Los usos de la lengua

Entrego la columna de la semana anterior y la editora me cuestiona el uso del verbo follar. Entablamos una breve conversación al respecto y, no muy convencida la editora, le sugiero que no lo cambiemos y que esperemos las posibles reacciones. Si algún lector da la voz de alarma, le digo, publicamos entonces una próxima columna sobre el tema.

La editora se niega rotundamente, por lo que ahora estoy escribiendo a suerte, corriendo el riesgo de que me rechacen la columna, pero si ustedes finalmente han llegado hasta aquí, si en las pantallas de sus computadoras o sus teléfonos el título Los usos de la lengua les ha llamado la atención, y han pinchado el enlace, y han leído, eso quiere decir que logré convencer a la editora y de que mi columna no fue rechazada ni mi tiempo echado por la borda.

Ahora les pido que comenten, para que mi editora entienda que igual ha sido un éxito y que para garantizar lectores no hace falta destripar a ninguna figura pública. Con lo cual quiero confesar que no es por voluntad propia que he criticado a quienes he criticado, sino que después de varios electroshocks he sido fieramente hostigado, torturado y condicionado a ello.

Escribir y defender el verbo follar sí fue un acto de mi entera responsabilidad, pero creo tener mis razones. A mí tampoco me gusta follar (el significante, por supuesto. Follar sí me gusta algo, aunque tampoco demasiado). Sucede que no hay otro término lo suficientemente vivo para llenar ese vacío en el que el extranjerismo follar ha venido últimamente haciendo carrera entre nosotros, algunos cubanos.

Yo cada vez lo escucho más, ya no me suena tan extraño, y, ciertamente, no lo traje desde España para usarlo luego en mi columna. Lo usé porque follar, de alguna manera, me está resultando cercano. La pregunta, ahora, es en qué círculos lo he oído, o en qué círculos me muevo yo.

De acuerdo. Puede que me haya venido adocenando y que haya terminado rodeado de hipster insoportables, burguesitos de nueva promoción, fanes de Axl Roses y lectores de Galeano. Especímenes a caballo entre la férrea moral socialista y ciertas pinceladas consumistas de La Habana post-lineamientos. Gente que va a bares, toma micheladas, asiste a recepciones y pasa vacaciones en los cayos del sur, pero que fueron pioneros y saludaron la bandera.

En cualquier caso, esa gente cuenta, y esa gente usa, todo el tiempo, el verbo follar. No verbos cubanos. No quimbar, no templar, no singar. De estos tres, cañón en la sien de mi conservadurismo, yo prefiero singar, y ahora mismo propongo una campaña por que lo naturalicemos.

Quimbar es un verbo demasiado crudo, demasiado castigador. Es un verbo patriarcal y machista (“vamos a quimbar”, “me la quimbo”, “me la estoy quimbando”), que solo podría pronunciarse con soltura en pleno carnaval de La Habana. El verbo quimbar, y lo digo ahora en sentido muy peyorativo, no deja de ser folclórico, francamente vulgar. Un término que no merece escribirse. Y tan pobre, que no puede desprenderse de su rancio costumbrismo. Un verbo que desconoce a la mujer y que desconoce, incluso, las relaciones homo. Dos lesbianas no quimban. Dos gay no quimban. Dos enamorados no quimban. Solo quimba –acúñenlo– el tipejo borracho que se enorgullece ante sus ecobios de la mami rica.

Templar, por su parte, ha quedado demodé. Mis padres tiemplan. Los sujetos mayores de 40 años tiemplan. Pero la gente de mi edad no tiempla. Si yo le dijera a alguien vamos a templar, lo más probable es que se me echen a reír en la cara y que, en vez de templar, termine masturbándome.

Singar sí es un verbo más colectivo. Todos hemos singado. Ya en franco desparpajo lujurioso, nuestra impudicia siempre orbita alrededor del verbo singar. Pero de ahí en fuera, lo seguimos considerando una falta de respeto. Y sea donde sea que lo digamos o pongamos, comienza a flashear en rojo.

Nos falta un término que sea lo suficientemente subversivo, y a la vez lo necesariamente aceptado, como para que podamos usarlo en todos los ámbitos sin parecer, dado el contexto, excesivamente prosaicos o ridículos. Creo que singar es el término con más potencial, pero yo solo no puedo darle el empujón. Demasiados lingüistas de honda sabiduría –no este servidor, que es un verdadero parlanchín– han intentado encauzar el lenguaje con decretos o normas individuales, y se han dado de narices contra la tozudez popular.

Nótese que evité, hasta ahora, mencionar cualquier perífrasis del tipo hacer el amor. Nadie hace el amor, pero eso es lo que las niñas modositas quieren que les digan, para asimilarlo con menos cargo de conciencia. No que van a tener sexo, sino que van a hacer el amor. Y el manipulador las complace, sabiendo ambos de antemano que no cumplen más que un formalismo.

Follar, quimbar, templar, singar, et al. ¿Cuál término asumir? Cualquiera sabe, a estas alturas, que no es este un asunto de poca importancia. La victoria en el sexo, desde Menéndez Pelayo hasta Hank Moody, pasa siempre por un uso correcto de la lengua.

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