Misterio

A los setenta años, algo vibra en la garganta de Pablo Milanés. No es una metáfora, ya estamos cansados todos de tan ampulosas vaguedades como para endilgárselas también a una voz que se explica por sí sola. Cuando digo que algo vibra, es que algo vibra. Su cuello percute casi imperceptiblemente. Es un embalse a punto de desbordarse, un mitin a duras penas contenido.

Yo estaría dispuesto a sugerir que ese atributo, ese pequeño desvío dentro del ascetismo de su gestualidad, es la marca de fábrica de tan imponente intérprete, la clave de su extraordinaria melodía. El resto del cuerpo, en cambio, permanece fijo en sus goznes; su cuerpo en retirada ante el despliegue del poderío vocal.

Estoy intentando recordar mi primer encuentro con Pablo Milanés  –con su voz, quiero decir-, y no lo hallo, se extravió en algún punto. Estoy intentado recordar el momento en el que comprendí a cabalidad su altura poética, y tampoco lo encuentro. Estoy intentado cifrar con exactitud el minuto perdido en el que yo intuí de qué estábamos hablando cuando hablábamos de Pablo Milanés.

Nadie ha compuesto un ciclo del amor tan compacto y supremo en apenas cuatro piezas: Primer amor, Para vivir, El breve espacio…, y Yolanda. Cualquier cosa que usted vaya a sentir por una mujer, ya está contenida en uno de esos temas. Los grandes poetas de la lengua española, no digamos ya los cantautores, tienen que sudarla para mostrar un prontuario tan perfecto y abrasador.

De modo que este es el hombre que posee el torrente, me dije hace un sábado atrás, en el teatro Mella, mientras Pablo Milanés presentaba su nuevo disco y luego recorría, sin esfuerzo, un par de himnos de los que, sin que vengan a cuento, ruedan a cualquier hora en la cabeza de los cubanos, vitrolas que se activan con despropósito en cualquier lugar. Himnos que sellan una edad, que estilizan un sentimiento, que le ahorran a la gente el esfuerzo de expresar aquello que no conocían y que ahora, de repente, les empieza a quemar.

En la voz de Pablo Milanés, somos un tanto más cercanos, nos distinguimos mejor gracias a su centro físico. Lo que yo entreveo a cada paso es un diorama de mi vida, de sus recodos ciegos, y también un cuño desconocido pero afable, como si tuviera además que cargar con un fardo que nos es común, con el fardo que me antecede.

Después del golpetazo furibundo, del canto elegíaco, o de sus breves misivas, algo vibra siempre en la garganta de Pablo Milanés. Detrás de su voz, resuena una voz mayor, interminable, como una fibra lánguida que tiembla.

Salir de la versión móvil