Nogueras

Dos mujeres tocan a la puerta. Una lleva el cabello rojo, propio de las mujeres histéricas, y otra el cabello rubio, propio de las mujeres dramáticas. Estas mujeres no se conocen. Se saludan con ese gesto entrecortado de la cara, ese leve movimiento hacia arriba del cuello, como diciendo -del modo en que las decentes traducen su cobarde chusmería- y qué, perra, qué tal: una declaración de guerra detrás del reconocimiento mutuo, detrás de una paz temporal y asediada, como es siempre la paz.

El hombre abre la puerta, permanece perplejo. El hombre tendrá  unos treinta y tres o treinta y cuatro años, aún le queda una década de vida. Pero la perplejidad será sustituida rápidamente por un gesto de sorna, la desbordante mirada de macho orgulloso que todos hemos tenido alguna vez. El hombre es Luis Rogelio Nogueras. De la perplejidad por miedo al escándalo, al placer por la oportunidad del pecado. En el arco de la poesía nogueriana el temor se neutraliza con atrevimiento, yo diría que con descaro. Entre novela policiaca, cantos al Viet Nam hermano y viajes a las repúblicas de Europa del Este, Nogueras se gasta el lujo de ser un cabrón del Vedado.

Las dos mujeres han tenido sexo con Nogueras. Las dos vienen a reclamarle porque Nogueras seguramente prometió alguna retribución emocional, un próximo encuentro, alguna futura conversación, y después del sexo recogió sus pantalones, apagó el cigarrillo y desapareció. Esta defenestración, la burla a la que ambas fueron sometidas, el descubrimiento de la patética pero a la vez hilarante situación en la que se encuentran, han hermanado a la rubia y a la pelirroja como no lo hubieran hecho una infancia compartida o cualquier lazo familiar. Nada fija mejor las alianzas que un enemigo en común, y Nogueras es, de repente, el demonio.

Pero las mujeres que después del sexo van a exigir honorarios son las mismas mujeres que disfrutan el desplante, la parafernalia de la persecución. Nogueras lo sabe. De esa sabiduría están revestidos sus versos, de la sucesiva infidelidad y la fuga. La inteligencia le alcanza para mantener la compostura y proponerles, diligente, a las dos, a la mujer pelirroja y a la mujer rubia, que pasen a la casa, que tomen asiento mientras les prepara un café y ellas le explican, con calma, qué vinieron a hacer, a qué se debe la visita. Lo dice como asombrado por la casualidad.

Todo el conversacionalismo, detrás del humor, del dolor o la nostalgia, es finalmente un ejercicio de inteligencia o de asombro, el póker de las cartas poéticas. Cincuenta años después parece ser Nogueras el único de su generación –y si no de su generación, al menos de los coloquiales- capaz de sostenerle el pulso a la mujer rubia y a la mujer pelirroja, capaz de conversar con la histeria y el drama y apaciguarlos por igual.

Hay otra cosa que Nogueras ha aprendido, presumiblemente de su padre Zacarías Tallet, y que lo emparenta con Kozer, aunque Kozer –judío- vaya y venga de más lejos. Entre la vergüenza y el desparpajo, escoge el desparpajo. Nogueras se expone al riesgo de la bofetada cuando después de servir el café les dice a sus invitadas que la situación es inmejorable. Dos mujeres elegantes, un hombre en plenitud, una casa vacía, una habitación desordenada. Las mujeres creen, por alguna razón, que Nogueras es el más grande poeta de Cuba. Nogueras nunca les ha leído ningún poema suyo, y no hace nada por aclarar el entuerto. Las mujeres creen que Nogueras es la única puerta por la que ellas, una histérica, la otra dramática, pueden acceder al reino de la poesía ataviadas, al menos una vez, con los mantos de la lujuria (la explosión, la gritería, el orgasmo del sexo como colorete en las mejillas), en garras de lo dionisíaco. Aún así se muestran dubitativas hasta que Nogueras, que ya las empieza a tratar como si fueran una, suelta el zarpazo: “Entonces ven, baja hasta el mástil, gaviota.”

