María

Para mi hermana: que cumple quince años, siempre silenciosa;

a quien Dios le confió un secreto que solo ella sabe.

Tus ojos han envejecido. Tus ojos tienen la edad de tu nombre. Tu azoro es el de un perseguido que ha vivido entre dos guerras. Dos guerras ocultas que nadie recuerda y de las cuales todas sus víctimas igualmente habrían sucumbido ya, en las cloacas del tiempo, pero cuyo cuadro final quedó remarcado en tus ojos, intacto, estampado con furia contenida en el lago ambarino de tu parpadeo sin rumbo. Nada podrá borrarte la huella anterior, la huella que te precede, ni siquiera tú podrás hacer algo por salvarte. Por más que enjuagues tu mirada, por más que le des puño, por más que los años te crezcan como ramas, por más que echen frutos y algunos se desgajen y otros florezcan, detrás de tus ojos planeará el campo devastado y ascenderá el humo de la post guerra, las columnas rotas, los escombros acomodados en las esquinas por la mano de los muertos, el bello y absurdo orden de la ruina. Tú eres la sobreviviente de una guerra que parecía tregua y que también ha fenecido, que no tiene ninguna incidencia en las guerras actuales, en los pactos contemporáneos, una guerra no historiada entre dos tribus valientes que lanzaron involuntariamente su ofrenda al futuro y esa ofrenda, casi por azar, ha encallado en los riscos donde comienza tu tiro de gracia, la salva al aire que eres, el estampido de la comarca.

Mientras sirven la mesa, el fondo blanco de tu plato parece el ojo del cíclope, y tu vaso una cuenca donde el viento anida. Tú levantas la vista y guiñas un secreto, lánguidamente, a punto siempre de llorar, o a punto siempre de haber llorado. Todo en ti es expansión marchita, una tristeza física, vascular, la luz de la temprana destrucción. Yo te temo. Tus ojos son dos rectas que en algún punto se cruzan, dos rectas sobre el plano perpetuo, sendas velocidades de las que solo podemos percibir su quietud. Por ellas te deslizas y escapas, el viaje interior hacia una cápsula que te recubre, hacia una capa solar, y nadie puede perseguirte más allá de las compuertas del sueño, tus párpados caen con la rudeza y determinación con que caen los chirriantes portones de los almacenes que los ejecutivos ubican fuera de la ciudad, para que los rufianes y los gentiles puedan robar mejor, para que los crímenes sean más distantes, para que el frío arrecie de la peor manera. Hay un huérfano de pie en lo más hondo de ti, un señor con insomnio, pastando febrilmente en tu zona de fuego, color café derramado, tu vórtice al acecho, tu cinturón, tu asfixia, disuelta la memoria en el desliz, en el margen de error. Tu mirada, María, es siempre aproximativa. El resto es una excusa, incluso tus manos, que son extensiones del aire. Incluso tu cuello e incluso el humo que asciende o las lunas previsoras que crecen debajo de tus ojos, como las del soldado moribundo.

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