Los heraldos negros

Una época en que mi vida era solo literatura y béisbol y la historia ocurre del siguiente del modo. Estoy en Santiago de Cuba, en un cabaret de segunda. Las luces giran en el centro de la pista y provocan mareo, determinada euforia en los bailadores, algo que no es delirio, y que probablemente sea exclusivo del Caribe. Hace un calor terrible. Apoyo mis codos a la barra y con aire de forastero enigmático pido la primera cerveza de mi vida. Pero eso nadie lo sabe y, obviamente, no lo puedo decir. Un cubano que no tome es poco menos que hombre muerto.

Cierro los ojos y paladeo la espuma de una Bucanero bien fría, congelada. Al lado tengo a un hombre. Un moreno no muy alto, joven, con gorra encajada hasta las cejas y mirada perdida entre las luces. Busca a alguien. Alza el brazo y con un movimiento torpe derrama su cerveza sobre mi camisa. Pide disculpas. No me molesta, en otro lugar tal vez, pero en Santiago de Cuba uno no debe molestarse por nada. Solo tomar las cosas como vienen. O sea, salir y caminar las solitarias calles del oriente cubano. Calles largas, con luces mortecinas, profundas resonancias y pocas personas.

Pero cuando me decido a afrontar la absurda temperatura de la madrugada (por eso los santiagueros no duermen, y viven en el insomnio como otros en la idea del paraíso), el hombre me toma del brazo. Y pega su boca a mi oreja.

Pienso que va a morderme, o a echarse a llorar sobre mi hombro, pero solo me pregunta, en tono de asunto muy privado, si yo conozco a Honoré de Balzac. Supongo tres cosas: que está loco, o muy borracho, o que los dos danzamos en otro lugar. Posiblemente en el sueño de algún francés.

Con cierto recelo le digo sí, yo conozco a Balzac. Y acto seguido me estrecha la mano y creo que intenta abrazarme, porque en honor a la verdad solo agita mi cuerpo sin mesura. Y ahí es cuando dice: “Pues mira, blanco, yo soy amigo de Balzac”. Y ahí es cuando yo me decanto por la primera opción y digo para mis adentros en una especie de rezo: “Este tipo es un loco y no tengo salida”.

Pero el hombre, acostumbrado tal vez al peso de la soledad, repite sin mucho ánimo: “Sí, yo soy amigo de Balzac aunque no lo conozca”. Entonces no puedo más que quedarme en una pieza, lo cual significa que a partir de ese momento intimo con el sujeto. A la única manera de intimar en asuntos de literatura. Sin conocer siquiera el nombre del contrario. Apenas balbuceo dos o tres ideas incoherentes y me dedico a escucharlo, porque el hombre –se deduce- hace tiempo viene conversando con el silencio, con los estupendos e incorruptibles fantasmas de Santiago.

Menciona a Dostoievski y a Tolstoi. Sabe (yo, por ejemplo, no lo sé) que el que ha leído a Dostoievski y a Tolstoi ya puede y ya debe morirse en paz. Y luego confiesa que a veces, en medio de la lectura, arroja los libros contra la pared.

Le pido permiso para ir al baño. Asiente. Voy y regreso en un lapso indefinido de tiempo. El hombre baila y las luces giran a su alrededor. Lo acompaña una mulata voluminosa, algo mayor que él, de anchas caderas y glúteos enormes. Entonces me llama, pero yo no voy. Entonces me dice que tome otra cerveza, pero por hoy es suficiente. Entonces, como si estuviéramos a un siglo de distancia, grita algo. Una frase que no puedo asegurar, pero que a estas alturas del partido nadie puede arrebatarme. Yo soy un barco ebrio, parece decir.

Y ya no puedo más. Salgo a la calle a lo que sea, con cierta cobardía disfrazada de impulso. Pero antes –pobre, pobre- vuelvo los ojos, y el hombre sigue ahí, reptando por el cuello de la mujer, declamando en francés –supongo- algún poema de Rimbaud, para después proseguir con su tertulia.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

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