Los (i)letrados

Yo no creo en las profundidades. Lo más profundo que tiene un hombre es su superficie.
Josep Pla.

En medio de la fiesta, un conocido se acerca para decirme que me ha venido observando, y que se ha dado cuenta de que a mí solo me interesan las conversaciones baladíes. No si sé me ha observado durante la fiesta, o si es que me ha observado durante semanas o meses, pero no puedo menos que encogerme de hombros y asentir. Es cierto: a mí solo me entusiasman las conversaciones baladíes. Aunque, también es cierto, “baladíes” es un adjetivo que yo jamás usaría.

Media hora antes, me habían llamado de un grupo, me habían invitado a un trago, y me habían preguntado, de sopetón, que qué creía yo de la poesía de Borges. Batiéndome en retirada, ensayé una serie de gestos corteses y viré la espalda sin decir ni esta boca es mía, con el buche de ron atragantado por el susto. Lo primero es que, naturalmente, yo no creo nada de la poesía de Borges, ni tengo nada que comentar al respecto, ni nada que hacer, salvo leerla, y lo segundo es que, bueno: ¿qué clase de preguntas son esas, por dios?

El intento de no ser baladí es el más baladí de los intentos del hombre. Y, por supuesto, también el más ridículo. ¿Qué se supone que uno deba responder ante el peñasco artificioso que me preguntaron a mí? Cada vez que yo converso de literatura, que es casi nunca, y con muy pocas personas, lo hago porque en realidad estoy conversando de otras cosas. Eso, me temo, es la literatura: un desvío, una lámina que refracta, el espejo de un servidor informático anclado en otro país. No hay algo como hablar de literatura, no hay tal cosa.

Los que, cuando hablan de literatura, creen que de verdad están hablando de literatura, no son más que los típicos sujetos preocupados por abordar temas serios, y que piensan, mientras se escuchan, que finalmente están escapando de la ligereza y las pláticas mundanas. Los que, al hablar de literatura, saben que nada hay más baladí, quizás corran con mejor suerte a la hora de derribar al tedio: que es, el tedio, el verdadero leviatán, la pulpa fermentada en las cuestiones del ser.

El corrosivo sentido del humor de mi grupo de íntimos, su fusta para todo lo que no sea la pura jodedera, nos evita cualquier tipo de encorsetamiento (ya solo esta columna es motivo de grandes burlas, imagínense si se enteran que respondí a la pregunta sobre la poesía de Borges). Yo lo he hecho muchas veces, pero tengo serias dudas sobre todos los que se ponen a debatir libros. De más está decir que tengo serias dudas sobre mí. Tengo serias dudas, también, sobre las lecturas de poesía. Tengo serias dudas sobre los que mencionan, ante la mínima casualidad, “el azar concurrente”: esa obviedad de concepto, algo que Lezama pensó con el tejido adiposo.

Tengo serias dudas sobre los que, para hablar de encierro, dicen “maldita circunstancia del agua por todas partes”. Tengo serias dudas sobre los que se mofan de Osmany García, creyendo que deshuesarlo los hace inteligentes. Tengo serias dudas sobre los que no pueden conversar sin recordar a un autor decimonónico. Les tengo absoluta aversión a los que citan a Martí. Les hago rechazo a los que llaman a alguien para preguntarle qué cree del Aleph. No me gusta el trapicheo con la poesía. Me gusta googlear y callar, pero no me gusta que alguien googlee y luego vaya a Facebook y ponga un poema. No asocio la poesía con el ruido ni con la multitud. Uno de los mejores poemas que he leído en mi vida es Los letrados, de Gonzalo Rojas (vayan a Google, degústenlo y compártanlo en sus redes sociales, ese sí).

En el Demian de Hesse se lee lo siguiente: “Las palabras ingeniosas no tienen ningún valor, absolutamente ninguno. No hacen más que apartarnos de nosotros mismos. Y alejarse de sí mismo es pecado. Hay que saber encerrarse completamente en uno mismo, como una tortuga.”

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