Los rostros de Charles

En una de las siete u ocho conversaciones que sostuvimos, Charles Hill habló de su miedo. Es decir, Charles Hill es un hombre muy fuerte, y su miedo no es el miedo cancerígeno y ordinario que nos anestesia a cada uno de nosotros, a saber: que nos atropelle un carro, que nos descubran un nódulo, que se haga de noche en la ciudad, que un rayo nos queme los equipos de la casa. El miedo de Charles Hill no es uno solo, sino muchos, que se agolpan, se entremezclan, se superponen, y son miedos vigorosos. Miedos que hacen bíceps y tríceps. Los miedos de la historia, podríamos decir. Miedos que, en vez de chuparle, lo engordan.

Y en una de nuestras conversaciones, quizás en una de las últimas, hace ya un año, Charles me dijo que temía que Obama arreglara las relaciones con Cuba. Yo no le hice mucho caso, y en ese punto Charles me pareció un tanto paranoico. Nadie arreglaría jamás las relaciones con Cuba, y Charles iba a morirse tranquilo en La Habana. Pensé que se estaba dando más importancia de la que tenía.

Pero entonces pasó lo que pasó, y, como un corcho que sube, yo no he dejado últimamente de pensar en él. Si sus miedos se han acrecentado. Si padece de insomnio. Si comenzó nuevamente a beber. ¿Y qué cree de todo esto? Si le parece que su presidente, el primer presidente negro de los Estados Unidos, el primer presidente de su raza, lo ha traicionado. O si el primer presidente negro no ha hecho más que lo que le correspondía, y que era él, Charles, quien volvía una vez más a encontrarse en el sitio equivocado, a la hora equivocada.

Charles nació en Illinois. Con dieciocho años lo enviaron a Viet Nam, como parte de la Aerotransportada 101, las legendarias Screaming Eagles. Allí se lanzó en paracaídas y se internó en la selva. Luego lo remitieron a un centro psiquiátrico, no porque estuviera enfermo, sino porque renunció a seguir en combate. Lo trataron con Thorazine, que es una droga para pacientes maniaco-depresivos. Le dieron la baja. Volvió a Estados Unidos. Charles heroinómano. Charles encima de un tren sin rumbo, con apenas veinte años, la conciencia perdida, un tren rumbo a Oakland, cargado de bagazo. Luego Charles en Alaska, donde siempre es de noche.

Charles que lee a Fanon, a Mao, a Guevara. Después regresa a Oakland y, en Oakland, integra las filas de la República Nueva África (RNA), organización política que pretende fundar una nación afroamericana independiente en cinco estados del sur estadounidense: Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia y Carolina del Sur. Aquí tiene sus escaramuzas. Aquí se vuelve un enemigo jurado del FBI. Aquí usa los 9mm y las M-16. Luego desmantelan la organización, y Charles huye con dos amigos en un Ford Galaxie, y en Albuquerque, Nuevo México, un policía los detiene. El policía tiene 28 años y dos hijos pequeños. El policía les dice que abran el maletero. El policía es teniente. El policía es blanco. El policía lleva el sombrero de Patrolman. Una bala de revolver calibre 45 atraviesa al policía.

Estamos en la noche del 8 de noviembre de 1971. Comienza entonces la cacería humana más larga de Nuevo México. Dieciocho días en los que Charles y sus dos amigos se esconden como ratas (no como ratas por cobardes, sino como ratas por astutas). Luego se van a un bote de basura, cercano al aeropuerto. Luego secuestran un avión. Luego desvían el avión a la Florida. Luego, de la Florida, a La Habana.

Su historia, en Cuba, tampoco desmerece, pero no la voy a contar ahora, porque es la historia de cualquiera de nosotros. Charles tiene muchas vidas, y muchos momentos, y muchos rostros. Uno de ellos, es el rostro del cubano. Desde hace cuarenta y tres años, vive en un lugar de esta ciudad. Es aún hoy, detrás de Joanne Chesimard (o Assata Shakur, legendaria líder de los Black Panther, cuya cabeza está valorada en dos millones de dólares), el segundo o tercer nombre más importante en la abultada lista de prófugos que el FBI cree se refugian en Cuba.

