Miami

Foto: Marcus Werner/ Miami Art Basel

Foto: Marcus Werner/ Miami Art Basel

La parte más morosa de mí, la que menos podría andar sin mi cuenta, es decir, yo, acaba de llegar a Miami. Pero otras partes habían llegado antes. Mi padre, ese plusmarquista de la vida. Mis amigos, sus furiosas presencias.

He intentado a cada segundo, con histérico silencio, interpretar lo que sucede. Pero los gritos cavernarios –el simple desconcierto– no me dejan oír lo que tengo que decirme. Como un video armado no sobre movimientos, sino sobre fotos fijas que se relevan, he visto consecutivas postales de mí, una detrás de otra, y ningún cintillo tengo para ellas.

Miré a miles de pies, y vi nubes, manchas verdes, cosas carmelitas, líneas rectas y curvas, la áspera inmensidad (que aprieta, lo infinito oprime), y una fijeza azul como un brochazo sobre la nada, como si encima de la nada se pudiera pintar.

Pasé por pasillos fríos donde los pasos resonaban, salas con cristales, inspecciones de aduana, y tuve miedo. Un miedo que no era mío, un miedo que no me pertenecía, porque yo no tenía por qué temer, pero que ahí estaba. El miedo que no tenía con quién entrar a los Estados Unidos y que vino con sus cortas patas, me tomó de la mano y preguntó –sin titubear, como miedo que es– si lo podía pasar. Lo tomé de la mano y lo pasé, qué más da. Yo sabía que ese miedo era el miedo de todos nosotros. El brochazo que colorea nuestra nada.

Me hicieron preguntas. Nada extraordinarias. Relevantes, si acaso, por mi propia cobardía, no por la agudeza de los que preguntaban. Me miraron, creo, la barba: mi cómica barba de un año. Salí afuera. Mi padre lloró. Yo lloré. Un tipo nos miró con indiferencia. Yo se lo agradecí.

Me pregunté, a medida que avanzábamos por un express way, si no era demasiado haber llorado. A fin de cuentas, me dije, yo llevaba sin ver a mi padre solo un año y fracción (nos hemos separado el tiempo de una barba). Hubo gente que nunca se vio. Hubo gente que se vio tres décadas más tarde, cuando ya eran otra cosa, puras sombras, quebrantos sin bálsamos posibles.

Pensé que el dolor de cada cual es el dolor de cada cual, y que un dolor no se mide por otros dolores. Pero pensé, también, que un dolor es solo comprensible, o digno de contar, si forma parte de otros dolores. Pensé que la ecuación personal merece resolverse únicamente si puede despejar también la solución de las ecuaciones ajenas. No llegué a una conclusión precisa sobre nada de esto. O quizás a una sola: a que ciertas cuentas siempre me dejan resto, números con coma.

He visto tantos carteles que no he visto ninguno. Vi el rostro de Magic Johnson en la puerta de un ómnibus. Magic Johnson me miraba con esa risa suya y seguía de largo. He visto caras de abogados en pancartas publicitarias, y he pensado en qué piensa alguien que aparece en una pancarta cuando ve su propia pancarta.

Visité una tienda, y los colores entraron por mis ojos y empezaron a comerme las pupilas. Mis ojos eran dos túneles y los colores, a su vez, interminables expresos que viajaban apurados hacia el centro de mi desconcierto para desembarcar allí, en andenes polvorientos y oxidados, todo aquel cargamento suculento y chillón.

Mi padre me ha comprado chucherías. Me ha dicho que él sabe que me gustan. Le he dicho: quiero esto. Me ha dicho: sí, claro, tómalo. Me he encerrado en tres casas distintas, a deshuesar la compañía de mis íntimos. He estado al borde de la tristeza, y con gusto me hubiera sumergido en ella si no fuese porque ya sería, la tristeza, demasiado egoísmo. No sé lo que es Miami, pero espero saberlo. He besado y abrazado, pero poco.

He hecho lo que uno hace con las personas que ha vivido. Nada. Todo. Una vez aquí, no vamos a asaltar un banco, no vamos a tirarnos encueros del rascacielos más alto de la ciudad, no vamos a volarnos la cabeza, montarnos en Harley Davidson y llevarnos la roja. Vengo a aburrirme de ellos, a hastiarme tanto de ellos que sus presencias vuelvan a ser lo que deben ser. No privilegios, no lujos, sino simples cosas dadas para siempre, en las que uno no tendría por qué reparar. No vengo a descubrir a nadie, vengo a devolverme a gente que me pertenece y les pertenezco.

No nos asombra, a ninguno, con qué facilidad hemos empatado el último día con este primero. Cómo parece que no hay nada de por medio. Ni océano. Ni tiempo. Ni soledad ni rabia. Ni mutilaciones. Consumado el reencuentro, uno solo se asombra de cuán terso es, cuán ligero, cuán poco pesa.

He cruzado el mar. Si alguien cree que esto es una historia de irse o quedarse, ese alguien merece la cárcel. En algún lugar, me han dado un brochazo. A veces uno sale no para llegar afuera, sino para llegar adentro.

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