Noche en Las Vegas (I)

El dependiente nos preguntó si íbamos a pedir algo y yo le dije que no, pero L, ante el miedo de que nos expulsaran por no consumir, pidió una cerveza bien fría, si fuera tan gentil. Eran las doce de la noche y estábamos haciendo tiempo en una de las mesas del Bar el Toke. Ya, por fortuna, habíamos comido algo: pan con hamburguesa y kétchup, jugo natural y caramelo incluido en una de esas cafeterías furtivas –ventana abierta, toldo a rayas y tablilla de precios escriturada a mano- que emergen nadie sabe bien de dónde y que paso a paso reconfiguran la topografía de La Habana.

El Toke queda en la esquina de 25 e Infanta, y es un bar fuera de sitio. Una nota de color en medio de un lienzo deslavado, gris. 25 e Infanta es la cuadra de Radio Progreso, la entrañable emisora: edificio azul oscuro, manchado de hollín urbano, ventanas de madera (con algunas persianas caídas), un portal percudido donde conviven perros viejos y borrachos de ocasión, y un custodio aburrido de uniforme carmelita que no sabe ya cómo acomodarse sobre la silla escolar que le asignaron para el cumplimiento de la guardia. 25 e Infanta es una cuadra donde de alguna manera no parece haber sucedido nada después de 1950, salvo el Bar Toke, tan iluminadamente moderno. 25 e Infanta es además la cuadra del Cabaret Las Vegas, y nosotros estábamos ahí, a pocos metros, L y yo, un lunes en la noche, esperando que comenzara el show de Margot y que el ambiente del cabaret tomara un poco más de fuerza o de voltaje.

Margot se llama Riubert, pero cuando se entalla un largo vestido de satín amarillo, cuando se pinta los labios y alarga el creyón un poco más allá de la comisura para aparentar una boca mucho más grande, provocativa y sensual, cuando traza un arco con lápiz negro por el sitio donde deberían crecer sus cejas, cuando empolva sus pómulos y alisa sus pestañas y ensaya delicados gestos de diva emprendedora, Riubert se llama Margot. Y es todo un derroche y un primor.

El lunes es suyo. El cabaret Las Vegas es el sitio donde cada noche confluyen los homosexuales, los travestis, los chulos, los pingueros, los europeos cincuentones y alguna que otra lesbiana extrovertida y tosca, ejemplar pintoresco de la fauna. Ya Margot estaba cantando, o doblando, cuando uno de los celadores de la puerta –moreno inmenso de seis pies y quince pulgadas de bíceps- me advertía que ese era un lugar donde no había mujeres, y que si estaba seguro que quería entrar. La inexperiencia, la mojigatería de mi rostro debió ser abrumadora. Lo sabemos, había dicho L, sabemos que no hay mujeres. Pagamos y entramos. Miré hacia atrás por última vez buscando descubrir algún guiño o alguna mueca burlona entre los tipos de seguridad, pero todo permanecieron impertérritos.

No había en ellos la mayor sorpresa. No había nada. Tal indiferencia, tal naturalidad, me pareció maravillosa. Recordé una línea de Lezama en Paradiso donde decía que se negaba a discutir sobre el sexo porque el sexo era para él (o para el personaje, presumiblemente Frónesis) como la poesía, materia concluyente, no problemática. Para los morenos de seguridad, qué suerte, el sexo significaba lo mismo que para Lezama. Yo era simplemente otro mariconcillo recién iniciado, todavía tímido, que venía dispuesto a curtirme en una liga de mayor rigor. Un miedo extraño me embargaba, también una curiosidad extrema.

L, mi amigo, sí es homosexual. Yo no. Había ido hasta el Cabaret Las Vegas, digamos, para mirar un rato, tomarme una cerveza, husmear un poco, aunque quizás, quién sabe, también para encontrarme de repente con un muchacho más hermoso que cualquier muchacha que yo hubiera visto hasta entonces. Uno a veces cree que va a un sitio por una cosa y va por otra, o, como les ha sucedido a tantos, va sin pretensiones y ese día le cambia la vida, pero lo cierto es que yo tenía más o menos las cosas claras, un norte concreto de mi situación.

Había ido a Las Vegas con la valiente (eso me hice creer) idea no de besar a un hombre, sino de sencillamente desperezarme y poner a prueba esta confortable coraza de macho heterosexual, de varón comprensivo (amigo de maricones) pero a buen recaudo. Y no en el sentido físico, se entiende, sino más bien en el moral. Lo que quiero decir es que no fui a Las Vegas por algún tipo de confusión, como si dudara de mi gusto por las mujeres y esa noche de lunes hubiera querido averiguar o afrontar algo más. Fui a Las Vegas sabiendo perfectamente que los hombres me parecen feos y poco atractivos, pero intentado recomponer o entender a fondo el cuadro personal de nuestras convicciones, nuestras filias, nuestros límites, nuestra tolerancia e incluso, aunque suene exagerado, el grado real de nuestras emancipaciones.

Era, en algún sentido, un proceso de escritura, la temporada de caza de la materia concluyente. Iba buscando un poco de hostigamiento, de necesaria incomodidad. Y en medio de aquella vorágine, sacando un montón de cuentas torcidas en mi cabeza, encontré de pronto lo que sería la primera ventaja de la noche, un toque de humor a mí mismo, para desamarrar. No tendría que preocuparme por ligar a nadie. Por primera vez en mi vida iba a descansar orondo, e iba a conocer lo que significaba que los hombres –no importaba como vistieran, hombres al fin- vinieran hasta mi mesa y ridículamente me intentaran seducir.

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