Nunca digas nunca

Del otro lado del teléfono, casi sin saber cómo había ocurrido todo aquello, Israel Rojas hablaba sin parar, me trataba con una deferencia absoluta -inmerecida- y vertía opiniones sobre mis crónicas que no vale la pena citar acá. El resto muy bien. Yo con un rubor inmenso, sin nada que acotar, mudo, pero entero, hasta que Israel dijo que también había leído Banda sonora, ese texto donde hay una línea mortal: “Con catorce años adoraba Buena Fe, pero con quince adquirí conciencia crítica”.

Me dejó descolocado. Yo había rezado internamente, durante los breves segundos de la conversación, para que el hombre no hubiera leído aquel trabajo, para que esa crónica, específicamente esa crónica, se le hubiese traspapelado entre tantas otras que escribo como antídoto secreto contra la abulia y el caos.

Después balbuceé algo, quizás una excusa ridícula. Yo, por supuesto, habría evadido el tema, pero Israel lo mencionó porque si en verdad iba a surgir una relación entre nosotros era mejor saldar las cuentas pendientes. No lo expresó tan explícito, claro, pero ambos entendimos que de eso se trataba. Seguimos conversando durante un rato más y luego colgamos. Yo me quedé pensando, poco satisfecho conmigo, y dándole vueltas nuevamente a los riesgos que se corren con la escritura, con los desfiladeros y las cápsulas que significan cada oración.

Me han malinterpretado una infinitud de ocasiones. He hecho que me malinterpreten otras tantas. Sin embargo, la oración sobre Buena Fe era tan tajante que no admitía reparos, además, había sido escrita con despótica conciencia. A los catorce años los adoraba pero a los quince los miraba por encima del hombro.

No pueden extraerse de ahí, pensaba, una serie de detalles puntuales. Israel nunca podría enterarse, a través de esa línea, que con trece años sostuve la mayor conversación que jamás tendré con mi padre, en una madrugada de Cárdenas, mientras rodábamos una y otra vez, en un CD que ya no existe, los temas de Déjame Entrar. Israel, o cualquier otro lector común, no podrían saber que mi primera novia cantaba Intimidad en el preuniversitario y que mis primeros buceos en los pozos del hambre real, del sexo como descubrimiento y caída, del cuerpo de una mujer como sombra tibia y miedo al fracaso, estuvieron compulsados por los acordes de esa canción. En fin: de mi breve alusión no podría inferirse, ni en la más desacertada de las interpretaciones, la importancia que tuvo Buena Fe en mi primera juventud.

Cierto que con el tiempo los fui dejando a un lado. Un par de temas y listo. Pero Israel Rojas no se molestó por mi juicio un tanto malcriado. Nunca falso, pero sí malcriado. Al contrario: le pasó por encima y siguió conversando y no le prestó más importancia al asunto. Hizo algo que yo no podría hacer, que pocos hacen. Israel no lo sabía, pero me estaba dando un par de lecciones sobre un par de cosas elementales.

Ahí donde otros no se hubieran tomado más trabajo y me hubieran soltado una patada, el hombre me tendía la derecha, me recordaba sin declararlo que yo debía asumir cada una de mis crónicas con absoluto criterio sobre lo dicho y que no me dejara ganar por las miserias. Me recetó, además, casi inconscientemente, un soberano baño de literatura. 

Me repuse un poco, agarré el teléfono de nuevo y llamé a mi casa. Aun cuando yo sabía que me comería a preguntas, y que iba a exigir que le dijera a Israel que ella lo adoraba y que le pidiera, por favor, un disco o una firma, decidí contarle a mi madre, porque eso la pondría orgullosa, porque entonces tendría una noticia -que le quemaba la boca- para soltarle a los vecinos, porque iba a pensar, por enésima vez, que yo era el mejor hijo entre los hijos posibles y una certeza de ese tipo es algo que las madres necesitan para sobrevivir.

Creer que han traído al mundo un elegido y que ellas, efectivamente, a pesar del Período Especial, han sabido darnos una tremenda educación.
 

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