Pavón

El hombre de la derecha es Luis Pavón. Los otros dos se sobrentienden: negro bembón frente al micrófono, Nicolás Guillén; blanco de gafas oscuras, Alfredo Guevara. La foto se tomó durante el entierro de Bola de Nieve, hacia octubre de 1971, en los albores del quinquenio gris.

Guillén es inconfundible. Había adquirido, para la fecha, el pelo blanco y las arrugas con las que habría de morir casi veinte años después, y con las que todavía desanda la posteridad. Guevara, aún lozano, llevaba la chaqueta superpuesta sobre los hombros. Gesto suficiente para reconocerlo no ya entre los vivos, sino también entre los muertos. Pero el otro señor, este Pavón, si nos lo cruzáramos en la calle ahora mismo, no sabríamos reconocerlo.

Su amarguísima estela como Presidente del Consejo Nacional de Cultura, desde el propio 1971 hasta 1976, devoró cualquier otro rostro. Su encomiable labor de custodia, su rol protagónico en la depuración estalinista del arte y la literatura cubana de la época, tienen un nombre, y este nombre encierra un concepto. El nombre es el pavonato. El concepto es la censura y la opresión, la humillación moral y el aislamiento físico.

Con el argumento del socialismo, del pueblo y de la Patria, Pavón maniobró, y esa maniobra, a la vuelta, lo dejó sujeto al pavonato. Jamás pudo desprenderse de tan miserable legado. Cuando decimos Pavón, lo más probable es que recordemos a Arrufat, a Arenas, a Virgilio, a Lezama, las víctimas directas y más encumbradas del quinquenio y sus alrededores.

Desde 1976, con su destitución como comisario cultural, Pavón desapareció. Fue diluyéndose en un provechoso olvido, hasta enero de 2007, justo cuando Impronta, el breve programa de la televisión nacional, dedicado a personas relevantes, decidió brindarle un espacio. En un acto canallesco, aceptó la propuesta. Le pareció que aún merecía un micrófono, y esto, finalmente, debemos agradecérselo. Gracias a su torpeza, y quizás a su egolatría y vanidad, hoy los cubanos con menos de cuarenta años sabemos quién es.

La simple omisión habría sido recompensa suficiente. Pavón debió saber, o algún familiar debió haberle advertido que no aceptara la invitación de Impronta. Por su bien, no por el nuestro, alguien tuvo que haberle recordado su pasado infame, su rectorado homofóbico e impío, y el estropicio que provocó en la cultura del país. Pero no lo hicieron, y la resurrección de su imagen pública trajo una oleada de reacciones, un pavoroso grito unánime de nuestra comunidad artística y literaria.

Más que la guerrita de los emails, y más que el posterior ciclo de conferencias sobre el quinquenio, impartido por algunos de los escritores que sufrieron oprobio y marginación, lo que nos demuestra o nos dibuja una idea más o menos exacta de la  magnitud del pavonato fue esa protesta inicial, espontánea, mezcla de miedo y ardor, de estupefacción y rabia. Como diciendo: “¿qué hace este hijo de puta de nuevo aquí?”.

Desde entonces, a todos nos quedó claro -incluso a los que como yo nunca vimos el programa ni su rostro- que Pavón, junto a otros varios ejecutores, había sido un ladino poderoso y eficaz. Sin embargo, ya no podremos cruzárnoslo en la calle. Hace aproximadamente mes y medio, con ochenta y tres años de edad, en algún caserón de La Habana, Luis Pavón murió.

Norberto Fuentes, publicó en su blog un intercambio de misivas entre ambos, donde revela la efusiva amistad que los unía, y donde incluso lo instaba para que desempolvase un par de secretos y le pasara la cuenta a Alfredo Guevara o Reynaldo González, los ideólogos de la Cuba actual, según Fuentes.

Si le otorgásemos al post un poco de credibilidad, confirmaríamos tres evidencias. Primero que Norberto Fuentes es ya presa perpetua del brete histórico. Más –mucho más- de lo que un escritor debiera permitirse. Segundo que Pavón (quien no escribió memorias porque no entendió “que es preferible hacer perder a un partido —por lo menos en la descripción de un episodio— a que pierda una nación en el conjunto de su verdad histórica.” Y esta elección por sí sola lo retrata) no fue el único culpable, ni actuó por su libre albedrío. Y tercero que no hay manera de que el país que fuimos deje en paz al país que debemos ser, y no me refiero a tradiciones genuinas.

Además de Fuentes, Silvio Rodríguez publicó en Segunda Cita una despedida a Pavón. Ambos se conocieron cuando Silvio comenzó en la revista Verde Olivo, hacia 1966, y, según cuenta, el primer teniente Pavón le mostró la obra de Eliseo Diego, Fayad Jamís, Rolando Escardó y los sonetos de Shakeaspeare.

Tras el deceso, Silvio no le dedicó una canción, no compuso siquiera una breve tonadilla fúnebre. Pero, quizás para demostrar que tuvo un pasado humano, mencionó los trabajos comunes de Pavón –“tenedor de libros, vendedor ambulante, mozo de limpieza, profesor de Literatura, abogado, periodista, soldado”- y citó unos versos de su antiguo jefe:

“Todas aquellas cosas que hasta
entonces poblaron el universo
yacen sumidas en el aire amarillo y gris que ya no respiramos.

Entonces,
me veo allí,
sentado sobre la hierba,
con los pies desnudos y sucios
rascándome una nigua.”

Luego dijo, para finalizar, que estaba sintiendo mucho su muerte y que la responsabilidad de Pavón durante el quinquenio se había exagerado.

Lo dicho por Silvio Rodríguez nos llevará, por lo pronto, a proponer una hipótesis generosa: si tan solo hubiese sido honesto, y no principal culpable, tal como ha transcendido, Pavón habría renunciado al cargo ante las vejaciones cometidas contra decenas de artistas y escritores mientras sostuvo las riendas administrativas de la cultura cubana. De cualquier manera, nadie podrá borrar sentencias como esta: “Levantarle aquí monumentos a un Lino Novás Calvo, por ejemplo, o a Caín (Cabrera Infante), sería peregrino. Llorar como magdalenas sobre sus recuerdos, es arbitrario y poco masculino.”

Según Norberto Fuentes, antes de morir medía, de hombro a hombro, una cuarta. Una cuarta, literalmente, es nada. Si la medida es cierta, se confirma lo que decimos: el pavonato aplastó a Pavón. Lo que quedaba el pasado 25 de mayo, del tercer hombre de la foto, era una reducción grotesca, un adefesio melancólico exprimido por la culpa como el plástico por el ácido. La historia, pobre funcionario, le cayó encima, y la historia es un bloque de concreto.

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