Noche de ronda

…porque aunque la gente no lo crea, esas cosas suceden en Cuba.
Joaquín Sabina.

Nadie lo reconoce. Ni los dependientes ni los camareros. Ni siquiera la carpetera rubia que hace unos días le dio la bienvenida. Fuma un cigarrillo y sigue con la vista las volutas de humo. Lleva en la cabeza el bombín de siempre. De color negro. Lleva un pulóver también de color negro con un signo de interrogación a la altura del pecho y encima un traje (pantalón y chaqueta) de rayas carmelitas y grises. Luce muy elegante. En la cara, dibujada a lápiz, una sonrisa leve, a punto de quebrarse, pero que a todas luces resulta imposible que se quiebre, imposible que se desdibuje o que se transforme o que simplemente desaparezca.

Pasea por el lobby del hotel, un hotel muy viejo, situado donde debiera estar el Nacional, y que quizás sea el Nacional, solo que con menos luces. Lee un periódico español que se trajo de Madrid. Hay una historia, de una prostituta cubana. Repara en la foto. Le parece hermosa, algo maltratada por la suerte pero sin dudas agraciada.

Es un día impreciso, de un año impreciso, de una década imprecisa, de un país, lógicamente, impreciso. Digamos: década del 90´, un país como Cuba. Un año, a las claras, impar. 1993, o 1995, o 1997. Preferiblemente La Habana de 1995. Sale del hotel y sube la Rampa por la acera de la izquierda. A la altura del Yara (no hay tanda programada pero los lumínicos de los anuncios parpadean a una velocidad inusual) se le acerca, entre muchas personas, como puesta por la mano de Dios o como puesta por el gobierno o como puesta por el jodido azar, una figura delgada, extremadamente sensual: lo que para Silvio Rodríguez vendría siendo una luz cegadora, para Joan Manuel Serrat una frágil doncella, para Pablo Milanés una sombra invencible, pero que para él, o sea, para Joaquín Sabina, y para el resto de los mortales, no es más que una mujer espléndida, una tipa magnífica y sin excesos. Pelo castaño. Esbelta, hasta cierto punto hierática, pero no impenetrable. Nariz suave, ojos temibles, pómulos secos. Considerables caderas. Considerables nalgas. Senos huidizos.

Sabina se detiene. La mujer también se detiene. Le pide un cigarro. Sabina se lo da. Ella le pregunta de qué se ríe y él le contesta que de nada, que ese es su rostro. Ella le dice algo ininteligible, algo así como qué rostro más extraño, y Sabina se toca los labios, hace una mueca parecida al asombro pero que a los pocos segundos, no sin antes sopesarlo, logra convertir en placer.

-Tú eres la prostituta del periódico –dice, ya sin asombro.

La mujer, que hasta este momento ha fumado o ha empezado a fumar con displicencia lo mira sorprendida. No sabe de qué habla.

-Sí, tú eres la prostituta del periódico- y saca de su bolsillo la edición del diario español doblada en cuatro. -Una historia fantástica -dice Sabina, de modo exagerado.

La mujer toma el periódico y lo lee. Se reconoce. Repasa lo visto, vuelve y lo mira. No por curiosidad, porque se sabe su vida de memoria, sino por el deleite de verse reconocida en otro cuerpo, en otro espacio libre de ataduras, distinto por completo al suyo.

Entonces asiente y básicamente repite su historia, la parafrasea, pero luego la matiza, la aprueba o, dado el caso, la desmiente, apoyada en la comunión de sus recuerdos. Sabina la escucha con sumo interés, o al menos eso se deduce luego de que la invite a un trago y salgan caminando y terminen en un sitio ciertamente apartado, irreconocible. Llegan a una cafetería y se sientan en dos sillas plásticas alrededor de una mesa pequeña.

-Esto fue hace meses –dice-. En un tren. Viajaba de La Habana para Holguín. No sé si sabes dónde queda Holguín. Iba para allá a ver a mi hijo. Lo había dejado con unos parientes. Hacía meses no lo veía. Muchos meses. Le llevaba unas cosas, ya sabes, ropas y algo de dinero. Entonces se me acerca un hombre y empieza a conversar conmigo-. La prostituta dialoga con frases cortas. Luego toma aire, hace silencio y respira con fuerza, como si se hubiera arrepentido y no tuviera ganas de seguir. Sabina la escucha. La sonrisa dibujada a lápiz de Sabina también la escucha. –Nunca supe que era periodista. Sí que era extranjero, pero no periodista. Debí haberlo sospechado.

En este breve tiempo la mujer ya ha consumido una cerveza.

-¿Quieres otra?

-Sí, por favor –dice.

