¡Oh, Capitán, mi Capitán!

Antonio Pacheco, el Capitán de Capitanes de Santiago y de Cuba, brilló primero como jugador y luego como manager. Foto: cubanet.org.

Antonio Pacheco, el Capitán de Capitanes de Santiago y de Cuba, brilló primero como jugador y luego como manager. Foto: cubanet.org.

Antonio Pacheco -como Omar Linares, como Germán y Víctor Mesa- forma parte de un patrimonio doblemente exclusivo. No creo que vayamos a someter a demasiados cuestionamientos el legado de otros ilustres deportistas cubanos, contemporáneos con estos peloteros. El legado de Sotomayor o el de Mireya Luis, por ejemplo. Hay algo que Sotomayor y Luis tuvieron, y Pacheco y Linares no. La posibilidad de competir con los mejores rivales. Eso los ubica en un contexto y ese contexto, obvio, ayuda a la trascendencia. Mejor dicho: ese contexto es la trascendencia. Permite que un europeo o que un japonés los recuerde o los valore. Por otra parte, mal que nos pese, y digámoslo en dialecto nacional, cada día será más ardua la tarea de mantener viva la obra de sluggers y lanzadores que fueron excepcionales pero que no mostraron su excepcionalidad en el escenario más exigente que podrían haberla mostrado, y esto arrastra consigo dos malévolos hándicaps.

Uno: cuando queramos despejar las interrogantes sobre la calidad de nuestros ídolos, no podremos decir: “ellos fueron tan grandes como Frank Thomas o como Bonds”, sino: “ellos pudieron haber sido tan grandes como Frank Thomas o como Bonds”. Es ese matiz, ese indeseable tono especulativo tan caro al deporte. Dos: el hecho de que nuestros ídolos no hayan lidiado con ídolos ajenos de similar poderío, inevitablemente arroja sobre ellos la duda de cuán excepcionales fueron realmente. Si nosotros nos hacemos la pregunta, cómo no se la harán, incluso con desprecio, los aficionados del porvenir.

Por supuesto, toda esta nostálgica y grandilocuente tesis da por sentado un hecho que salvo muy puntuales y rabiosos patriotas creo que nadie se atrevería a refutar, y es que, cada vez con más frecuencia, con una frecuencia tan frecuente que en determinado momento nos llegará a parecer normal, decenas de peloteros cubanos del presente y sobre todo del futuro terminarán jugando en las Grandes Ligas. No me detendré a explicar si tal flujo me parece justo o injusto. Lo que sí parece, en todo caso, es un flujo natural, como una ventosa que chupa. Hay allí millones de dólares. Hay allí nivel competitivo por arrobas. Es decir, hay realización material y espiritual, y ningún compromiso, sea con quien sea el compromiso, resiste sin desgaste el embate de semejantes fuerzas. Quizás tengamos que hacer algunos leves reajustes en nuestro concepto de nación, abrirle un par de válvulas de escape, que el concepto respire un poquito, que el concepto sea una habitación por la que el aire corra, y no la lúgubre buhardilla de Raskólnikov.

Recuerdo que en octubre del 13 visité Bayamo. Recuerdo que nunca antes había visitado Bayamo y recuerdo que andaba casi en trance y que lo cubano, esa línea escuálida y hermosa, me estaba dando en la cara con una contundencia tal que mi única preocupación consistía en no salir de aquella ciudad convertido en político, alguien que hace del trance una costumbre. Recuerdo que de noche me iba a mi habitación y repasaba un breve cuaderno con unos veinte poemas de Casal y escuchaba una selección completa de Lecuona, sobre todo En tres por cuatro y la Danza Lucumí, una y otra vez, una y otra vez, y a veces, antes de irme a la cama (y aquí mis amigos no me dejarán mentir, porque es algo que hago con frecuencia), ensayaba suines al aire, amplios suines de cuarto bate, aunque yo soy más bien un chocador de bola.

De día lo que más hice fue recorrer la zona histórica, sus calles apretadas, aquel punto de no más de dos kilómetros cuadrados donde todo explotó, el Big Bang de la Nación. Había una cuadra específica, no sé si todavía estará allí, con la casa de Carlos Manuel de Céspedes y, enfrente, la de Tomás Estrada Palma. Recuerdo lo que pensé ante aquella revelación: que Cuba una vez fue tan pequeña e indefensa que todo era un asunto de vecinos, todos los roles de la trama repartidos en unos pocos metros. En una acera el patricio ilustre y en la otra el hombre que vendió la independencia. La casa de quien inauguró la guerra a escasos pasos de la casa de quien, treinta largos años después, la clausuró.

