de las cabezas gachas, rezando para que el próximo nombre que saliera de la boca de la maestra fuera el tuyo.

Nunca nadie me inspiró más rabia que la modosita, futura cederista, que te ponía una cruz en la pizarra, y luego te decía vas por dos, y luego te borraba una, y luego te decía vas por dos de nuevo, y luego seguía torturándote, porque lo disfrutaba, y luego tú decías pero yo no hice nada, fue el imbécil de atrás, y luego te decía vas por tres. Había incluso algunas condiscípulas que llevaban listas de indisciplinas por su cuenta, y en ocasiones podían acumularse varias listas de revoltosos. Algunos, los más fieros, coincidían en todas.

Mi merienda histórica fue pan con aceite y sal y refresco en polvo. Colgaba la bolsa detrás de la puerta, y me gustaba que la corteza del pan se tostara, pero no me gustaba que el pan se humedeciera, como tantas veces sucedía.

En cuarto grado comencé a levantar sayas y a tocar nalgas. Luego corría asustado, con sensación de triunfo. Nunca tuve novias. Mi novia era el deporte. Hasta sexto grado usé shorts muy cortos. Algunas camisas se me salían de solo bostezar. Nunca hice correctamente un nudo de la pañoleta. Una pata me quedaba muy larga y la otra muy corta. Ya desde la primaria, tuve la valentía de faltar a sesiones de la tarde y luego mentir en casa. Jamás pude comerme el almuerzo del seminternado. Canté todos los himnos. Adoraba decir algo en los matutinos.

No es que esté edulcorando los recuerdos, es que los viví con el acelerador a fondo. Cuando reparo en que tengo un amigo que viene conmigo desde los ocho años, me da por pensar que al menos algo, en algún punto, no ha salido del todo mal.

Yo sabía que, dijera lo que dijera, no quería que me quitaran la escuela. Clases laicas con la suficiente ductilidad como para permitirme, luego, zafar de toda la doctrina que no me convino. Aquí debería agradecerle a alguien, pero no sé exactamente a quién.

Ciertas posturas son todavía rezagos de un empecinado infantilismo. No habiendo ya escuelas de las que renegar, y sabiendo que siempre hay una indisciplina que cometer, no nos va quedando más remedio que blasfemar del Estado. No es que nos plazca demasiado, pero si ya tenemos dos cruces, que nos anoten tres.

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