Magdalena mojada en té

Quizás las magdalenas sean más conocidas fuera de Francia

por su presencia en la novela de Marcel Proust, Por el camino de Swann,

en que el narrador recobra la memoria de su infancia después de oler

y comer una magdalena mojada en té.

Wikipedia.

Espoleado por el hambre de las tres de la tarde, le digo al hombre de la bicicleta que espere, que voy a comprarle lo que sea que esté vendiendo. Salgo a rastras (recuerden que tengo un pie cojo y que esta columna es como un diario personal, algo impúdico y anárquico, pero diario al fin) y le pido que me deje mirar dentro de la caja. Lo que el hombre vende es crema de leche. Son como lingotes de un oro opaco, mal envueltos en papel sucio y sintético.

Compro dos. El hombre me dice algo. Quiero entender lo que dice, pero ya no lo escucho. Con ocho años, mi madre me sacó de Colón, aquel municipio al interior de Matanzas, para otro municipio con mar. Un lugar no necesariamente más próspero, pero sí menos hostil con mi asma. Hasta ese momento yo estuve merendando, casi diariamente, casi cada tarde, las cremas de leche de Marta Grijalba.

Sus cremas no eran como lingotes, sino como plastones ríspidos. Digamos que sus cremas eran como esas mezclas que cuando involuntariamente caen de la espátula al piso, forman un montoncillo de cemento y gravilla. Dicho montoncillo, luego se solidifica. Pues justo esa solidificación venían siendo las cremas de Marta. Una señora pelada al macho, siempre agitada, con voz chillona, que, en realidad, se parecía bastante a sus cremas. Marta era como un plastón ríspido.

Sus cremas, sin embargo, y a pesar de todo, me resultaban exquisitas, no como Marta, sino como su hija Yolandri, una flaca de pelo castaño, veintitantos años, decían que jinetera, extrovertida pero sin vulgaridad, siempre afable. Yolandri no paraba mucho tiempo en Colón (estábamos a mitad de los noventa), y cuando aparecía por el barrio yo sentía algo extraño, como que el barrio se volvía, no sé, más feliz, como que Yolandri le daba color.

Yolandri tenía un hermano, que se llamaba Yoansi (esta es la gente de la generación de Yoani, pero sin blog), y Yoansi tenía un palomar. A mi abuela no le gustaba Yoansi -ni sus amigos-, quizás porque andaba siempre descalzo y siempre de un techo a otro con un silbato en la boca o una mensajera o un buchón en la mano, haciendo bulla y molestando. Mi abuela, como mucha gente, asociaba por alguna razón el vicio de las palomas con lo indebido, veía en Yoansi un fracaso en potencia, pero no lo manifestaba abiertamente, sino que me lo insinuaba solo a mí, a modo de consejo, mientras me restregaba las rodillas con estropajo.

Esta discreción en su criterio se explica porque Marta Grijalba no solo cocinaba cremas de leche, sino que también era listera, y a mi abuela no le convenía su enemistad. Cuando mi abuela quería apuntar un número y le agarraba la hora del cierre y su listero habitual ya había pasado por la casa, no le quedaba más remedio que ir con Marta, algo que no le hacía mucha gracia, porque el banco del listero de mi abuela pagaba el fijo a ochenta pesos y el banco de Marta Grijalba pagaba el fijo a setenta y cinco y mi abuela siempre ha sido ese tipo de jugadora empedernida pero aficionada, que le pone a lo sumo tres pesos al fijo y uno a la centena, y otro a determinado parlé, y nunca nada al corrido. Es todavía esa jugadora inocente para la que cinco pesos marcan la diferencia.

Bien mirado, mi abuela, con su charada, no era ni más ni menos pecadora que Yoansi con sus palomas, ni –estoy tentado a decirlo- que Yolandri con su presunto jineterismo. A estas alturas no hace falta declarar que yo estaba profundamente enamorado de Yolandri. Igual pude haberme enamorado de Yarelín, su compinche de carretera, delgada, pelo rizado, y ampliamente más hermosa, pero yo siempre vi en Yarelín una especie de tía, quizás porque era íntima de la casa.

También eran íntimos de la casa Manolo Arias y su familia. Manolo sí clasificaba como un tío absoluto. Ya lo he olvidado completamente, nunca pienso en él, pero al rescatar su rostro de la niebla, debo decir que se me parece mucho a Lula, el político brasileño. Lula tiene cara de sabio protector. O eso creo yo, porque fue lo que una vez encontré en Manolo. Un hombre que leía sin cesar, que me enseñó a jugar ajedrez, y que me cantaba viejas canciones en medio de las interminables noches y los rabiosos apagones de la época.

Manolo también era un gran hijo de puta. Antes de empezar el primer grado, me adelantó un par de efemérides, que luego yo reproduje ejemplarmente en la segunda o tercera clase. El 10 de octubre, maestra, Carlos Manuel de Céspedes libera a los esclavos, y el 11 se produce el primer robo con fuerza (el mejor amigo de Manolo, aclaro, era Ariel Pardo, un negro quijotesco, profesor de humanidades, bebedor de ron e historiador de la ciudad). Mi madre, después de mi participación, tuvo que ir a rendir cuentas a la escuela, y Manolo, a su vez, se iría a España y de ahí a Miami. Con su partida, el barrio se quedó sin nadie que leyera libros.

Los más cercanos probablemente fueran Estrella y José Luis, un matrimonio de abogados ya jubilados, pero yo siempre recuerdo a Estrella en la cocina, o regando plantas, y a José Luis parapetado detrás de un periódico. Había, en esa casa, una rara solemnidad, una espesa amargura. No sabría decir por qué. A ellos no se les había muerto ningún hijo (de hecho, su única hija se había casado con un pastor creo que pentecostal y ambos, muy cristianamente, de misión en misión, recorrían el mundo), y no cargaban, que se supiera, con ninguna particular tragedia.

