Los justos

Violín

Violín


Para Carlos Alberto, que nació en Anglona y Aranguren, y es uno entre mil.

Esas personas, que se ignoran, están salvando al mundo.

Borges.

Desde los ocho o nueve años deambulo por Fundición, uno de los barrios periféricos de Cárdenas, que es, a su vez, uno de los municipios más conflictivos del país. Allí viven mis abuelos, al final de la calle Genes, cerca del ferrocarril y en medio de las fachadas rotas y el derrumbe.

La zona de Fundición en la que yo me muevo tiene sus costumbres icónicas. Cuando llueve -Cárdenas no tiene desagüe-, la calle se inunda y el agua rebasa la acera. Al doblar la esquina, en Jerez y Laborde, hay un viejo en un quicio –erase un viejo a su portal pegado- que con el paso de los años me ha despertado un fatigoso interés. Este señor nunca se mueve de ahí, evidentemente vive solo, y fija la vista en el agua desbordada de los aguaceros y la fosa como si contemplara un estanque límpido o un lago europeo de provincias.

Desde que yo era un muchacho este señor no ha envejecido ni ha hecho nada para refugiarse. No se ha puesto una sombrilla para el sol o para la lluvia. Simplemente se recuesta al marco de la puerta y entrecierra sus ojos de traficante intrigado, haciendo que su sola presencia adquiera un sentido mayor del que verdaderamente tiene.

Todas las tardes de secundaria que no fui a clases las pasé en Fundición, fugándome para el mar o para el mangle con socios que hoy siguen en Fundición. Trepé en balsas y fui hasta los cayos más cercanos, cayos insoportables, sin belleza y sin color, íbamos por ir, por decir que íbamos, para que nos picasen esos contumaces bichos de la costa y para mirar Cárdenas desde la mayor distancia que nos estaba permitida: un kilómetro, kilómetro y medio, a veces dos.

Los kilómetros, cierto, no son una medida marina, pero es la única medida que yo me sé. Todo eso sigue pasando hoy. Los muchachos descalzos de doce o trece años siguen evadiendo la custodia de sus padres o abuelos y siguen jugando al taco en la calle Pinillos, o nadando en el Cementerio de los Barcos, entre chatarra de embarcaciones oxidadas, fundidas ya con la playa, la arena o el mangle, proas y popas que parecen no haber pertenecido nunca a otro lugar, solo al naufragio y al olvido.

Siguen partiendo, de cualquier punto del barrio, camiones furtivos hacia rincones especialmente escogidos, donde la gente le apuesta o no al perro del municipio. Por el tiempo de mi noveno grado, Juventud Rebelde publicó una serie de reportajes donde decía que Cárdenas era uno de los lugares de mayor ilegalidad, donde más se fomentaban las peleas de perros, y yo leí aquello con especial orgullo, no por mi ciudad, sino porque para la prensa resultaba espantoso lo que incluso para las amas de casas del barrio era normal.

Hoy pienso en aquella bulla, aquel fragor primitivo y alucinante, aquellos rounds en círculos cerrados y mi buena educación y mi ternura me provocan un coágulo de repulsión en las entrañas. No he sentido nada tan cerca de la guerra o el peligro como las apuestas sobre una cuerda fina y tensa, siempre a punto de quebrarse, los perros que luego de cuarenta y cinco minutos volvían a la raya, azuzados por sus dueños, las cabezas toscas embarradas de sangre, una pata o una oreja colgando, el animal desfigurado y sin ninguna posibilidad de huir.

Si cobardemente escapaban o hacían por retroceder, podía ser que los dueños los machetearan, o los dejasen morir desangrados. El dueño tiene que dejar claro, bajo semejante circunstancia, que no debe confundírsele nunca con el perro.

Fundición no es un barrio recomendable, es un círculo cerrado en el que siempre hay que volver a la raya y del que casi nadie se puede librar. Pero si alguien lo hace, uno entre mil, tiene todas las de ganar, no hay burgués ni clase media que pueda equiparársele.

Todo lo que ha pasado por Fundición desde la época de la secundaria hasta ahora son ciclones, prostitutas escandalosas, algún muerto. El mismo viejo y las mismas inundaciones. Sin embargo, desde hace unos meses se mudó, para los altos de la casa de mis abuelos, un santero con dos niñas pequeñas y su esposa. El santero tiene más de cuarenta años y su esposa menos de treinta. Nunca la he visto, pero si yo dijera que parece una princesa raptada, estaría catalogando de brujo y de malvado al santero, algo con lo que no concuerdo, y algo que Fernando Ortiz enseñó era pecado. No obstante, resulta inevitable.

La muchacha es violinista y cada noche, cuando todos hacen como que se acuestan (en Fundición nadie se acuesta), la muchacha desenfunda su instrumento y toca un largo repertorio del que yo, debido a mi profunda ignorancia, solo he podido reconocer a Mozart y a Tchaikovski. Nadie protesta. Nadie enciende una luz ni emite un grito de los que con cualquier excusa ambientan el tempo de la cuadra.

La violinista toca como si no existiera y la gente sigue robando, los caños siguen sin tragar, la calle sigue oscura. Nada va a cambiar, y si algo cambiara, nadie va a pensar que ha sido por el violín, sino por la buena o la mala gestión del gobierno. Explicaciones coherentes habrá a la mano.

Pero esta muchacha, solo por no olvidar lo que ha aprendido, toca cada noche, para nadie, a Mozart y a Tchaikovski, con el auditorio de Fundición a sus pies. Alguien, en algún lado, se ha empezado a salvar.

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