Digo todo esto para que se aprecie cuán despojado de cinismo estuve yo por esos días, y cuán ensimismado, cuán distraído, lo que sin duda incidió en las condiciones de mi regreso a las circunstancias de octubre del año 13, algo que, por cierto, ocurrió en el mismo Bayamo. Transmitían por Telerebelde, la noche del domingo veinte, uno de los juegos de la Serie de Campeonato entre los Tigres de Detroit y los Red Sox de Boston, y a la altura del noveno inning hizo entrada José Iglesias, el short stop cubano. De repente, nos quedamos en vilo. Todos. La transmisión, por alguna razón, no fue cortada. La aparición de Iglesias ante las cámaras fue breve, apenas una entrada a la defensa, pero fue. Recuerdo que me llevé las manos a la cara en señal de asombro, y recuerdo que pensé que en La Habana tal suceso sería comidilla durante los días siguientes y que muchos lo veríamos como un paso de avance. Recuerdo, además, que me hice una pregunta, libre de rencores. Una pregunta que si no hubiese estado en Bayamo difícilmente me hubiera podido hacer con tanta claridad, con tanta calma y también con tanta tristeza: ¿qué entendíamos nosotros por nación, qué mercancía traficábamos con ese nombre para que una simple trivialidad como la aparición por Telerebelde de un pelotero cubano de Grandes Ligas significara tanto? ¿Qué interpretamos nosotros del gesto de Céspedes, me dije, en qué términos tan desoladores estamos negociando? ¿Cuál era el estado real –no el económico, no el político, no el social, sino el armónico- de un país que veía en la figura de José Iglesias una señal de cambio?

Nueve meses después, Antonio Pacheco –nada más y nada menos que Antonio Pacheco- decidió emigrar a los Estados Unidos, y entonces descubrimos que aún no somos tan inmunes como llegamos a pensar. Su decisión nos trajo una incómoda mezcla de perplejidad con malestar físico. No porque nos debiera algo, no porque Pacheco no estuviera en el derecho de irse adonde le diera su real gana –incluso ahora que no puede jugar en ninguna Liga-, sino porque de la nación ya se marchan hasta las cosas y los ídolos y los pedazos de memoria que nosotros nunca creímos que se fueran a marchar, al menos no más rápido que nosotros mismos.

A mí, por ejemplo, la noticia me desconcertó, pero a mi padre, que está en Miami, no. Lo comprendo, sabiendo lo que mi padre fue y lo que ha sido: no hay noticia más desconcertante y desgarradora para él que tener que haberse ido a Miami. Si mañana Juantorena termina en Kendall, no será para mi padre ni cercanamente asombroso al hecho de que él mismo haya terminado allí.

Resulta interesante. No nos sorprende ya que emigre un pelotero en activo, pero sí que lo haga una antigua gloria. Justo cuando nos estábamos adaptando a sacrificar el presente, debemos aprender también a prescindir del pasado. Y puede que todo esto, nuestra tristeza, nuestro desconcierto, nuestra estupefacción, no sean más que derivaciones de un error. Expresiones sinceras cultivadas en un cantero equivocado: el de la nación como reducto físico. Lo que sugiero es que quizás debamos corregirnos desde la raíz.

Que nosotros creamos que con Pacheco afuera se pierde algo, no quiere decir que efectivamente lo hayamos perdido. La pregunta es menos egoísta: ¿por qué el mejor segunda base de las Series Nacionales tuvo que irse a los Estados Unidos, cuando lo que ese segunda base significa cobra sentido únicamente en Cuba? ¿Qué lo llevó ahora a marcharse de su país, cuando en el cenit de su carrera deportiva no se marchó? Nadie -irónicamente- podrá argumentar millones. Parece menos una búsqueda de prosperidad que un acto de salvación.

Es, junto a Vera, mi referente absoluto de la infancia. Cierro los ojos y todavía lo veo desplazarse. Yo tenía doce o trece años y ni asomo de bigote cuando se retiró y alrededor de diez cuando le dio el jonrón a Lazo. Si nadie lo confirma, podría pensar que ese jonrón, de tan cinematográfico, nunca fue cierto. Un saludo, pues, a Antonio Pacheco, capitán del Cuba, un saludo a mi padre, capitán del Cuba, un saludo fraterno a mis amigos entrañables, capitanes del Cuba. No se distraigan ni se agiten. Todo indica que nos vamos a extrainnings.

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