La diferencia es que Assata –quien fuera condenada a cadena perpetua en 1973 por el asesinato de un policía de New Jersey, escapara en 1979 de Hunterdon County, prisión de máxima seguridad, y obtuviera refugio en La Habana desde 1984– recibió incluso el apoyo público de Fidel Castro, mientras que Charles parecía el rezago de una vieja época, alguien que no despertaba demasiado interés, por lo que temía que algún día, ante la hipotética mejora de las relaciones entre ambos países, lo usaran como moneda de cambio.

No sé si tal cosa suceda. Pero sé, visto lo visto, que Charles Hill se alimenta de sus miedos. Cuando hablábamos -sabiendo que la heroicidad o la villanía no son más que cuestiones de azar, o flagrantes errores de perspectiva- yo tenía la idea ingenua de que, llegado cierto momento, las leyes debían indultar, o dejar en paz, a ciertos hombres. Es decir, hombres que vivieron lo que relatan los libros de historia. Y hombres que no obtenían, por ello, la más mínima recompensa, ni la iban a obtener jamás.

Yo miraba a Charles, sin camisa, con las medias caídas, los zapatos sucios, meciéndose en su sillón de madera, perorando sobre su pasado, y su pasado no era otro que Viet Nam, o Eldridge Cleaver, o Edgar Hoover. Luego pensaba en el policía de veintiocho años y en sus dos hijos huérfanos, y la cabeza se me hacía un lío. Pero Charles no reclamaba nada. Charles sabe que no hay nada que reclamar y que, si hubiera algo que reclamar, entonces no habría a quién. Charles sabe que nadie tiene la culpa. Sus miedos, y un hijo (un hijo específico entre todos los que tiene), son los que hacen que Charles se despierte cada día.

Y hay un tono familiar entre Charles y sus miedos. No un tono de lamento, faltaba más. No un tono de queja. Sino un tono afable y cordial. No de amigos tampoco, pero sí de conocidos, como si Charles y sus miedos hubiesen trabajado juntos, hace muchos años, en una fábrica textil, o hubiesen combatido juntos en una trinchera. Eso. Como si hubiesen combatido juntos en una trinchera, y en esa trinchera uno de los dos, o Charles o sus miedos, le hubiera robado al otro una lata de leche condesada. Y un detalle semejante, que sin dudas no es un detalle menor, bastó para recelarlos, pero no para separarlos. Porque el robo de una lata de leche condensada no es un incidente que logre borrar el hecho de que ambos combatieron juntos en la misma trinchera.

Si algo capté de aquellas conversaciones es que, en el duelo particular, no hay rival más fiero que nuestros miedos. Que nuestros miedos, al menor descuido, nos meten la mano en la cartera. Pero también que, cuando suenen los obuses, solo vamos a estar nosotros y el miedo. Nadie más. Y que al miedo hay que mirarle la cara. Y que el miedo nos va sonreír.

 

Nota:

Este texto, o cualquier otro que yo haya escrito o vaya a escribir sobre Charles Hill, le pertenece más a mi entrañable amiga Lauren Cleto que a mí. Ya sé que es un lugar común. Pero en este caso no se trata de un apoyo moral o espiritual o de cualquier enrevesada índole metafísica. Lo que ocurrió, en este caso, es lo siguiente. Lauren encontró a este hombre. Lauren pactó con este hombre. Y solo luego yo, parasitariamente, me entrometí. Íbamos a escribir sobre Charles, y también íbamos a escribir un par de historias más. Pero Lauren, repentinamente, emigró. Esa historia, por supuesto, también la tenemos que escribir. Como ve, lector, esta nota no es para usted, sino para Lauren, por si lee el texto. A quien todavía no sé decirle bien lo que le tengo que decir.

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