Mala conducta

O la cinta que pasaron el jueves 20 de febrero a las cuatro de la tarde en el cine Yara es diferente a la que los demás han visto, o Conducta no es ni remotamente la película que los cubanos creen que es. Si nos vamos a ir a la hoguera sin una obra que tome el pulso de nuestro actual estadío (aunque ahí está Madagascar), pues asumámoslo, quizás lo merecemos, pero no la construyamos. No lancen Conducta desde un acantilado cuyo vértigo no podrá superar.

Parecemos una horda de fanáticos a la espera del Mesías, sin paciencia, sin tino, confundiendo al Mesías con cualquier mercader, además de que los pueblos adultos saben que el Mesías nunca llega. ¿A qué están jugando los cubanos? Bien es sabido ya que cuando seamos capaces de producir una obra de mérito, estaremos incapacitados de captarla, después de cultivar sin disciplina, acongojados por nuestra inacabable desgracia, una cosmovisión martirológica de la nacionalidad que incluye más queja que sacrificio, o sacrificio solo como excusa directa, trámite furtivo para recalar –acomodarnos- en el lamento.

Atrofiado por la epicidad imperante, al arte cubano –al menos al más visible- le cuesta librarse de cierta hipérbole, un tic de más que casi siempre tiene. Conducta, como todo lo último que yo haya visto, fue recubierta por una pátina de lástima, por un manto de piedad. Por la cámara de Conducta, durante la hora y tres cuartos que dura el filme, rueda una lágrima que nosotros idolatramos, la lágrima de una soledad que no sabe asumirse y se dispara en busca de la compasión del prójimo. Esta lágrima no es lo suficientemente hermosa como para contener la tragedia, es decir, tanto el dolor intrínseco del suceso como el dolor ante el dolor del suceso. No es tampoco lo suficientemente espontánea como para ser una primera lágrima. Esta es una segunda lágrima, la que –según Kundera- hace kitsch al kitsch. Una lágrima que no dice: “qué bellos los niños jugando”, sino: “qué bello que nos emocionemos al ver los niños jugando.”

Conducta refuerza mi idea de lo que yo creo es ya el drama nacional más grave: la corrupción de nuestro intimismo, la pérdida de la llave que nos permite abrir la última habitación, la residencia en la que nos desvestimos sin pudor. Lo intentamos, forcejeamos, pero algo olvidamos, alguna cualidad nos abandonó, tal vez la honestidad, tal vez la inteligencia. Uno percibe el esfuerzo en Conducta, sus deseos de representar al país, su búsqueda de sinceridad, y hasta ahí. Hora actual en que nos falta crudeza interior. Acrimonia que en la oscuridad central provoca chispas. Severidad que alumbra.

Conducta es Conducta y es, a la vez, el juicio que ansía que nos hagamos de ella. No me deja pensar, sentir, sacar mis cuentas. Y como aspira a convertirse en el fresco de un momento, reproduce los mismos mecanismos que intenta combatir. No puede dar el salto y perdérsele de vista al Dios Político, fárrago que con su sola presencia garantiza el recato, pone límite a nuestras posibilidades de fabulación, a la reinvención de la cópula, y que el arte se ha dado a la ingenua tarea de enfrentar.

La película no se escabulle, al contrario, parece que necesita todo el tiempo del enemigo supremo. En su enfrentamiento sin coraza a ese rival –rival en común con el espectador-, Conducta intenta alcanzar la cofradía con el público, la hermandad de causa. Pero no es en un ring donde precisamos la batalla contra el Dios Político, sino en una mano de póker.

