Martí: ese derrumbe

Y aquí estamos, nuevamente en vísperas, con miles y miles de cubanos haciendo de Martí lo que les da su reverenda gana. Robando a destajo, metiendo la mano en el morral y fusilando cualquier aforismo, cualquier salvoconducto pretendidamente apostólico que les permita cruzar sin contratiempos el puente minado que es este país. Y a eso se le llama ser martiano. A taponear las consecuencias del riesgo o a asegurarse el linaje patrio con una oración de Tres Héroes o con una estrofa de Yugo y Estrella.

Dice un fulano en el noticiero dominical, orgulloso, que ya suman más de novecientos los clubes martianos a lo largo de Cuba. No sé qué es un club martiano, nunca he estado en ninguno, pero novecientos parece una cifra respetable. No sé tampoco cuántos afiliados hay por club, o qué hacen allí, si comerse la merienda, si recitar Abdala (como lo hice yo en quinto grado), si aprenderse de memoria la imagen del aldeano vanidoso que abre Nuestra América, pero todo indica que, para la cantidad de bustos que se yerguen, y de veces que se nombra, hoy Martí se lee muy mal, o no se lee nada. Porque en algo estaremos de acuerdo, y es en que no se puede ser martiano, para los que aspiren a serlo, sin haberlo leído antes.

Y aquí estamos, con Martí fileteado. Sus raciones de antimperialismo al uso. Sus raciones de antirracismo. Sus raciones de latinoamericanismo. Sus espolvoreadas de modernismo. Pero para llegar a esos Martí consumados, hay primeramente muchos Martí subversivos, muchos Martí inquietantes y seductores y sumamente entretenidos. Y para llegar a esos Martí no teleológicos, sino abordados a plazos, como el maravilloso puzzle nunca resuelto, nunca del todo entendido ni del todo explicable, hay primero que ajusticiar al Martí mayúsculo.

Algunos comenzamos el estudio al revés. No erigiendo la estatua, que ya estaba erigida cuando llegamos, sino martillándola para ver qué había dentro. Intentando empatar fecha con fecha, rellenando los vacíos entre los grandes episodios, todos esos pasos no publicitados, que son los verdaderamente trepidantes (lo que no tiene que ver, al menos para mí, con que Martí me ayude a ser mejor cubano, dado que no veo cómo se puede ser mejor cubano sin ser, simplemente, mejor, y punto, sino con que nunca se ha leído por estas tierras una ficción igual).

El Martí, ojo, de profunda vocación cívica. El Martí confuso. El Martí pletórico. El Martí que repleta anfiteatros. El Martí que se gasta, al menos por un tiempo, el lujo de reencontrarse con sus padres y hermanas en Veracruz y llenarlos de regocijo y orgullo por su creciente prestigio y renombre. El Martí que no dura demasiado ni en México, ni en Guatemala, ni en Venezuela, porque se ha impuesto una empresa demencial pero también porque ningún atraco o abuso, por pequeño que sea, le es indiferente. El Martí que en 1887, ante las malas correcciones hechas a sus textos por “El Partido”, le confiesa a Mercado la siguiente joya, subrayada con plumón azul en la página 116 del tomo 20 de mis Obras Completas: “¡Y yo que a veces estoy, con toda mi abundancia, dando media hora vueltas a la pluma y haciendo dibujos y puntos alrededor del vocablo que no viene, como atrayéndolo con conjuros y hechicerías, hasta que al fin surge la palabra coloreada y precisa!” Y luego, para rematar: “De veras parece que en “El Partido” tengo yo una persona que me quiere mal, lo que será una gran injusticia, queriéndolos yo a todos tan bien…”

Pero está incluso la insolencia del convencimiento martiano, que al marcharse de Guatemala le dice también a Mercado: “¿He de decir a usted cuánto propósito soberbio, cuánto potente arranque hierve en mi alma? ¿que llevo mi infeliz pueblo en mi cabeza, y que me parece que de un soplo mío dependerá un día su libertad?” Martí sabe perfectamente que este tipo de unciones a las que asiste solo pueden ser reveladas en misivas, de ahí la importancia que le concede a los epistolarios (y nosotros con él). Aún así, visto en circunstancia, nos es imposible no señalar su mesianismo.

Martí cree que de un soplo suyo dependerá la libertad de su pueblo, y lo cree en un momento donde Martí, por más que se sienta bullir, es un perfecto don nadie en el terreno de la independencia cubana. La inconcebible carrera de fondo que se pega en los últimos quince años de su vida, no solo para sobrepasar a los más altos caudillos de la manigua, sino también para sobrepasar todo y a todos para siempre, no es algo que deje de resultar disparatado, atléticamente imposible.

Justo después de esa carta a Mercado, y de una breve estancia en Honduras, Martí recalará en La Habana, y ahí comenzará de cero: a colaborar, a aunar, a recaudar, a padecer ya en otra dimensión. Pliegue donde se volverá completamente hagiográfico. Uno sigue el recorrido martiano, y hasta 1880 el recorrido martiano, si bien magnífico, puede todavía atarse, comprenderse. En Nueva York, comienza el sumergimiento, ese extraviarse en una oscuridad o en una luz, lo mismo da, que no cabe no solo en los límites de la racionalidad histórica, sino tampoco en los de la invención poética.

Miramos dentro de ese foso que es el exilio martiano en tierras del norte, y empezamos inmediatamente a turbarnos, a trastabillar y a caernos. No podemos dibujar con exactitud la geografía emocional del lugar que nos contiene. Nosotros somos –o vamos siendo ya, ad infinitum– la consecuencia del exilio de Martí. Lo que podemos sacar de Nueva York, aun sabiendo que algo se nos escapa (el sonido de los pasos de Martí bajo la noche neoyorkina; ese dolor, por ejemplo), es un prontuario de griales: los Versos Sencillos y parte de los Libres, las crónicas donde funda el alto periodismo de habla hispana, los ensayos donde traza el meridiano político de un continente, los discursos donde arrastra multitudes y los mítines donde recauda monedas, o el capítulo en el que aparece María Mantilla, con sus salomónicas y sedosas cartas  incluidas: casa de huéspedes, 29 Street de Manhattan, y la Patria levantada sobre la base del adulterio.

Al final, del túnel de Nueva York, ya Martí sale investido, se nos aclara nuevamente. La pregunta no es, por supuesto, la que suelen hacerse los martianos que heredaron principalmente el gusto por el púlpito: ¿qué estaría haciendo Martí si estuviera hoy entre nosotros? (Lo primero es que no estaría citando a Martí por ahí, constantemente.) La cuestión es la que lanza Lezama nada más y nada menos que desde el Diario de la Marina, para volverlo todo aún más intrincado y paradójico: “Poder justificar que su nacimiento tenía que ser entre nosotros, que podría justificar de una vez la avivadora posibilidad de una historia.”

Y para vísperas, el Diario de Campaña. Eso es lo que yo llamo encender una antorcha, y mantenerla encendida desde Montecristi hasta la muerte. Martí va, con su tizón encendido, despidiéndose.

Luego, en la atadura de cabos que nos corresponde, un día nos topamos con que ese Martí, a sus cuarenta y dos años, y un trayecto titánico al jolongo, es esencialmente el mismo Martí jovenzuelo y sanador, casi adolescente, atribulado y convulso, frágil y generoso, que Mañach ubica en Madrid, haciendo labores de caridad, y que de apenas pensarlo nos desfigura el alma: “E iba por las noches a la escuela de los niños pobres sostenida por la logia, llevándoles melindres y libros. Y su gran imaginación para contar cuentos.”

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