Sabina busca otra. Mira a su alrededor y se percata de que desconoce en qué lugar está. Una cafetería al aire libre, evidentemente, pero ignora en qué punto exacto de la ciudad se encuentra la cafetería y, por tanto, en qué punto exacto de la ciudad se encuentra él.

El dependiente, un mulato joven, lo reconoce. Sabina le dice que no vocifere, le estrecha la mano y toma la cerveza. Por un momento repara en la mujer. Una vez más siente que es hermosa. Que no se lo va a decir, pero que es muy hermosa, y lo que se presagia aún peor, lo invade un molesto impulso, una ligera certeza de que sería incapaz de tocarla, de que la estaría estropeando, corrompiendo, aunque él, desde hace rato, no crea en esas cosas, y aunque bien visto resulta imposible, cuando no ridículo, pensar que una prostituta conserva algo de pureza, algo digno de salvarse, algo que otros ya no hayan pisoteado y vejado y consumido sin sombra de remordimiento o al menos de pasajera amargura.

La mujer agradece, abre la lata de cerveza, y prosigue:

-El hombre se sentó a mi lado, en uno de esos vagones oscuros de los trenes y yo pensé que me iba a proponer un trato. Pero no. Solo me tomó unas fotos y me hizo varias preguntas. A veces en la sombra y a veces en la luz. Las más en la sombra, pero en ocasiones, cuando transitábamos por algún pueblucho o algún batey extraviado las luces develaban su cara, una cara de muerto, una cara del que no quiere intervenir, solo que lo dejen estarse quieto, y sospeché. ¿Qué hace un español en un tren de provincia? Y más ¿Qué hace un español a estas horas de la madrugada en un tren de provincia? Y más ¿Qué hace un español a estas horas de la madrugada en un tren de provincia hablando con una jinetera en vez de, como se suele decir, acostarse conmigo?

Luego la mujer sigue contando cómo le reveló al periodista las peripecias y los obstáculos y las causas que la llevaron a tomar tales derroteros, pues la prostituta es universitaria, estudió ingeniería química, trabajó en un central azucarero del oriente del país, preparó, sin éxito, una maestría, cuando de repente llegaron a su vida los efectos del Período Especial. Sabina intenta relajar el ambiente, a pesar de que la mujer nunca usa un tono trascendental. Habla de su vida con una imparcialidad admirable, como si no la estuviera viviendo o como si cualquier posible desenlace la tuviera sin cuidado.

-Se lo he dicho a mi esposa –dice Sabina-. De acuerdo, en Cuba hay prostitutas, pero están limpias, son universitarias, y son las más bellas del mundo.

La mujer no sonríe. No hace nada. Lo mira como mismo hubiera podido mirarlo si Sabina se hubiera mantenido con la boca cerrada. Se tensa el ambiente. Pasan una, dos, tres, muchísimas y gélidas nubes sobre los inmutables edificios de La Habana. Pasa un grupo de hombres por la acera. Un barco entra en la bahía. El faro del Morro alumbra vagamente, cada seis segundos, una parte de la ciudad. Después alumbra una estrecha franja de mar y después no alumbra nada o se alumbra él mismo, su arquitectura de piedra y tiempo.

Traído de vuelta, Sabina le pregunta a la mujer qué cómo se resuelve su problema. A lo cual la mujer responde, tras deslizar sus dedos por el cabello, pero sin demorarse demasiado, que con cien dólares, que cien dólares, corazón, arreglan todos los conflictos.

-Toma, yo los tengo y me gustaría regalártelos.

-No, yo soy una profesional. Si nos vamos a hacer el amor yo te cobro los cien dólares, si no es así no puedo aceptarlos.

Sabina insiste pero la mujer se niega. Forcejean durante varios minutos, hasta que de mutuo acuerdo deciden irse a una discoteca. Luego conversan en voz baja y gesticulan. Sabina prefiere caminar. La mujer opta por un taxi. Al final parece que se abrazan o que se reconcilian y se marchan a pie.

Atraviesan algunas calles, bordean varios edificios en ruinas, varios solares, casas cerradas, decadentes palacetes con rejas cubiertas por el óxido y portones con aldabas de hierro. Al cruzar Boyeros, frente a una amplia sala de deportes, un lebrel comienza a ladrarles. Algo, de veras, asombroso. Un lebrel muy sucio. Desgarbado y elegante como todos los de su raza. De aspecto indigente, vagabundo. Parece el dios de los lebreles o el lebrel redentor, pero ambos siguen de largo, y la oscuridad, o más bien la distancia, una distancia que a cada paso se hace más tangible, lo va absorbiendo muy lentamente, se va llevando al animal hacia sus distritos, hacia sus comarcas habituales.

