Oh, Baltimore

Hay cuatro razones por las que, entre todos los lugares imaginarios del mundo (que para mí son el 99,9 por ciento de los lugares del mundo), Baltimore ocupa un sitio especial.

La primera son los Orioles, que resultaron no ser tan grandes como pensaba yo a los nueve años, pero que cuando jugaron en La Habana me parecieron increíbles. Los Orioles fueron nada más y nada menos que los embajadores de las Grandes Ligas, un mundo repleto de atletas musculosos y superdotados, donde los cuartos bates, tal como nos enseñaban las películas de la Matinée Infantil, tenían que mascar una goma recia, escupir con saña, reírse con maldad de sicarios y golpear la pelota no solo para ponerla en órbita, sino, literalmente, para desforrarla.

La segunda es, por supuesto, Poe y su delirio terminal. Poe alcoholizado. Poe moribundo a los 40 años. Poe en el corazón de la América decimonónica, dando tumbos por las fantasmagóricas callejuelas de la ciudad, como si el mundo fuera, todo él, El barril de amontillado.

La tercera es la canción homónima interpretada por Nina Simone, que dice en su estribillo: “Oh, Baltimore. Man it´s hard just to live”, y que yo escucho entre lagrimones cada vez que el negro apaleado y sabio que todos llevamos dentro me sale a flote. Y el negro apaleado y sabio que me corresponde, para mi pesar, sale a flote al menos quincenalmente.

La cuarta, y la más importante de todas, es The Wire. Digámoslo rápido. A la antológica pregunta de qué libro llevar a una isla desierta, yo respondería que un DVD, un televisor, y las cinco temporadas de The Wire: esa novela de 60 capítulos, poderosa y magistral.

Ahora que las imágenes de los motines en Baltimore inundan las pantallas del mundo, confirmo por enésima vez que la realidad no es otra cosa que el remake demorado de las buenas ficciones. Ya millones de espectadores vivimos esas trifulcas, en las mismas calles, entre los mismos bandos, y desatadas por las mismas causas.

Cuando leo que alguien, no importa si con buenas intenciones, se identifica a camisa quitada con grupos del tipo policía mala y negros de la calle buenos, o viceversa, exonerando o inculpando a todos los miembros de una secta por igual, pienso en The Wire. Cuando yo mismo caigo en la trampa, pienso en The Wire.

La serie, transmitida por HBO desde junio de 2002 hasta marzo de 2008, guarda una de las más básicas lecciones a la hora de medir cualquier conflicto real y complejo, no solo el de la violencia en Baltimore. Que el mal y el bien se mueven indistintamente entre distintos grupos sociales, y más: que una misma persona puede ser mala o buena en dependencia de las circunstancias.

Dado que sus oficios anteriores así lo exigían, los creadores de The Wire, David Simon (ex periodista en Baltimore Sun) y Ed Burns (detective de homicidios), llegaron a sumergirse tanto en los barrios bajos de la ciudad que, según los entendidos, copiaron al calco, con una maestría jamás rozada por nadie, el lenguaje marginal del mundo de la droga, el slam de los camellos y los traficantes.

Dentro del arquetípico esquema del policíaco, como quien no quiere las cosas, The Wire propone el fresco más imponente de la sociedad estadounidense contemporánea (o de uno de sus rostros neurálgicos, porque bien es sabido que Estados Unidos es muchos países a la vez). Recorre el negocio de la droga, la vida gremial de los trabajadores del puerto, los entresijos de la política como centro de corrupción y origen de todos los males, las deficiencias del sistema educacional y la crisis ética que vive el periodismo.

Es la serie favorita de Obama. Y Rodrigo Fresán, junto a otra legión de fans, la considera la mejor de la historia. Vargas Llosa, sin susto alguno, la comparó con las grandes novelas decimonónicas –Dickens, Dumas– que se publicaban por entregas en los periódicos europeos de la época. Y el comediante islandés Jón Gnarr, que fuera elegido alcalde de Reykjavik en 2010, dijo que no pactaba con ningún partido político cuyos miembros no hubieran visto las cinco temporadas de The Wire.

Que todos hiciéramos caso a Gnarr, sería un gran ejercicio de saneamiento. Después, si persistimos en la tozudez y nos negamos a aplicar las verdades universales de la serie a nuestro entorno particular, deberíamos al menos poner en entredicho el acto de soberbia que supone interpretar realidades ajenas a través de nuestros credos locales. No solo en el caso de Baltimore, sino en cualquier otro.

Por lo que me enseñaron Simon y Burns, hoy, en Baltimore, detrás de los cascos de policía hay tantos gentiles como verdaderos hijos de puta entre los ciudadanos sublevados.

Obvio que más de un despropósito histórico –la larga historia de racismo en Norteamérica– ronda y define los sucesos de los últimos días, pero no estamos ante una ecuación cerrada que justifique, solo con ello, al sujeto preciso, concreto y específico que acomete el acto preciso, concreto y específico de apedrear una vidriera, quemar el auto de un ciudadano blanco, por el simple hecho de ser blanco, o mandar directo a terapia a un teniente cualquiera.

Hay, en The Wire, policías magníficos y completamente verosímiles como Howard Colvin, Jimmy Mc Nulty o Lester Freamon, personajes que posiblemente cuenten, ahora mismo, con sus respectivas réplicas trasegando por el agitado oeste de Baltimore, una ciudad que no vivía revueltas similares desde 1968. El año top si de revueltas se trata.

De hecho, uno de las mayores virtudes de The Wire es que no se conforma con términos medios, como lo sería, sin dudas, repartir la villanía entre el cuerpo de policías. En el artículo titulado Los dioses indiferentes, publicado en El País, Varga Llosa decía: “Lo primero que sorprende es que la televisión de Estados Unidos –la HBO en este caso– haya producido un serial que critica a la sociedad y a las instituciones de ese país de una manera tan feroz. Probablemente en ningún otro hubiera sido posible; pero, esto no es novedad, pues tanto en el cine como en la televisión norteamericanos es frecuente esa visión destemplada y beligerante de sus políticos, empresarios, jueces, carceleros, banqueros, militares, policías, sindicalistas, profesores, etcétera. La diferencia es que aquellas críticas suelen ser individualizadas: son sujetos concretos los que se corrompen y delinquen, excepciones negativas que no afectan la esencia benigna del sistema. En The Wire ocurre al revés; es el sistema mismo el que parece condenado sin remedio, pese a que algunos de quienes trabajan en él sean gentes de buena entraña y hasta heroicos idealistas…”

Siendo literatura en estado puro, The Wire es también, sin despeinarse, una denuncia envenenada de la entraña capitalista. Pero es, ante todo, literatura. De ahí que Pryzbylewsky, el entrañable personaje que al principio es policía y luego profesor de matemáticas, y que primero nos despierta ira y luego ternura, diga lo siguiente: “Nadie gana. Un bando pierde más lentamente.”

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