Ópera prima

Las mejores películas las he visto en el cine personal de mi laptop, solo, presumiblemente en la noche, pero no demasiado tarde, sino en las compuertas de la noche, digamos que a eso de las nueve o las diez, como aperitivo del desvelo, como alimento para la vigilia y la alucinación. No se debe ver una película antes de irnos a la cama porque la película es imagen, secuencia, truco, justamente los poderosos atributos del sueño, y esa sería una competencia desleal.

Nada compite con la seducción de los sueños, ninguna película o libro se acerca a la oscura maestría que habita en los inexpresables fosos de la mente. De hecho, los mejores filmes que he visto parecen filmes nunca rodados, nunca actuados, nunca puestos en escena, sino restos de un tesoro traído por frágiles anzuelos desde aguas recónditas y frías. Pienso en Armonías de Werckmeister, por ejemplo, que fue una película que descubrí hace unos tres o cuatro meses y que me dejó así, en una pieza, echando humo por las orejas, incapaz de articular un movimiento decente.

Sin embargo, como todo estudiante de periodismo que se digne de serlo, yo también asisto a los cines en diciembre. El Festival de La Habana es, supongo que como todos los festivales, un festival externo. Uno llega a pensar que la verdadera hiperestesia ocurre en la calle, a la entrada, a la salida, en el trayecto, pero nunca dentro. La gente prefiere vivir la periferia del arte. Algo, en el fondo, no criticable, porque los centros del arte suelen ser verdaderas zonas minadas, y resulta preferible bordearlas, no atravesarlas.

Hay en los cines una salvación colectiva. Hay que ser muy fuerte para olvidar que toda esa gente está ahí y que cualquier carcajada que la película te arranque o cualquier puñetazo que te arroje estarán irremediablemente condicionados por los tácitos acuerdos que los espectadores firman entre ellos.

Aunque mi idea del cine es, qué duda cabe, desacertada. Yo no soy cinéfilo, ni acudo, por pereza e ignorancia, a los ciclos importantes. He digerido en el Yara y en el Riviera más malas películas que buenas, soy pésimo arriesgando, por eso nunca tomo, en ningún estante, a ver qué me parece, un libro al azar. Todo el Tarkovski y el Bergman que he visto lo he visto en compañía de mis múltiples desconciertos, de mis hilarantes trastabilleos y mis constantes idas y venidas. No me gusta de los cines que cuando una escena parece dispuesta para ti no necesariamente tiene que estar dispuesta para los demás, y entonces el proyeccionista no tiene por qué repetirla.

Si yo fuese proyeccionista de un cine privado -o de un cine público, da igual-, los espectadores tendrían que adaptarse al ritmo de mi película, presenciar tres o cuatro veces la misma muerte, escuchar una decena de ocasiones la misma música, repetir hasta la saciedad el mismo diálogo supremo. He visto, además, por una sencilla razón, muy pocas películas verdaderamente trascendentes. Me lleva años terminar con una y empezar con otra. De hecho, ahora que lo pienso, nunca he terminado del todo con una película con la que de veras haya iniciado una relación íntima, de largos duelos pospuestos.

Algunas las he perdido, algunas han vuelto, algunas las he salido a buscar. Hubo un tiempo obsesivo, felizmente pasado, en que todo se me daba en texto y no aguantaba veinte minutos delante de una pantalla, ni siquiera de la noble y ya opaca pantalla de mi cretácica laptop. No hablemos, entonces, de cines, porque hay algo falso en ello. La verdad sobre los cines estriba en que esas lunetas, pero sobre todo el ambiente espectral, repetido en cada sala de este mundo, fue concebido realmente para otras funciones.

La mejor película que puede verse es la que no se ve, la que solo miras por pedazos, intermitentemente, mientras tomas la mano de esa muchacha que te ha acompañado y que ha aceptado, milagrosamente, adentrarse en ese rincón junto contigo. Si la muchacha ha decidido internarse en ese antro, debes valorar el gesto en su justa medida. Puedes titubear, puedes agarrarle la mano, puedes susurrarle mil barbaridades impronunciables, puedes embriagarte de oscuridad y desesperarte por esos diseños imbéciles que ahora separan un asiento de otro y no te permiten acercarte bien.

Todo te está autorizado, cualquier pecado de cine de tercera, pero debes llenarte de valor y agenciarte, como mínimo, un beso, pues hay gente –lo piensas, lo piensas y se te parte el pecho por una existencia tan cobarde- que ha hecho el amor acostados en la última fila. Esa muchacha ha ido hasta allí, es imposible que te vayas sin un beso. Si no te vas con un beso estás perdido, el manojo de cursilerías será el manojo de cursilerías no de un vencedor, sino de un fracasado, y nada es más patético en la vida. A tus espectadores –pobre diablo que eres- les va a pasar exactamente lo que te pasa a ti con esas películas que te exasperan. Ritmo prometedor, expectativa al límite. Pero desternillante, absurdo, inexplicable cierre.

Igual puedes volver, intentarlo otro día, si -bien lo sabes- no ha sido tu culpa. ¡Esa gente infame te ha sacado los créditos justo en el momento en que ibas a actuar!

Salir de la versión móvil