Refugiado

Sabemos que hay que hacer algo inmediatamente/
lo sabemos/
pero naturalmente es demasiado pronto para hacerlo/
pero naturalmente es demasiado tarde para hacerlo/
lo sabemos
que realmente estamos bastante bien/
y que así vamos a continuar/
y que esto no sirve para nada/
lo sabemos.
Hans Magnus Enzensberger.

Tendrá a lo sumo diez años, pero no parece asustado. Observa con incredulidad. Me sugieren que no tome fotos, pero furtivamente saco mi celular y lo capturo. Como ahora no lo puedo mirar bien, porque me provoca leves pero sostenidos espasmos interiores, me lo llevo conmigo para luego.

Está tomando jugo de naranja y de manzana. Está comiendo uvas verdes y una cuña de dulce con extrema avidez. Las ropas, encartonadas, le quedan anchas. Tiene mal olor; olor agrio, como casi todos.

He observado a algunos. El jovenzuelo con barba de varios días al que se le cae una uva y se lamenta como si fuera una pérdida demasiado grave, la más grave de todas las que ha sufrido. Corre detrás de la uva y finalmente, sin que nadie la aplaste, logra alcanzarla entre los pies de los transeúntes. La muchacha de pañuelo negro que lleva a su bebé de meses en los brazos. El muchacho que los acompaña. El modo en que ambos ruedan por la pared hasta llegar al suelo para, con timidez, probar bocado. La piel cobriza y los ojos fijos, abiertos.

Hay dos amigos que discuten. Hay un hombre de nariz aguileña que va de un lado a otro mientras balbucea en su inescrutable idioma. Hay voluntarios con chalecos chillones que ofrecen un lugar donde pasar la noche. Hay un camarógrafo que filma cómo se reparte la comida desde el carrito de metal.

Aún así, nada me intriga tanto como el niño de diez años. Llegó, se sentó, acomodó la mochila a sus espaldas y apenas se ha inmutado. Los mira a todos como si fueran, todos, una pandilla de ineptos. Pero no son una pandilla de ineptos. Han logrado sobrevivir allí donde miles y miles fallecieron.

Son las nueve de la noche del miércoles 16 de septiembre de 2015. Estamos en la terminal de trenes de Hamburgo, en el norte frío de Alemania. El niño acaba de llegar de Munich. Pero, antes de Munich, vino de Austria. Y antes de Austria, de Hungría, donde los han tratado como perros. Y antes de Hungría, de Serbia. Y antes de Serbia, de Macedonia. Y antes de Macedonia, de Grecia. Y antes de Grecia, tras cruzar el Egeo, de Turquía. Y antes de Turquía, de Siria.

No sé si el niño ha llegado huérfano, o ha extraviado a los padres, o si los padres lo esperan o si vienen en camino. Probablemente él tampoco lo sepa. Con todo, ya conoce más de lo que nadie debiera conocer. Conoce la guerra, la desolación y el exilio. Se va a volver, en un futuro próximo, bondadoso o cruel, y va a estar marcado con hierro caliente por el despojo al que lo han sometido.

Ahí, sentado, sin premura, está solo. Muy solo. Y me provoca esa rabia suicida de permanecer siempre de brazos cruzados. Me siento profundamente mal, en el sentido físico. Con hambre, con frío, y con ganas de golpear la cara de alguien hasta que sangre.

Pero yo no soy el centro de nada de esto. No tengo derecho a sentirme de ninguna manera. Sobre la base del martirologio –que es lo que la tragedia de los refugiados propone– padecer es siempre un privilegio. Y ese padecimiento, para el que no haya salido de Damasco o de donde sea y haya llegado a Hamburgo o a donde sea, es básicamente cínico. Quizás sirva para algo, pero es básicamente cínico. No habría razón alguna para reparar en nuestro malestar, y ni siquiera habría razón para molestarnos, cuando el infierno lo atraviesa otro.

No sé qué decir. Me gustaría desaparecer a ese niño de mi vista. Por un momento, me pongo agitado. Me gustaría que alguien viniera y lo besara. Veo la maquinaria humana en funcionamiento, un punto de horror, el bien y el mal, sus forcejeos. Tengo entumidos algunos dedos de los pies. Una muchacha alemana le acaricia el cabello a un sirio desaliñado y le ofrece un abrigo y más comida.

Tomo el tren a Berlín. Trenes europeos, que se alejan a cientos de millas en medio de la noche silenciosa y profunda. En un par de días me propondrán visitar un centro de refugiados, pero me negaré con cortesía. Me iré a las tiendas de Alexanderplatz, a comprarle ropas y baratijas a mi hermana más pequeña, que tiene quince años y está en la flor de su edad.

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