Lemebel, el ángel alado

Después supe que Tengo miedo torero no era, para buena cantidad de lectores serios, la misma novela que para mí, que incluso hasta Bolaño le había sugerido a Lemebel que no la publicara, que su novela rozaba el panfleto o era ya, puesta en situación, un panfleto puro y duro. Bien escrita, cierto; mariconamente bien escrita; pájaramente bien escrita; tacones de aguja, lentejuelas y rímel bien escrita; pero consigna al fin.

No he vuelto a leer Tengo miedo torero. No me interesa comprobar si me sigue despertando la misma dosis de ternura que me despertó en su momento o si el lector ríspido y descreído que creo que ahora soy la va a mirar por encima del hombro, despachándola por cursilona y partidista. En cualquier caso, es probable que lo cursi no sea otra cosa que la dictadura del amor, como mismo el partidismo no es otra cosa que la cursilería de las revoluciones. Muecas. Expresiones que se convierten, al menor descuido, en sus propias caricaturas.

Hay, sin embargo, dos preguntas que me hago. La primera es cómo y por qué Lemebel –a pesar de la opinión de varios amigos sinceros como el propio Bolaño, quien también había dicho que Lemebel no necesitaba escribir poesía para ser el mejor poeta de su generación– persistió y publicó su novela. Y la segunda es si Bolaño, que era al fin y al cabo un lector tan profundamente cálido y tierno, tan noble y entrañable, no sabía que Tengo miedo torero, fuese lo que fuese, era también literatura, y que hay en sus páginas la marca, lápiz labial mediante, de un gran escritor.

Yo creo que Bolaño sí lo sabía, y sabía además que Lemebel sabía que su novela era sospechosamente panfletaria, y por cosas como esas lo admiraba. Por publicar algo, un pulso, que estaba por encima del panfleto, por encima de los críticos, por encima de las dictaduras, y por encima también de la literatura y los amigos.

Lemebel es escritor por decreto, pero no parece serlo en realidad. Ya sabemos que fue un maestro de la crónica, pero también que era cronista antes de que la crónica fuese lo que es hoy en Latinoamérica. Es decir, la crónica ha sido lemebeliana, no al revés. Y Tengo miedo torero es una novela a la que le importa un carajo si lo es o no.

Lemebel se mueve en desfiladeros donde las victorias no se alcanzan por unanimidad y las derrotas están a la orden del día. De ahí que se atreva a escribir cosas como esta: “Se van diluyendo lentamente las palabras de amor y los besos de aquel mancebo habanero se me escapan como pájaros.” O a preguntarse: “¿Por qué la tarde olía a azahares frescos?”

Hasta donde he podido comprobar, ese tic, ese ademán, no solo no es nuevo dentro de la literatura chilena, sino que además es recurrente. No hablo de la Allende. Hablo de literatura real, viva. Ahí está Neruda. Ahí está la Mistral. Ahí está María Luisa Bombal. Ahí está, incluso, disfrazado en la pirotecnia vanguardista, Huidobro. Y ahí está, parapetado detrás del arrebato sexual o de la sumisión ante la belleza femenina, el inmenso Gonzalo Rojas. Pero ninguno tan soberbio en su afectación como Lemebel.

Yo trato de montarme en el mecanismo mental de alguien que tiene la valentía de ser tan condenadamente kitsch: qué elige, qué borra, qué deja, qué discrimina, cuál es su filtro, sobre qué pentagrama compone. No lo alcanzo. Pero sospecho que la diferencia entre un buen escritor kitsch, y uno que no lo es, es que el buen escritor nos deja saber de alguna manera que detrás de lo escrito sí hay un proceso de elección, mientras que el mal escritor no sabe siquiera que se elige, mucho menos que es absolutamente obligatorio y elemental hacerlo. El buen escritor te dice: yo soy deliberadamente kitsch. El mal escritor, en cambio, es inconscientemente kitsch y te dice: yo soy profundo y kantiano.

Una de las razones por las que Tengo miedo torero pudo ser cuestionada, supongo, es por la idealización que hace de Cuba. Una idealización más o menos semejante a la que hicimos, hemos hecho o todavía hacemos muchos de nosotros. Una idealización que no es, a la larga, menos real que lo que sea que hoy seamos, ya que divorciarnos o persistir en ella sigue siendo, para el conjunto de cubanos, igual de traumático y doloroso. Que lo que se idealice no sea estrictamente cierto, no quiere decir que el acto de idealizar no lo sea.