Hay un coctel de precariedades al que el filme –justiciero- pretende ajustarle cuentas, no solo en la exposición de situaciones dispersas, un tanto mancas, sino, además, para enfatizar, a través del rosario cuasi sociológico de conflictos que recita Carmela, la maestra interpretada por Alina Rodríguez. A saber, el filme toca la emigración de los orientales hacia la capital, estigmatizados como palestinos, la emigración hacia el extranjero, la corrupción de la policía, la imposibilidad del trabajo honesto, la pobreza de La Habana, la vida en ascuas de su gente, las peleas ilegales de perros, el estigma al cual quedan sometidos los hijos de padres presos, la profesora consagrada en extinción, que le habla de la Patria a los alumnos para que luego la familia desentierre a los muertos españoles, el mecanicismo de la burocracia, el dogma en el método de los cuadros de Educación, la recurrente confusión que le provoca a cierta dirigente una estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre en el mural revolucionario del aula.

Este último recurso sincrético, aparentemente transgresor, es un lugar común de la pluralidad, tan tragado por la norma como la norma misma, y todavía he leído que hay quien lo considera ya entre los grandes íconos de la cinematografía cubana, dado como somos a esa exasperante búsqueda de significados en tópicos gastados, costumbristas. Lo que Daranas propone como alternativa son arquetipos con más de una fisura. Un niño de enormes sentimientos que los manuales pedagógicos no saben comprender y que por tanto intentan enviar a una escuela de conducta, y una defensora intransigente, una maestra que no negocia, pura alma.

A mí también me gana por un instante su persistencia de la vieja escuela, que entienda el aula como su reducto, como alternativa a las leyes que rigen, pero vislumbro en la maestra, sin que el filme se lo haya propuesto, ese lado dictatorial, esa malcriadez, esa desesperante testarudez del que intenta imponer sin diálogo su punto: no importa si es una ideología, una estrategia, una medida, o la ternura. Es quizás la mayor ganancia, la más sutil y efectiva.

A la consabida falta de seso de los burócratas del patio, el filme opone una maestra bravucona, otro héroe más, como si no nos bastara con los que tenemos. La actuación de Chala, el muchacho, es memorable, pero lo hacen nadar media bahía, poner el plato en la mesa de su casa, defender al amigo humillado, ayudar con los mandados a Carmela, cuidar los perros y las palomas, perseguir a su musa, la niña inteligente recién llegada de Holguín. Es un derroche de acciones. Dos años más y Chala dirige y administra, no sin amor, un burdel en Jesús María.

No hay un mínimo de intensidad sicológica en ninguno de los personajes de Conducta, nada que atornille en nosotros la magnitud de sus angustias. El juicio de valor intrínseco -como si me tomaran de la mano y me explicaran- hace que la maestra me resulte al cabo inverosímil y que los burócratas parezcan mucho más inofensivos y menos malignos de lo que en realidad yo sé que son.

Conducta, al igual que tantas, se distrae disparándole a cadáveres, por lo cual, en esta doble retribución que parece haber surgido, merece toda la cantidad de aplausos y de generosas críticas que ha alcanzado; motor que ha echado a andar nuevamente, como cada año, toda la maquinaria endógena, viciada. Una película a la medida de nuestra sensibilidad nacional, en sincronía con lo que entendemos por palabras mayores y con la pobre carga que somos capaces de asimilar.

La euforia con que hemos recibido esta entrega confirma nuestra gravedad, una prolongación del engaño colectivo, una unanimidad que no deja de provocarme estupefacción: no sé si ante la cobardía, ante el fanatismo o ante la ignorancia. De cualquier manera, seguiremos creyendo que tocamos un punto, que fuimos mejor nación, más bravos, más sabios, más críticos, cuando Carmela, ante el intento de jubilarla por los años que llevaba en el puesto, respondió que no tanto como los que dirigen este país. He ahí el Dios Político, el resorte que, predecible, nos lleva a chillar y aplaudir. Y chillamos y aplaudimos.

Pero esta salida, que brilla por su ausencia en los espacios indicados, al menos en el arte no tiene valor por sí misma. Ninguno. Me permito resituar una idea de Jean Baudrillard, cuando se refería a cierta faceta de la obra de Bataille: “Nosotros hemos hecho de la estética de la transgresión una fiesta, porque toda nuestra cultura es una cultura de la prohibición.”

Foto: Beatriz Verde Limón

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