Bajan por toda la calle G, doblan por Calzada, la mujer le muestra el Amadeo Roldán, pero Sabina ya ha visitado el teatro-auditórium. Llegan a Paseo, tuercen a la derecha y se sumergen en una discoteca contigua al Meliá Cohíba. Evitan la pista de baile y ocupan una mesa para dos personas bien cerca de la barra. Durante todo este tiempo Sabina ha insistido en que la mujer tome el dinero y la mujer rotundamente se ha negado. Lo que ha llevado a que el ambiente haya vuelto a enrarecerse, y que ninguno de los dos, a estas alturas, tenga demasiadas ganas de acostarse con el otro.

-Anda, toma el dinero –dice.

Silencio.

-Simplemente te lo regalo. Anda, tómalo.

Silencio redoblado.

Entonces se acerca una camarera, aún más bella que la prostituta, y pregunta qué van a tomar.

Piden unas copas.

El ruido, la música se torna ensordecedora, pero ninguno de los dos lo percibe.

La camarera se acerca con los tragos. Evidentemente algo va a suceder. La camarera coloca los tragos en la mesa. Evidentemente algo está sucediendo. Sabina saca el billete de cien dólares, se lo enseña a la prostituta, hace que lo mire bien, y se lo da de propina a la camarera.

La música empieza a tomar forma. Una canción que si se escucha mal no dirá nada de lo que se pretende, y que si se escucha bien tampoco dirá nada de lo que se pretende. Una canción que dice muy poco y que apenas sirve para bailar. Transcurren dos minutos en los que ambos, la prostituta y Sabina, mantienen la prudencia o la lucidez de no emitir palabras ni sonido alguno, cuando de repente la camarera, vista al trasluz de los flashazos de la discoteca, dice que ella no puede aceptar eso, que es mucho dinero y no puede tomarlo.

Justo en ese instante Sabina se encaja su bombín y susurra qué noche más áspera, dios mío, qué de difícil, y la camarera nota, enseguida, cómo le va cambiando el rostro, ojos que se preocupan, labios apesadumbrados, frente turbia, una cara, en fin, como del que sabe le tomará tiempo sobreponerse, una cara de muerto, del que no quiere intervenir, solo que lo dejen estarse tranquilo. Sin embargo la prostituta, mientras se alisa los cabellos con soberana paciencia, percibe todo lo contrario, descubre una sonrisa leve, muy fina, dibujada a lápiz y a punto de quebrarse, pero que a todas luces resulta imposible que se quiebre, imposible que se desdibuje, o que se transforme, o que simplemente desaparezca.

Bien lejos, quizás, el lebrel redentor siga ladrando. 

Nota:

Yo llegué a Cuba un martes y El País había salido el domingo anterior. Le dije a Mauricio (Vicent) que me había encantado el artículo que había hecho, que era fantástica la historia de la jinetera. Entonces estábamos dando un paseo por fuera del hotel Nacional, por el Malecón, y de pronto Mauricio (Vicent) vio la citada jinetera –porque aunque la gente no lo crea, esas cosas suceden en Cuba- y propuso que la invitáramos a tomar una copa. Dicho y hecho. Fuimos a la discoteca del hotel y ella nos dijo que su problema se arreglaba con cien dólares. Saqué cien dólares: “Mira. Yo tengo cien dólares y la verdad es que me gustaría regalártelos, no me cuesta nada.” Y ella me dijo: “No, compañero, yo soy una profesional. Si subimos a hacer el amor yo te cobro los cien dólares, pero si no es así no  puedo aceptarlos.” (…)

Entonces fuimos (…) a una discoteca que estaba al lado del hotel Cohíba. Yo seguía tratando de que cogiera los cien dólares, que sabía le importaban mucho, y ella se negaba a no ser que echáramos un polvo. Te estoy hablando de cosas que solo pasan en Cuba. Entonces vino una camarera guapísima, le pedimos unas copas y, cuando fui a pagar, para darle una lección a la jinetera saqué cien dólares, se los enseñé y se los di de propina a la camarera. Ésta se fue y, a los dos minutos, regresó y me dijo: “Lo siento, compañeros, pero no puedo aceptar eso. Es mucho dinero.”

¡Eso sólo pasa en Cuba! Es preciosa la historia, ¿no? ¡Es fantástica! ¡Eso me ha pasado a mí, no me lo han contado, lo he visto!

Joaquín Sabina

Tomado de Sabina en carne viva: Yo también sé jugarme la boca. Ediciones B, año 2006. Autores: Joaquín Sabina y Javier Menéndez Flores.

Foto: Yazmín Lorenzo (Publicada en Galería Sinfonía Habana

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