José Luis había sido en su momento un juez muy severo, y, ciertamente, si algo transmitía su mirada, su disposición hacia el prójimo, era precisamente malas pulgas. Se sentaba en el portal como si se tratara de un juzgado, pero ya no atemorizaba a nadie. Tanto él como Estrella habían sido jóvenes comunistas, no comunistas por decreto, sino, al parecer, airadamente comunistas, fervientes militantes, y los más viejos del barrio respondían con solapada ironía al hecho de que ambos rompieran su mutismo y se sumaran como los primeros al corrillo de lamentos y de improperios y de cojones antirrevolucionarios que este país soltara a cajas destempladas durante los apagones y contra el gobierno y los mosquitos y el hambre y la miseria del Período Especial.

Quizás, a falta de pérdidas más íntimas, Estrella y José Luis llevaran ese tácito luto por lo que ellos consideraban, ya de modo irreversible, la muerte de la Revolución, un luto que tal vez no podían revelar, pues en los periódicos que José Luis leía nada indicaba que la Revolución había muerto. Son, hoy, los únicos vecinos que mantienen cierta comunicación con mi familia. Yo los recuerdo, contrario a lo que puede parecer, con mucha ternura, sobre todo a Estrella, siempre tan cordial. Son, además, la única familia del barrio que guarda un preciado misterio, como si tuvieran algo importante que decirnos. A todos. Y aún me provocan gran curiosidad.

Las virtudes del resto, sin embargo, no desmerecen. Había una negra que se llamaba justamente Tomasa. Muy sucia, pero noble, aunque puede que en vez de noble fuese calculadora, no hay dos cosas que, en determinado punto, se parezcan más. Tenía cerca de diez hijos. Había una vieja, muy emperifollada y llena de collares, de la que no recuerdo el nombre. Cuando asomaba a la puerta, muy de vez en cuando, a recoger alguna compra que sabe Dios cómo hacía, vestía un batón azul y llevaba su rostro acicalado, lápiz y polvos sobre arrugas, a lo Rosa Fornés. La gente decía que le faltaba una teta, y no decían por qué. Que le faltara una teta, me parecía monstruoso. Llegué a pensar que algunas mujeres venían así al mundo, con una sola teta. Llegué a pensar que las mujeres de una sola teta seguro la tenían en el medio.

Había otra vieja, Lila, amiga de mi abuela, que vivía encorvada y hablaba en un susurro. Murió antes de que yo me fuera. Lila tenía un hijo, que se llamaba Julio, trabajaba en una fábrica y tomaba café. Y tenía otro hijo, Alberto, que cada cierto tiempo caía preso, por algún robo o algún negocio ilícito. Alberto me pasaba la mano por la cabeza, y yo lo miraba con estupor, hipnotizado. Era la viva estampa de Avon Barksdale, el villano de The Wire (The Wire, ese monumento.)

Había una niña fea que se llamaba Leticia, y que tenía un abuelo cerrajero. Había un chino gordo que escuchaba a Los Zafiros. Había otra niña, que se llamaba Daylín, a la que le manoseé el blúmer. Había otra vieja, Josefa, la reina del brete, y quizás el personaje más malévolo de la saga. Terminaron decomisándole la casa cuando descubrieron que allí se filmaba pornografía infantil. Había un taller de mantenimiento, donde trabajaban soldadores y carpinteros que manejaban triciclos. Había un par de perros sin dueño. Había una zanja sucia, desbordada de fosa, y otra reseca. Había el administrador de una cooperativa. Retacón y parlanchín. Casi analfabeto. Se llamaba Plinio. Siempre hablaba de quintales y de producción. Decía de sí mismo que podía llegar a ser presidente del país. Tal como se han dado las cosas, yo no dudo que lo sea, que Plinio maneje realmente el poder tras bambalinas.

Había incluso un famoso (aparece en Ecured): José Miguel González. Le decían Pepe. Consumado homosexual. Ceramista del taller de Santiago de las Vegas, pintor, dibujante. Amigo en su momento de Amelia Peláez, Víctor Manuel y tantos otros. Eusebio Leal lo visitaba cada dos o tres meses. Cuando murió, el Granma publicó una breve nota que José Luis el juez debió leer, nadie más en el barrio. Pepe apenas podía levantarse de la cama. Expedía un olor nauseabundo, asqueroso. Estuvieron construyéndole una casa durante años –supongo que por su condición de gloria de la cultura nacional o algo semejante-, y nunca la llegaron a concluir. Los constructores se robaban los materiales, y las mujeres que Pepe contrataba para que lo cuidaran, también vivían robándole, cuadros y vajillas y quién sabe cuántas cosas más. Al final, el hombre terminó a puertas cerradas, espantado del mundo, rodeado de gatos y de orina.

Es, aquel barrio, como esos parajes vaporosos, levemente desdibujados, que pertenecen a una vida anterior. Sitios que hemos visto antes. Familiares, sobrecogedores, místicos. Que nunca desciframos con exactitud. Todo lo que medianamente podría rescatar, necesito calzarlo luego con una imagen posterior; fidedigna. Manolo Arias con Lula. La vieja de una sola teta con Rosa Fornés. Alberto el delincuente con Avon Barksdale. Mi tristeza con mi porvenir. Ojalá estuviese yo también, flasheando en el afán de alguien, sentado en un contén, mordiendo una crema de leche.

Las pelotas con las que jugaba estaban hechas con medias rotas o con esparadrapos. Y siempre, como intentando prevenirme, caían en algún hueco, se extraviaban. Antes de irme, perdí la mitad de un diente. Lloré mucho. Es lo único que queda mío en ese lugar.

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