Lemebel escribió de Cuba en más de una ocasión, y resulta obvio que Cuba –la versión latinoamericana de Cuba, no la versión cubana de Cuba, que está mucho más sucita– fue una especie de amparo para él y para otros miles en medio de las dictaduras sudamericanas durante los setenta y ochenta.

Escribió, por ejemplo, de Silvio Rodríguez, a quien no vaciló en hacer trizas. Escribió, lo recuerdo, sobre un viaje que hizo a La Habana y sobre cómo le llamaba la atención la cantidad de consignas que se desplegaban en los muros y las paredes de la ciudad. Como si los cubanos, según Lemebel, no estuviéramos seguros de lo que éramos y necesitáramos recordárnoslo todo el tiempo. Aunque ahora no sé si Lemebel se refirió a los cubanos en general o al gobierno en específico, habría que ver.

Y escribió un texto, neobarroco como el que más, titulado El fugado de La Habana (o un colibrí que no quería morir a la sombra del sidario). La crónica evoca el encuentro con un amor furtivo, enfermo de SIDA, que Lemebel descubre mientras recorre “el empedrado disparejo de la ciudad vieja”. Un ángel irredento que lo abandona o desaparece y que hace que Lemebel sufra por su ausencia. Pero luego Lemebel, típico, agradece que haya sido así porque “era inútil haber imaginado cualquier destino juntos, era romper el mágico desafío amoroso que inició este encuentro”.

No es una buena crónica esa. Se traba continuamente y, además, estoy seguro de que lo que cuenta es falso. Otra idealización suya. Un exceso de amor y de ansías que Lemebel, en su Habana añorada, quiere hacernos pasar por verídico. Desea vivir el romance ideal en la ciudad ideal, y no duda en inventárselo. El engaño es de tal magnitud, que solo puede compararse con el grado de su inocencia.

Lemebel pretende que le creamos cuando nos dice que estuvo dispuesto a contagiarse, y que fue su amante, en el último momento, “quien detuvo la mano cadavérica de la epidemia antes de cruzar la zona de riesgo sin preservativo.” He ahí su maravillosa candidez.

Mezclando como lo mezclaba todo, el SIDA y la izquierda, el travestismo y los desaparecidos, el marxismo y las prendas de tocador, me pregunto si no hay en ese melodrama lemebeliano una lectura en clave. Un mapa político de Cuba. El texto fallido; el héroe autobiográfico; el valiente que narra su hazaña; el relato puro; la idea de la libertad llevada al ridículo, a su propia incineración; el capricho de amar y de dolerse incluso por encima de la verdad.

Si así fuera, me gustaría dejar testimonio de una imagen –otra de tantas de Lemebel– que me estremeció hasta el tuétano, sobre todo por los cientos de veces que he desandado la Habana Vieja sin haberme acercado, jamás, a una definición semejante. Dice: “Una loca chilena tambaleándose en los adoquines coloniales de esas callejuelas estrechas, donde no cabían autos, pero sí las llenaba el jolgorio fiestero de los mancebos mulatos balanceando sus presas en el cañaveral erótico de la tarde.” Repito: “el cañaveral erótico de la tarde.”

Hay ahí el cortocircuito habitual que provoca la unión inaudita de un sustantivo y un adjetivo acostumbrados a aparearse con otros, hasta que una mano específica llega y los une para siempre. Arte en el que Lemebel confirmaba y derrochaba, una y otra vez, su inmensa valía. Porque algo hay que aprender: un mal texto lo tiene cualquiera, pero una buena frase solo los que saben.

“Cañaveral erótico de la tarde”: todo el folclor masculino de La Habana, toda su calurosa sensualidad, toda su virilidad caribeña, todos sus jodidos estereotipos, captados, destilados y eternizados nada más y nada menos que por una loca avejentada del Sur profundo.

Si así fuera, digo, si detrás de esa historia de amor el mapa político de Cuba fuese cierto, me gustaría, por el bien mío, por el bien de ustedes, por el bien de todos nosotros, que esa imagen, que esa belleza, después de tanta tempestad significara algo.

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