Maneras del tiempo (I)

Del sexo, nada me pulveriza tanto como la aparente distracción de las partes. Uno llega a creer que el sudor de las entrepiernas, que el martillar, el palmoteo ascendente de los muslos, del vientre, de lo curvo sobre lo recto, de lo cuántico sobre lo euclidiano (parece un sonido que está ahí desde el principio del mundo, solo que a veces lo escuchamos y a veces no), que la redondez de los senos, la línea bocetada donde dejan de ser senos y empiezan a ser tórax o costilla o zanja premonitoria que separa del otro seno, que la trabazón del cauce en las caderas, antes de desparramarse piernas abajo (la descripción orográfica o pluvial de la geografía femenina puede tornarse ineludible), que la grácil distensión del brazo, una imagen que le debemos a Goya (el brazo nace del pozo revestido de musgo que es la axila, y termina en el ramillete tibio de la mano, que a esa hora adopta la cadencia de los sargazos en el fondo de la corriente, o del hombre en la luna), o que la retención sensorial del jadeo no tienen nada que ver con el asunto. Pero sí que tienen que ver.

El sexo es siempre la euforia por el hecho de que esté ocurriendo, siempre tragado por su propia abstracta referencia, así, en grande, en rótulo sensacionalista, hasta que desenfundamos el ojo avizor. La pupila dilatada ante la luz de la conspiración oculta. Esa travesía no admite regreso. Nadie escapa del fisgoneo, de la búsqueda traviesa del milagro en el cuerpo del otro, después que haya comprobado que el sexo puede estar ocurriendo en muchos sitios, en muchos frentes alternos, no solo en el mando central, y que esos surtidores existen, y que se abren, siempre se abren, si uno está dispuesto a no desesperar.

Cualquiera que lo haya experimentado, sabe que la ralentización del tiempo se debe sobre todo al alejamiento de la totalidad, al desprecio por la composición del cuadro. El modo en que el lente se cierra sobre el poro, sobre el punto culpable, sobre el germinal del pecado, ese recorrido físico, que aún nos parece un truco del suspense, define la ilusión de la demora (una ilusión es real hasta que se demuestre lo contrario).

El reloj de pared roto que nadie atiende, y cuya manija, incansable, golpea siempre en el mismo lugar donde se detuvo cuando se agotó la pila, no sigue ahí por gusto, no sigue solo para adornar o para acentuar el descuido de los atareados. El reloj de pared roto está marcando el tiempo universal del sexo, la hora fija en que los amantes del mundo se relevan y se turnan y no dejan de perpetrar el mismo acto inmensurable y renovado, como una justa y merecida venganza del bien.

*(Este fragmento pertenece a un ensayo aún inconcluso. El título es, como todo lo que nombra lo inconcluso, provisional.)

Fotografía: Yailín Afaro

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