Llevándome el río

Fotos: Alain L. Gutiérrez

Lo impresionante en el concierto de Habana Abierta era ese leve matiz de irrealidad. Prácticamente nadie lo podía creer.

La expectativa es una condición metafísica. Depende de cuán larga o corta sea la espera, la cual, paradójicamente, sí es una condición muy concreta. Una década –en el caso de Cuba-, o toda la vida –en mi caso particular-, para dos horas y fracción de espectáculo es una proporción desmesurada. Tanto hemos esperado, y de tan distintas maneras, que hemos llegado a pensar que no los esperábamos.

Es decir, de algún modo olvidamos que esa gente existía, que eran cubanos y que tenían que venir nuevamente a este país. No sé cómo pretendíamos continuar sin escucharlos en vivo. Pero hubo un leve fallo. Pasamos por alto que envejecerían. Artistas como son, pensamos que sus rostros y sus gestos se mantendrían iguales. Que los años y muy probablemente el desarraigo, esa dos fuerzas demoledoras, no iban a pasarles por encima con tanta saña. Sus voces y su calidad son idénticas, cierto, pero esa contundencia de lo visual hace lo suyo.

Regresaron de la guerra -una guerra invisible, donde la derrota es declarada de antemano-, con las marcas como bocas abiertas por toda la piel. José Luis Medina ahora es un hombre increíblemente ceñido sobre sí, mucho más pausado y discreto, con claras arrugas e indudable pérdida de furor. Vanito no es como lo habíamos imaginado, un mulato irreverente, natural de Santiago de Cuba, componiendo en La Habana fantasmagórica de los noventa, sino un sujeto de más de cuarenta años, emigrado en España, vertical en su proyección, sin demasiado protagonismo escénico, calvo y extravagante en su estética. Queramos o no, hay en esas imágenes, tan definitivas, una historia de tremendísimo peso. Un grito que se escucha si se mira bien.

Nada pudimos hacer, no digo ya como país, que es mucho pedir, sino como individuos, para evitar que estos músicos se malgastasen lejos. Nada para evitar que la ausencia les pasase factura física. Nada para que no se presentasen en escenarios perdidos, con públicos exóticos. Nada para que sus edades no nos tomasen ahora por sorpresa. ¿Qué supusimos? ¿Que iban a estar ahí, intocables, siempre para nosotros? ¿Qué pretendíamos? ¿Que se mantuvieran ilesos para que nos consolásemos pensando que nada había sucedido?

Pero sí sucedió. Y Habana Abierta, agrupación virtuosa donde las haya, tocó en La Tropical como si arribaran no de Europa, sino de nuestras respectivas y selectas memorias. Al menos yo le entré al concierto con una carga sentimental explosiva y un sobrecogimiento involuntario. Aquel era el lugar donde uno sospechaba que encontraría personas con las que ha compartido, en algún momento, el gusto musical así como muchísimos otros gustos. Un lugar donde la dispersión volvía a sincoparse, lejos de las impertinentes casualidades.

Me uní, en la noche del viernes, a viejos amigos, visité de vez en cuando a los más recientes, canté lo que ya había cantado durante otras madrugadas y en tan distintos escenarios, recordé esa edad, entre los quince y veinte años, en la que descubrí Habana Abierta y en la que todo lo que uno aprende, es decir, los juegos sexuales, los trucos de la literatura, los pasos de un baile, la identidad de una música, lo aprende con una vehemencia excesiva, si eso, digo, fuese posible, si la vehemencia a secas no fuera lo suficientemente excesiva como para bastarse por su cuenta. 

Un japonés me brindó Hollywood rojos y se los acepté. Fumé un poco. Bebí ron y cerveza trastornadamente. Busqué personas puntuales y las encontré de golpe, como si en realidad fuese hacia otra parte. Hice declaraciones torpes, imprecisas, con tono de primera declaración, pero confesé lo que tenía que confesar. Reconocí, entre el público, al profesor Guanche, que debe ser uno de los mejores pensadores de la Cuba actual, si no es ya el mejor, ente otros méritos, por tomarse un respiro y asistir a Habana Abierta.

El concierto terminó. Me fui ebrio: ridículamente custodiado y enfático, como suele ocurrirle a los borrachos. Mantenía, sin embargo, un mínimo de lucidez. Una lucidez ingenua y efímera, alimentada por el espejismo de haber cumplido en el espacio inmedible de quince o veinte canciones, el trayecto circular de una espera, con todas las deudas saldadas y todos los rivales en su sitio.

Se había esfumado la nostalgia un tanto noble de las que cosas que aún no han sido, pero quedaba, ¡horror!, el mazazo de la música que ya fue, y que no tiene autoría ni reverso. Un tema insonoro de tres instrumentos. Rabia, placidez y estupefacción. Pero sobre todo estupefacción.

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