¿Cuántos de los poetas cubanos que merodeaban los sesenta, que se apuntalaron en los sesenta, podían llevarse ambas mujeres a la cama, cuántos podían asumir un ménage à trois tan virulento, teniendo en cuenta la ninfomanía de estas damas? Retamar no habría podido, estaba, con las mismas manos de acariciar y masturbarse, construyendo una escuela. Jamís, tan tierno, andaba entretenido con los gatos callejeros y el frío de París. Barnet, que no se hubiera topado con dos damas, sino con dos mancebos, esperaba no sé qué, ni una cosa ni otra, ni un hombre ni una mujer, “bajo los signos rotos del cine cantonés”. Padilla se extasiaba mientras Cuzá Malé pintaba un cuadro. Y Delfín Prats celebraba los bucles amarillos que caían sobre la espalda griega de su novio, aunque ahora no sé si la griega era la espalda, o los bucles, o el novio todo. Quien sí no era griego, sino holguinero, era Prats.

Pero con los años, el verdadero rival de Nogueras es otro, el duelo que menos esperaba la crítica especializada. El verdadero rival de Nogueras es Lezama. Guillén, tras esta ola de anticomunismo, ha quedado desplazado, ojalá momentáneamente. A ojo de buen cubero, los dos poetas más leídos en la Cuba de hoy son Luis Rogelio Nogueras y José Lezama Lima. A ambos, naturalmente, habría que extirparles las zonas nocivas. A Lezama, la fauna culterana que ha erigido una catedral en cada café literario y que acude despatarrada a cada lectura de poesía programada alrededor de una fuente sin agua, bajo la sombra de los árboles que crecen en los jardines interiores del Vedado. A Nogueras, los diletantes que inundan su boca con versos de El último caso del inspector como si hubieran tocado algún fondo, como si la poesía nogueriana no fuera un deleite, sino un estacazo, o como si citarlo les garantizara a la luz pública algún tipo de sensibilidad.

Aún así, la cantidad de lectores que ambos poseen, lectores dispuestos y valientes, no es nada despreciable. Lo que resulta curioso es que probablemente sean los mismos. Uno descubre que la línea entre Nogueras y Lezama no es tan infranqueable ni tan lejana como pudiera parecer cuando encuentra que el fervoroso lector de Lezama a los veinte años fue justo el lector que brincaba de júbilo con Nogueras a los dieciséis.

Creo que fue a Noé Jitrik a quien le leí que hay dos formas de alcanzar la trascendencia, aunque quizás no fuera trascendencia de lo que hablaba Jitrik, sino algo menos rimbombante, el mito, o la gracia. Una mediante la exclusividad –caso Joyce-, otra mediante la masividad –caso García Márquez. Lezama trabaja desde la excepción, su totalidad es una excepción. Nogueras trabaja desde la norma en un oficio que es, como norma, excepcional. Probablemente a Nogueras su claridad le haya costado más trabajo que a Lezama su oscuridad.

Ese es el riesgo del conversacionalismo, su aparente sencillez, la facilidad con que se vislumbra su fórmula, no su entraña. De cuatro libros conversacionales, tres no van a servir. Incluso Nogueras, ¿cuántos poemas suyos no son repeticiones de sí mismo, cuántos versos no son versos flojos, flojísimos, cuántos epigramas suyos no están socavados, finalmente, por el artificio?

Sigue siendo, no obstante, el poeta por el que se inician los jóvenes lectores cubanos dispuestos y valientes, los cuales aprenden desde bien temprano, a contrapelo de la moral matutina, que hay que llevarse, de ser posible, dos, cinco y hasta diez mujeres histéricas y dramáticas a la cama, juntas, devastándose unísonamente. Debe ser supremo ese instante en el que se desnudan, hipnotizadas antes del crimen, mientras sueltan sus pelos rubios y rojos, y el blúmer, enrollado como un pergamino, desciende desde los muslos y se traba en las rodillas, convencidas ya, las pobres y desoladas ninfas redentoras, de que todo es, de que todo siempre ha sido y de que todo no será más que un mero asunto literario.

Luis Rogelio Nogueras
Luis Rogelio Nogueras
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